domingo, 2 de febrero de 2025

La desconfianza

 

 

   Todos hemos aprendido con los años a no ser confiados. De niños es posible que nazcamos con una cierta ingenuidad, esa que nos hace tan vulnerables y ridículos, pero se nos pasa pronto, generalmente en cuanto nos dan un sopapo en la guardería o nos arrean un mordisco con saña en el parque del barrio. Es cierto que la mayoría de nuestros mayores nos advierten de los peligros incluso antes de que tengamos algo de conocimiento y nuestro mini universo infantil se llene de lobos hambrientos, sacamantecas y brujas con verrugas, pero también está contrastado que, pese a tanto aviso, es usual tardar muchos años en acabar comprendiendo en qué consiste la verdadera confianza y qué la diferencia de la tontería.
   En los últimos días han sido muchas las personas con las que he hablado con la excusa de la navidad y del inicio del año nuevo para tratar de que no se rompan las relaciones amistosas y sociales por falta de uso. La incomunicación previa, esa que es fácil de achacar a las numerosas ocupaciones de la vida moderna, el estrés y el cansancio, ha dado paso en algunos casos a una actualización que no sé si calificar de previsible o no: muertes súbitas, fulminantes, de personas jóvenes y sanas a las que se les podía  pronosticar una vida larga y tediosa; matrimonios sólidos que se han separado después de años de rutina doméstica y que han derivado en batallas judiciales sanguinolentas por el predominio en la disolución de los bienes gananciales; hijos e hijas que han depositado a sus padres en residencias y se han marchado sin mirar atrás; enfermos graves que no reciben atención de las instituciones porque no disponen de acceso telemático o, peor aún, porque la primera cita disponible para un traumatólogo o para un cirujano no sale en el sistema hasta la primavera de 2026…
   Está claro que lo peor de dejar de ver o de hablar a una persona no es la distancia que se establece con ella (porque como dice el refrán “ojos que no ven, corazón que no siente”), sino la recuperación posterior de esa relación con todas las posibles desgracias de las que la existencia se encarga de ir llenando nuestras sacas. Después de esos meses, de esos años, de ignorancia mutua, tiempos en los que seguimos pensando que los demás son felices y viven en un presente brillante, exultante, el reencuentro trae en muchos casos una cascada de cambios tal que no puede sino asombrarnos, tan hechos estamos a querer creer que nunca pasa nada y que nuestras vidas son inmunes a los cambios cuando son para mal. Y entonces recordamos que nos hemos confiado demasiado, que en el tumulto de las aguas turbulentas nos hemos olvidado de las advertencias aquellas recibidas en la infancia, viéndonos sorprendidos de nuevo por la falta de disciplina, de inteligencia emocional.
   Claro que pocas veces nos hacemos responsables de nuestros fracasos, pues es más sencillo culpar a los demás de nuestras derrotas e insatisfacciones. Así vemos que la mayoría de los desahuciados de la fortuna acusan de su negro destino a los médicos ignorantes, a sus exparejas, a unos familiares desapegados y avarientos, a abogados ineptos y corruptos, y en general a cualquiera que pasara por allí en el momento de la desgracia. Todo antes que hacer un poquito de autocrítica y, tal vez, asumir que no se debería haber puesto tanto crédito en personas que no lo merecían porque, en el fondo, son tan imperfectas como nosotros, que para empezar ni siquiera nos fiamos de nosotros mismos.
   Una de las mejores estrategias contra la infelicidad consiste en no reconocerla, es decir, en no hablar de ella ni a los más íntimos. Para ello no solo basta con aparentar cierta placidez y no conceder a la adversidad ni un centímetro de avance en la propia existencia: hay que negar la de los demás, como quien niega sin empacho que la tierra es redonda, las vacunas protegen y los políticos, todos, roban. Ante las desgracias ajenas hay que endurecerse la piel y blindar con una capa de titanio el corazón, no vaya a ser que una grieta inesperada de sensibilidad nos haga vulnerables de repente, aunque nos ganemos el apelativo, justo por lo demás, de fríos y calculadores.
   Así andaba yo filosofando estos días de lluvia en que los reyes magos traerían sus regalos a los niños de todo el país, inundándonos con una bondad que el resto del tiempo no existe y tratando de protegerme de la confianza en el inicio de un nuevo año que seguramente será tan desagradable y fastidioso como todos los anteriores, porque a lo que se ve no van a terminar las guerras, ni las hambrunas, ni los genocidios, ni los bulos, ni la ignorancia, ni la insolidaridad, ni la soledad no deseada, cuando de golpe he comprendido que también me he confiado demasiado en esta burbuja minúscula y cómoda en la que vivo. Porque todo puede ser siempre peor, mucho peor. Basta con que quien tenga con qué le dé un sopapo a nuestros valores o a nuestra economía, para que la realidad se desmorone como un castillo de naipes. Basta que alguien con mala intención, uno de esos de los que no desconfiamos todavía, se atraviese en nuestro camino con una metralleta o un bazoka para que seamos nosotros los que a finales de año estemos tratando de contar a los demás una nueva desventura.
   Será que no estamos avisados lo suficientemente. O será que aún nos queda algo de tontería.