martes, 19 de diciembre de 2017

El balance



   Aunque serían muchos los extranjeros que se atreverían a decir que aquí nos pasamos los días de fiesta en fiesta, bebiendo sangría, bailando flamenco y durmiendo la siesta al fresco, lo cierto es que los españoles vivimos de sobresalto en sobresalto. Basta con mirar atrás en este año de 2017, ahora que ya va siendo hora de hacer el balance anual, para comprobar que nos hemos pasado el año acogotados por la corrupción política, la crisis económica y sobre todo por el asunto catalán, ese que nos ha llevado, según las zonas y las convicciones políticas de cada cual, a sacar las banderas de los armarios, a retumbar con las cacerolas en la calle, a pelearnos con los vecinos por un quítame allá esas urnas… Es cierto que también se han puesto de moda los equidistantes, un tipo de divergentes que no parecían ser ni moros ni cristianos, y que por eso mismo han sido denostados por la mayoría, no sea que ahora pretendan sacar partido en estas aguas revueltas los más judaizantes. No ha faltado ni un experimento sociológico, tipo Gran Hermano televisivo, para tratar de demostrar que desde la Edad Media las tres culturas han sabido vivir juntas, sin recelos y poco revueltas: lo ha aplicado el gobierno y muchos lo han aplaudido entusiasmados.
   Todos los años también por estas fechas los españoles nos volvemos locos por la lotería. El sorteo del día 22 de diciembre es el cohete con el que empiezan las fiestas navideñas, unas fiestas de más de dos semanas pensadas para que gastemos nuestro dinero de forma generosa y disfrutemos del privilegio de haber llegado a cumplir un año más, aunque en materia de asuntos sociales y derechos de ciudadanía vayamos para atrás como los cangrejos. Dos semanas para que dejemos de sentirnos acogotados mientras pelamos langostinos y brindamos con cava, si es que hemos decidido no hacer boicot a los productos catalanes. Y si no, pues brindamos con champán francés o con sidra asturiana, que en el fondo tanto monta.
   Es cierto que este año las fiestas de navidad van a comenzar justo el día después de las elecciones catalanas y ya se encargan los medios de comunicación de masas de tenernos debidamente en vilo. Pero como le decía yo a una amiga mía, jubilada, votante del PP y muy asustada por la situación, a la que le cuesta llegar a fin de mes con su exigua pensión, lo peor es que no va a pasar nada de nada, como siempre, y al final, tras tanta preocupación por el porvenir, lo único seguro es que tendrá que subir la cuesta de enero arrastrando el trasero por la grava, como siempre, que eso es lo que trae tanta paz social y tanto miedo.
   En materia de desgracias, todos los años hay una fecha destacada para los amantes de las catástrofes. Los más aficionados a los holocaustos la convierten en objeto de devoción personal y confían en que el premio de la lotería tendrá alguna relación con ella. Así este año algunos han confiado en el 11017, la fecha de la consulta del huido Puigdemont, y están rezando a la Virgen de Bruselas para que les toque un pellizco, pero si hay un número que se lleva la palma en esto de los efectos de la suerte y de la superchería, ese es el 00155, un número bajito, pero que encierra todo el poder de la constitución española de 1978. Quien más, quien menos, ha soñado que este número tan de moda va a ser el agraciado con el premio gordo y se ha visto impelido a encargarlo a Manises, Madrid, Toledo, Alcalá de Henares, Granada, Elche y, ¡oh sorpresas te la da vida!, a Lloret de Mar y Barcelona.
   Ya sabemos que la lotería siempre le cae al gobierno: aparte de los márgenes legales de la recaudación, que suelen ser en torno al 33%, y del IVA aplicado transitoriamente a los agraciados con más de 2.500 euros, el que parte y reparte se lleva la mejor parte. Este año ellos también han apostado al 00155 y parece que les ha salido bastante bien; con el consabido sonsonete de la absoluta independencia del poder judicial, con los palmeros de los mass media haciendo de clac, con un montón de sinvergüenzas procesados por tratar de dar un golpe de estado bananero, y la población inmersa en una guerra de banderas y de consumo o no de productos con denominación de origen catalán, nuestro máximo líder se está frotando las manos, que no quiero yo  pensar que se las está lavando como Herodes, mientras aplica el 155: trinco, trinco y por el trasero os la hinco. A lo peor es el único español que no sabe aún lo que es un sobresalto.

viernes, 1 de diciembre de 2017

El poeta recuerda a Marisica y siente nostalgia del sabor de las pipas en la gasolinera del pueblo




A Marisica le gustaba ir al cine,
dar besos en la boca,
comer pipas sentada en el banco de la plaza…

Marisica dormía en su cama de nieve
abierta de muslos hacia las estrellas.
La noche tenía una velocidad doble
que ponía piernas largas a Johnnie Walker.

Mientras los ovnis surcaban los cielos
desde España a Cabo Verde
y en las últimas tabernas sonaban el Gabinete Caligari
y las mornas de la saudade de Cesaria Évora,
Marisica se cocía en el zumo de tomate
de sus sábanas adolescentes.

Dormía, tal vez imaginaba, el oscuro pelaje de la noche,
las cornadas de los toros de lidia en plazas montaraces,
el sonido del embrague en la trasera de la gasolinera,
la flor de la pasión,
pétalos cayendo en su cama desde las estrellas.

Me gustaba besarle los labios, mientras dormía,
y buscar los restos de las pipas en su boca,
mezclados con el brebaje de malta.

De tal secreto,
solo me queda la nostalgia
y un sabor de pipa amarga
que a menudo se atraviesa en las noches de insomnio.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La farsa



Muchas veces en sueños, muchas veces despierto, viajando en autobús mientras miraba oscurecerse el cielo, o siguiendo el ritmo de las olas en la playa, he pensado en escribir una obra de teatro, siempre la misma. Algunos de los personajes han ido cambiando de unas ocasiones a otras, aunque siempre hay uno que resulto ser yo mismo, una especie de monolito que da inicio y fin a la farsa. No importa que los personajes varíen, porque el argumento es idéntico y solo admite pequeños cambios de matiz, ligeras correcciones traídas por la dolorosa carrera de los años y el punzante aguijón del fracaso.
En una pequeña sala a la moda de la segunda mitad del siglo XX, amueblada tan solo con una mesa de comedor y seis sillas, un par de lámparas encendidas y al fondo una ventana por la que se filtra la rojiza luz de un atardecer, tal vez de Madrid, un hombre mayor, en el que puedo reconocerme fácilmente, parece leer las aventuras de un caballero andante de Juan Valera. Todo tiene una atmósfera densa, como velada por un humo inexplicable, y el tiempo pesa sobre los objetos. Un decorado transparente, sin exotismos ni fuegos de artificios, para un drama rutinario.
Cuando parece que el hombre no pudiera esperar nada y estuviera destinado a convertirse en un Vladimir o un Estragón cualquiera al borde de la noche, se oye el sonido de un timbre, unos pasos, una puerta que se abre, un anuncio, una visita, el cambio de escena que como expertos espectadores estamos preparados para percibir como el comienzo del conflicto. Llega ante nuestros ojos el espectro del padre de Hamlet, la madre muerta, el niño extraviado, el amigo que perdimos en Teruel, Godot y toda su parentela, nuestro primer amor, la Eloísa que creíamos debajo del almendro pero que estuvo fabricando guirlache en Alicante más de cuarenta años… Llega por sorpresa, posiblemente con premeditación, para desacatarnos las canas, pedir explicaciones y sacar de la maleta un espejo de tres cuartos en el que mostrarnos lo que somos, un Dorian Grey cualquiera a oscuras en una triste habitación de una ciudad muerta.
El tono es fundamental en el diálogo que se establece entre las dos sombras: del afecto al desprecio, de la cordialidad al rencor, de la paz a la ira, los monigotes esgrimen una enormidad de armas verbales para mostrar las inmensas cicatrices que recorren sus cuerpos desde el cráneo hasta los pies, algunas todavía con puntos dobles e infectados que nada ni nadie ha podido curar por más tiempo que haya transcurrido. Casi siempre la culpa es del otro, que no puede percibir la gravedad de las circunstancias que tuvo que superar el primero, el dolor que sufrió, la soledad tan intensa que cruzó como un condenado a morir de sed en el desierto. Las medallas de cada parte muestran su alto cargo en el desempeño del dolor: golpes físicos, agresiones en la estima, olvidos, desinterés, falta de empatía, menosprecios, tristezas solitarias mientras el resto del mundo bailaba en la celebración de una boda o disfrutaba del sexo con el partenaire ocasional. La lista de bajas en la batalla pareciera no tener ni fin ni sentido.
Acaso el espectador esperase llegar al final con una catarsis al modo clásico; nada más confortador que alcanzar el desenlace con un acuerdo, firmar las tablas, declarar un armisticio con el simbólico acto de estrecharse la mano o abrazarse con el corazón limpio tras la exposición de motivos y causas. Pero los dos personajes no pueden ya reconocer a quienes fueron en aquel tiempo, ni tampoco pueden comprender ni perdonar a quienes son hoy, y por eso vagan por la escena como esperpentos, héroes tragicómicos de un mundo desaparecido en el que se sembró el odio y creció el horror.
Con el paso del tiempo, los personajes de la farsa se han vuelto más violentos, más rencorosos, quizá porque no me pueden perdonar las horas felices, los momentos gloriosos, los breves instantes de plenitud imaginando la trama, mientras ellos cavan cada vez más honda una fosa en la que no se puede sino naufragar. Me miran con ojos terribles, me acusan de volver a traerlos a la vida para provocarles de nuevo el mismo dolor, una insatisfacción aún más grande; parecen estar convencidos de que finalmente soy yo el culpable de su derrota. Por miedo a ellos y a su reacción, nunca me he atrevido a escribir la obra de teatro: mientras ellos mueren y yo observo su muerte como un espectador impasible, el telón baja lentamente para todos.

miércoles, 18 de octubre de 2017

La foto



   Para muchas personas un viaje no deja de ser algo muy corriente: se decide el destino, se compran los billetes, se planifican las visitas y en el último día se cierran las maletas como quien no quiere la cosa. Existen, incluso, los que en el momento de partir se preguntan a sí mismos que quién les manda meterse en esos líos, con lo bien que se está en casa y lo barato que a la postre sale comer de lo propio y ver la televisión en el salón. Y están quienes, para más inri, tienen que viajar por motivos de trabajo y odian tanto coger un avión como saltar por el mundo de hotel en hotel, malcomiendo y durmiendo a matacaballo. Para muchos los viajes son un fastidio y añoran los paseos vespertinos por las orillas del río de su tierra casi tanto como la propia infancia.
   Otros, sin embargo, nos pasamos la vida entre cuatro paredes, viendo el cielo allá a lo lejos y cumpliendo de buena gana nuestras obligaciones, aunque eso suponga que el mundo nos sea ajeno e inalcanzable. Amamos la vida, la celebramos, pero siempre en un entorno reducido y físicamente estrecho que nos hace crecer en espíritu pero nos encoge para la luz como si fuéramos calcetines demasiado lavados y encerrados en el cajón de la ropa olvidada.
   Por eso fue una bendición que en marzo pasado nos sorprendieran con la noticia de un viaje, organizado sí, como de empresa, el primer viaje en treinta años desde que llegué a esta casa para afincarme en ella. Y los elegidos, yo estaba entre ellos, éramos tan solo doce, como los antiguos apóstoles, que seríamos los representantes de los demás en nuestro periplo. No es de extrañar los nervios, las inseguridades, las dudas, que tuvimos durante el mes anterior; hubo noches en las que apenas pude dormir y, cuando lo hacía, mis sueños se poblaban de viejas casas, familiares ya fallecidos y exóticas aventuras por junglas amenazantes. De día me decía a mí mismo que los miedos son una oportunidad para el conocimiento y trataba de imbuirme del espíritu bíblico que nos recuerda que finalmente todo es vanidad.
   El viaje fue estupendo. Salimos desde el aeropuerto de Madrid y en dos horas ya estábamos en Italia. Roma nos encantó, con sus calles estrechas, sus conductores vertiginosos y la historia latiendo en las piedras milenarias… En los Estados Vaticanos nos recibió el Papa Francisco, nos animó a perseverar en la fe, a profundizar en el mensaje de Jesucristo y a ser esencialmente buenos; lo que más me gustó fue que no hubo necesidad de un traductor para comprenderlo, así de importante es compartir la misma lengua, pensé. Y luego todavía hubo tiempo para viajar a Florencia, pasear junto al Arno y visitar con un guía la Galería de la Academia. El David de Miguel Ángel me impresionó: tenía una tensión vital y una majestuosidad que apenas podía retener. Creo que merece la pena vivir para disfrutar un día al menos de tanta belleza.
   La vuelta fue un regreso al mundo rutinario, no siempre exento de fealdad. A los tres días del regreso, el padre prior nos convocó a su despacho y nos riñó por la fotografía que nos habíamos hecho ante la estatua del David. No sé quién fue el acusador, nuestro Judas particular, pero el prior nos conminó a entregar todas las fotos que habíamos hecho en nuestro viaje y a rezar por todos los pecados que hubiéramos cometido nosotros o nuestros acompañantes. Por primera vez en mucho tiempo me pareció ridículo, pero la autoridad es así, en ocasiones ciega y absurda. Castigado durante una semana en mi celda, decidí que nunca renunciaría al recuerdo del viaje, a la foto con la estatua, ni a la belleza que había podido percibir en ella y, sí, decidí rezar por los pecadores, por todos aquellos que no saben valorar la alegría en la carita de un niño, la imagen de Dios en la belleza de la adolescencia, la enérgica templanza del adulto o la suave resignación del anciano, y recé, recé toda la semana, por esa pobre gente, como el padre prior de mi congregación, que, pese a sus años y su mucha sabiduría, todavía tiene la cabeza atormentada y comida por la miseria de la culpa y el pecado. Que Dios se apiade de él.

jueves, 14 de septiembre de 2017

La presidenta



   Hoy estoy nervioso, supongo que es lo normal. Un año más sigo madrugando para llegar al trabajo, haciendo números para que el sueldo sobreviva hasta fin de mes y soñando con ese golpe de suerte que me dé de lleno y me sumerja para siempre en un paraíso de playas desiertas, gin tonics y siestas perpetuas en hamacas mecidas por la brisa. Mi inquietud, no obstante, no se asienta en lo ya conocido, sino en la noticia bomba de que mi empresa la ha comprado de buenas a primeras una multinacional y han botado al que hasta hace nada era el presidente; parece ser que lo han defenestrado sin contemplaciones y lo último que ha hecho antes de desaparecer ha sido enviarnos un mensajito a los empleados de la casa, con un lacónico “átate los machos, que éstos vienen desatados”. Me he escondido en el baño un buen rato, me he tomado un ansiolítico y he reaparecido finalmente con un ánimo dispuesto al sacrificio pero sin que se note que la procesión va por mis intestinos.
   A lo largo de la mañana, corren de aquí para allá los bulos como si fueran noticias falsas de internet, con una agitación de cuerpos y de papeles tal que parece que hay marea alta, pero luego llegan otras noticias, tan falsas como anuncios del gobierno, que dicen todo lo contrario y a la vez lo mismo de antes. En pocas horas ha caído todo el consejo de dirección y se ha levantado, se ha nombrado un presidente de origen norvietnamita, un qatarí, un estadounidense con asuntos judiciales pendientes por trata de diamantes de sangre… y ya se han contratado y despedido a diecisiete directores de gestión de personal. Según las noticias, me han ascendido tres veces, me han despedido nueve y me han cambiado de departamento al menos en cinco holocaustos. Cuando bajo a tomar el café, las acciones de mi empresa han perdido dieciocho enteros y mi puesto de trabajo está vacante, por lo que ya no sé si me debo reincorporar tras la pausa o darme un atracón de napolitanas de chocolate.
   Todo sigue igual de inestable hasta la tres de la tarde. Todos hacemos como que trabajamos, mirando a la pantalla del ordenador y llamando por teléfono a supuestos clientes, pero estamos en tal conmoción por la falta de un responsable en la empresa que todo se paraliza sin que, en el fondo, tampoco pase nada. Es la calma que precede a la tormenta y cada cual se preocupa secretamente por encontrar aquel paraguas de publicidad corporativa que un día guardó en el almacén para un caso de emergencia. A mí me da por arrancarme a tirones los pelos que asoman por los caños de mi nariz y de vez en cuando estornudo agriamente como para demostrar que, a pesar de todo, aún sigo vivo y molestando.
   A las tres y cuarto dicen por la televisión, en las noticias, que la empresa ha sido absorbida por una multinacional europea en una operación supervisada por el gobierno y que nadie tiene nada que temer, que se van a respetar los puestos de trabajo y los sueldos de los trabajadores. Es la hecatombe: por experiencia sabemos que van a hacer precisamente lo contrario de lo que anuncien y que nadie va a salir indemne de este trance. Asimismo, desvelan que va a ser una mujer la nueva presidenta de la empresa y todos se congratulan de este avance en políticas de igualdad, pero los muy sinvergüenzas se callan que los méritos de la tal no son sino ser la ex mujer de un político, ahora en la cárcel por corrupción, que no sabe hacer la letra o con un canuto (parece ser que canutos sí que sabe hacer) y que va cobrar un dineral por ser una mujer de paja (esto último dicho sin segundas).
   Después de los anuncios vespertinos de optimización de servicios, personal y salarios, llego a casa por la noche hecho polvo. No pensaba yo que a mis años iba a ver cómo un lobby internacional se iba a permitir este desembarco neoliberal en una empresa como la mía y aún menos que este expolio lo iba a facilitar graciosamente el gobierno: en poco empezarán las reuniones individuales con todos nosotros para, en el mejor de los casos, rebajarnos un diez por ciento el sueldo, aumentarnos la jornada laboral y eliminarnos los incentivos, que ya vivimos por encima de nuestras posibilidades. Mientras la presidenta sonríe en las fotos de los mass media y adelanta contratos con empresas que antes estuvieron relacionadas con su ex marido, me pregunto de qué debo prescindir en mi vida diaria antes de que definitivamente ellos prescindan de mí.

martes, 15 de agosto de 2017

Los ojos de Isadora




Psicótropos dudosos nos trajeron
la “belle époque”, nosotros muertos y azules,
insectos bajo la torrentera hipnótica del marino
sin suerte: se cubrió la galaxia de lienzos como rayos
que pintaban amores arrojados a los hielos del Ártico.
Fue el huracán, fue la línea imaginaria
que separa cúmulos y cuásares,
cuando los llantos del “blues” cortaron nuestros ojos
vacíos de mirar opacas entrañas de leones. Balcón
del blanco corazón informe mecía el agua, desabrigados
los amargos licores de las ingles, en un girar de alas
sin gaviotas. ¿Cómo desentrañar quisiera la arqueología
del bronce funerario, una vez se condena la tierra
al polvo del milenio? Reflejó un compás, un círculo,
un instante: “la memoria es la vida”. La vida es memoria
de un ángulo recto que se ha torcido, memoria
de cielos ya no transparentes, un amor triste
que se baila.

miércoles, 19 de julio de 2017

El coche




   Sé que soy un poco raro, no crean. En mi entorno encajo mal, muy mal diría sin temor a quedar retratado. No es que no me gusten los seres humanos, que no me gustan nada, es que además rechazo de plano las innovaciones tecnológicas que nos han convertido en unos peleles al servicio del consumismo, unos inútiles que solo vivimos para ganar dinero y, con él, poder comprar aún más utensilios y cacharros. Claro que hay algunas cosillas que hacen mi vida más cómoda, pero no son por las que la gente de mi generación y otras posteriores se matan de sol a sol: hoy por hoy el agua corriente, las aspirinas y la radio no desequilibran mi presupuesto, y me temo que el de nadie. Vamos, que no soy precisamente un negocio.
   Me gusta ir andando a los sitios, y gracias a ello he aprendido a mirar por dónde voy y he conseguido tener unas piernas fuertes que son la base para una buena salud. Cada día más, en mis paseos sin prisa y a menudo sin rumbo, me cruzo con personas que viven abstraídas en su mundo virtual de smartphones y que ven la vida por una pantalla de pocas pulgadas: me da un poco de lástima ese mundo de likes, selfies y postureo que a menudo esconde tan solo un miedo terrible a la soledad, una huida a fondo, como el horror vacui del arte barroco. No hay nada sano en ese mundo tecnológico que nos impulsa al silencio, a la reconcentración, al aislacionismo, cuando es conocido que el ser humano solo puede ser feliz, o aspirarlo al menos, en su dimensión social y preferentemente solidaria.
   Y aunque no me gusta caer en los brazos de esta sociedad consumista, claro que yo también pago mis peajes, porque de no hacerlo mi vida sería, al menos hoy por hoy, totalmente imposible: tengo mi tarjeta bancaria, mi nómina domiciliada, receta electrónica y coche propio. Algunos quieren ver en este último mi gran contradicción y me restriegan con saña las virtudes del transporte público, como si no supieran lo difícil que es en algunas ciudades como Madrid trasladarse de un punto no céntrico a otro aún menos céntrico. Que si vives en la periferia, por más tranquila que pueda ser tu vida, es imposible que el mundo esté a tu alcance excepto si te vas a donde van todos: al Primark o a El Corte Inglés, que esos puntos sí que están bien comunicados. Y eso por no hablar de los trayectos nocturnos…
   Aún así yo uso muy poco mi coche. Creo que no conozco a nadie al que le guste menos que a mí tener que ir a la gasolinera a repostar: ya no es que me parezca un robo a mano armada por parte del gobierno de turno, que hace años que tengo bien fundada esta opinión, y hasta oiga las monedillas sonar en las manitas del Ministro de Hacienda, por no decir de todos esos gerifaltes que son parte del negocio por tradición familiar y que, además, alardean de tener unas magníficas relaciones con las monarquías árabes, es que también aborrezco el olor a gasolina, el del pan precocido y las promociones de puntos para que tú vuelvas. Y tampoco creo que conozca nunca a nadie al que le guste menos que a mí llevar el coche a una simple revisión: el mecánico trata de ser amable y me habla de pastillas de frenos, líquidos aditivos y cambios de filtros de los que, no solo no entiendo nada, sino que no concibo que puedan interesarme jamás. Cuando me entrega el presupuesto, para mí es como si me diera un manuscrito en sánscrito que hubiera que guardar para siempre en una cueva de la ribera del mar Negro.
   No obstante, lo peor acecha de forma inesperada. Da lo mismo que te sepas los horarios, las costumbres, las dinámicas y las sinergias: un día como otro cualquiera sales de tu casa y de buenas a primeras te encuentras un atasco donde habitualmente hay tres carriles y un tráfico fluido. Pasan los minutos, y hasta las horas, te aburres de beber agua, se te acaban las aspirinas y hasta te hartan las mismas noticias de la radio. Y así, casi sin saber cómo, tragando  humo y pasando calor, viendo cómo otros conductores despotrican contra todo y pegan bocinazos a diestro y siniestro, siendo consciente de que allí no hay orden urbano ni guardias de movilidad siquiera para dar ánimos, abro la puerta y salgo por piernas, abandonando para siempre la última ilusión que me quedaba de no ser un bicho raro.