Tengo una amiga de esas que siempre están a la última. Con ella es imposible no saber qué color triunfará en la próxima temporada, qué está definitivamente pasado de moda y qué sería mejor que fueras abandonando para no parecer un muerto de hambre o un cateto. Se lee todas las revistas del quiosco en cuanto salen a la venta, sigue al dictado las recomendaciones de las influencers más cotizadas y no se fía de nadie que no tenga, al menos, quinientos mil seguidores en Instagram. Su mundo es un delirio líquido, en el que todo o sube o baja, en perpetuo movimiento, de manera vertiginosa, de tal manera que, si cierras los ojos, ya te has perdido. Ni me imagino qué sobresaltos sufrirá cada mañana al despertarse, viendo que el mundo se ha dado la vuelta boca abajo mientras dormía y que hasta el salto de cama con transparencias, si es que lo usa, ya está más que obsoleto.
Pues esta amiga me llama y me propone lo más para estas navidades, que no me lo piense y que me vaya con ella a conocer los mercadillos navideños de Alemania. Tía, que este año lo está rompiendo en las redes y que desgraciado aquel que en enero no pueda contar lo divertido que es tomar vino caliente al relente teutónico y pasearse entre puestos de mercancías exóticas ligando con bigardos que te invitan graciosamente a salchichas con ensalada de patata. Lo de menos es comprar nada, que luego hay que facturar la maleta en el avión y eso está descartado a poca clase que tengas; en cambio, la nieve, los patinadores, las gafas oscuras y la ropa de montaña hasta para cruzar la calle, le dan al plan un toque maestro, de elegancia natural, máxime ahora que no nieva en España por eso del cambio climático y casi nadie puede cantar “Blanca navidad” sin que le dé una terrible nostalgia de las muñecas de Famosa y de la vuelta a la casa para reunirse con su familia bajo el almendro.
Comprenderán ustedes que una aventura así no es para pensársela ni dos minutos. Y menos con una loca de la compra electrónica que, antes de que digas sí o no, ya ha sacado los pasajes, reservado los hoteles y asegurado nuestras vidas para todo caso de vicisitudes, que no hay nada como la previsión para que viajar, aparte de apasionante, no cause estrés ni te oxide el cutis. Así que, antes de que ella decida por mí y me vea de hoz y coz atrapada en su telaraña, le digo que cuánto lo siento, que qué pena me da y qué lástima haberlo sabido tan tarde, pero es que ya he concertado la visita a mi prima de Salamanca, a la que no veo desde hace cinco años, y que pretende juntar a toda la familia, la que queda después de varios años un tanto funestos, a orillas del Tormes. Que ya sé que no se puede comparar Salamanca con Alemania, ni la vida provinciana de la Castilla interior, tan unamuniana y seca, con el resplandor de la filosofía germánica, que todo lo ilumina y dignifica. Que tenga cuidado, le digo, que los mercadillos no son como esos que se ven en las películas románticas, llenas de gente joven, sana y guapa que va disimulando malamente que están rodadas en agosto en pleno desierto de California, sino unos lugares un tanto siniestros donde una multitud de zombies vestidos de rojo colapsan las calles, se apretujan en los puestos de perritos calientes y mean detrás de las carpas ante la falta de servicios públicos. Eso cuando no te atropella alguna camioneta de terroristas puestos de coca hasta el cogote y siembra el caos entre la muchedumbre, que huye en todas direcciones tratando de llegar al año nuevo para, seguramente, dejarle la pasta a un psicoanalista que le prometerá aprender a gestionar el trauma paranoide surgido del ataque. Para mirar sin comprar, ya está el Primark, y El Corte Inglés, y hasta las tiendas de marca de la calle Serrano, donde peregrinan con la ilusión de ser una Kardashian las cursis de medio mundo mientras cuentan mentalmente los euritos que les quedan en la cuenta bancaria.
Este alegato final pretendo que sea definitivo. No por su contundencia, que ya sé yo que Europa vive un periodo gris pero mayoritariamente seguro todavía, sino porque creo que mi amiga habrá comprendido que, por un lado, ya estoy comprometida y, por el otro, que la idea de ir a macerarme entre extranjeros por unas calles masificadas por un turismo cada vez más generalizado no me hace la menor gracia. Que para sentir lo mismo, me basta con darme una vueltecita por la Gran Vía madrileña entre visitantes de las más variadas procedencias y lenguas, y, encima, sale mucho más barato.
Vale, vale, me dice, como quien ya ha captado el mensaje en todos sus niveles de interpretación. Pero, claro, no está dispuesta a quedar por debajo, una vez que ya ha manifestado su interés por la actividad turística puesta de moda por su agencia de viajes favorita, y no tarda en rearmarse como corresponde a una verdadera reina de las tendencias más sublimes y glamurosas. Te mandaré un whatsapp cuando llegue y algunas fotitos, ante las cuales ya verás como cambias de opinión; en el extranjero, sobre todo en Europa, y en Alemania concretamente, la vida se ve de otra manera, de una mucho más grata e intensa, como corresponde a un pueblo lleno de historia y tradiciones ancestrales, a las que ni Madrid ni Salamanca se acercan ni borrachas. Es una pena que seas tan provinciana, tan apegada a la familia y no evoluciones. Qué compasión te tengo, hija mía.
Y me cuelga sin darme tiempo a darle las gracias, la muy hija de puta. Pues tendrá mucho estilo y estará a la última, pero a mí me parece que ésta todavía no ha salido de la porqueriza.
