sábado, 2 de agosto de 2025

Un mundo en color



 

A María Rodríguez, in memoriam

Paleta de pintor,

tus pupilas se dilatan ante la fulgurante luz

del último arcoíris que trajo la tormenta:

está hecho de la materia de los sueños,

leve conciencia que, presta, se diluye en la tarde

y deja en el aire un perfume de agua de lavanda,

un sabor a cítricos verdes y amarillos,

una sutil caricia de celofán rojo

bajo el que laten, insomnes, los acordes de la nostalgia.

Esa evanescencia nos dejas tras tu paso,

como una colección de sombras y rumores

que sestean en los surtidores de las fuentes

y en el azul de las estelas tras los barcos.

Nosotros no podemos compartir contigo ese viento

que ha surgido de las bocas de los estuarios,

pues es demasiado el volumen que nos liga al suelo,

esa maraña de turba enraizada en el humus.

Apenas intuimos el brillo que este cuadro rezuma,

acostumbrados a ver el mundo con ojos de molusco,

nosotros que admiramos tanto y tanto

la deslumbrante luz de tu mirada.

 


 

sábado, 5 de julio de 2025

Guayacán

 

   Odio los meses de mayo y junio. Los aborrezco con toda mi alma. La naturaleza los decora con flores multicolores y los más diversos alérgenos. Altera nuestras hormonas hasta convertirnos de nuevo en simios. Los monos vestidos de seda y las monas vestidas de organza no paran de estornudar, de sonarse la nariz, de sufrir el lagrimeo de unos ojos irritados, de rascarse la piel con fruición hasta descamarla. Y, pese a todos esos molestos síntomas, que a cualquier simio inteligente le llevaría a subirse a la acacia más alta y sestear hasta el fin de la temporada de calor, la inteligente humanidad se afana en una trabajosa vida social en la que lucirse y ser bien visible se convierte en la prioridad máxima, ya sea como comulgante, padrino, testigo, oficiante, acompañante, invitado, curioso o fotógrafo, que lo importante es celebrar que se está bien vivo en un mundo no apto para alérgicos ni blandos de mollera. Que luego vendrá el tío Paco con la rebaja ya lo damos todos por descontado, pero, como reza el dicho popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, al menos mientras nos dejen.

   Y todo lo anterior no lo digo con cinismo, no. No vayan a creer que encubro, como hacen la mayoría de los políticos que conozco, con afirmaciones incoherentes y sobradas mi verdadero pensamiento. Yo, pueden darme crédito, no trato de venderles nada, ni siquiera una imagen intachable, ni, aún menos, el perfil de líder que les llevará al desconcierto y al país a la deriva, pese a la indudable fotogenia y la grandísima, contrastadísima preparación para engatusarles con dos palabras simples, una mirada miope y una sonrisa paralizada en las comisuras por dos toquecitos de bótox quincenales. Claro que ustedes ya están acostumbrados a tantos cínicos, que van a dudar de mis palabras diga lo que diga, así que asumo que no tengo nada más que aportar a mi favor y lo dejo, fatalmente, a su criterio.

   Empezaré por una confesión. Como los actores y las actrices de Hollywood, como tantos millonarios americanos, me he casado cinco veces y me he divorciado otras tantas. Siempre convencido, eso sí, de que el verdadero amor es eterno y capaz de superar todas las adversidades, siempre confiando en su poder regenerador y en la felicidad que a uno le aporta mientras dura. Claro que he descubierto que esa supuesta eternidad en ocasiones no dura ni un mes y también que ciertas adversidades (algunas que huelen a kilómetros a cuerno quemado, otras que se esconden en los secretos de las cajas fuertes de las entidades bancarias) te degeneran hasta convertirte en un energúmeno reconcomido y triste. De todas esas experiencias, claro, me ha quedado un conocimiento que se traduce para mi desgracia en cinco procesos de divorcio que me han esquilmado la cartera y me obligan a pagar varias pensiones compensatorias, además de que por el camino he perdido varias casas, vehículos, un yate con toda su tripulación y algunos capitales que no había tenido la precaución de ocultar en paraísos fiscales, desobedeciendo en eso a mi asesor, que aún está tirándose de los pelos por no haber sabido calcular el monto total de tanta desgracia y que nos ha hecho a los dos perder tanto, tanto dinero.

   Entenderá ahora mejor que odie tanto los meses de mayo y junio. No por la primavera en sí, que yo soy alérgico al matrimonio, pero no a las gramíneas, sino porque la gente joven, y algún incauto de más edad también, se empeña en casarse en cuanto los días se alargan un poquito y los brazos y las piernas se exponen al sol provocando el aumento de la libido y la pérdida del raciocinio en la cabeza más doctorada. Cuando me llegan a casa esos tarjetones en que las ufanas parejas comparten su ilusión conmigo y me invitan a ser testigo de su felicidad, con barra libre y música en directo, un festín de bárbaros y bailes agarrados donde siempre hay alguien conocido, alguien deseable y alguien aborrecible, lo que me dan ganas es de internarme en la selva del Amazonas y, subido a un árbol, desaparecer hasta que de la deslumbrante pareja no quede ya más que el acuerdo de separación, el reparto de bienes y el odio eterno hacia la otra parte.

   Claro que no todas esas aventuras de a dos terminan tan mal, aunque yo por experiencia directa o indirecta calculo que el noventa por ciento son un desastre, haya o no un divorcio final. Desde pequeños nos cuentan historias románticas, pegajosas como el algodón de azúcar, y crecemos pensando en que nos mereceremos un amor mayúsculo, de premio gordo, de esos que salen en las pantallas en plano medio y que tienen la guinda del beso, mientras nuestros padres se tiran la vajilla a la cabeza, se ignoran o se pelean con una ferocidad de perros rabiosos por no se sabe qué hueso. Y, pese a los modelos fallidos de padres, tíos, abuelos, vecinos, narradores escépticos y cineastas descreídos, nos sentimos el ombligo del universo, unos privilegiados a los que nada, ni siquiera la rutina, podrá tumbarles sus legítimas ansias de amor y gloria.

   Y ahora les tengo que dejar, que tengo una cita para conocer a una señora. En la aplicación dice que está pluridivorciada, como yo, y que a la busca de un caballero de los de antes, a los que les guste un flirteo largo, cenas a la luz de las velas y largos coloquios mirando el mar a la luz de la luna. También dice que solo con fines serios, lo que yo no acabo de entender del todo, porque tan serio es buscar casarse como no. Por si acaso, yo de todo lo anterior no voy a decir ni pío y, por si las moscas, ya tengo apalabrado un guayacán en Brasil por si tengo que salir huyendo y quedarme en el árbol hasta nuevo aviso. 

 


   

 

viernes, 6 de junio de 2025

Mundo toc

 

   Bien sabido es que cada cual tiene sus manías. Los seres humanos somos como somos, nos guste o no, y nacemos con muchos defectillos y generalmente nos morimos con ellos sin que haya cambiado casi nada, aunque alcancemos los cien años. Una vida larga solo significa, por tanto, que el fracaso ha sido mayor, que hemos tenido que convivir con nosotros mismos y nuestras extravagancias durante más tiempo de lo que hubiéramos deseado, así de lamentable es nuestra existencia, como saben muy bien los psicólogos y sus cuentas bancarias. Sin embargo, ¡qué materia sin fin para el cine y la novela este asunto de las rarezas de cada cual! No existiría la comedia si no se poblara de pobres tipos de los que nos podemos reír sin cortapisas porque son más tontos, más feos, más ridículos, más impresentables, que nosotros mismos. ¡Y qué superioridad moral nos da mirarlos desde arriba, verlos afanarse en absurdos problemas y situaciones hilarantes, creyéndonos falsamente que tales dislates no nos pasan nunca y que nadie se atreve, por tanto, a reírse de nosotros! En esto, como en todo, la risa va por barrios.

   No quiero resultarles incómodo. No pretendo que hagan una introspección, un análisis de su propia personalidad, persuadido de que tal actitud se volvería contra mí, un cuentista del que la mayoría pensaría con inquina lindezas tales como quién se habrá creído que es este mamarracho o por qué no se va a psicoanalizar a su querídisima madre… Hasta en clave de humor resulta difícil pensar en uno mismo, ese ser legendario para cada uno de nosotros que habita nuestra personalidad, la fagocita y nos estropea las relaciones con la pareja, los compañeros de trabajo y los conocidos, dejando a su paso un yermo en el que solo crece la hierba del rencor. Y, puesto que no voy a ponerles a ustedes en la diana y solo voy a recurrir a figuras culturales cuando la complejidad de la situación lo requiera, seré yo mismo quien ocupará el centro de este debate con mis miserias y mis contradicciones. Si les parece mal, pueden dejar de leer aquí mismo.

   No puedo negar, después de la primera frase, que yo tengo mis propias manías. Como esos personajes que tienen un toc y que aparecen sobre las tablas del teatro con sus peculiaridades de higiene, innumerables repeticiones, supersticiones, cálculos extravagantes y expresiones de ira inesperada, yo también padezco mi trastorno obsesivo compulsivo, que se manifiesta en numerosos rasgos que me convierten en un divertido objeto de miradas y críticas: me toco la nariz cada vez que un pensamiento perturbador me cruza por la mente, como si con ese gesto pudiera borrarlo, entrechoco rítmicamente mis dedos pulgares ante una emoción intensa y, sobre todo, no soporto, ni remotamente, sentirme sucio, por lo que una simple mancha en la ropa o en mi cuerpo me hace sentir la imperiosa necesidad de eliminarla inmediatamente. Es verdad que podría ser peor, como el caso de ese presentador de televisión que se tiene que duchar veinte veces al día, porque yo, al menos, no lo necesito si no existe realmente la mancha fatal.

   Esta obsesión por no mancharme ya la descubrí de niño. Y, por supuesto, también los demás, porque nada hay más evidente que lo cierto (excepto para los políticos, que han desarrollado sus propias manías y miopías) y no puedo negar que dicha observación me ha suscitado muchas críticas a lo largo de mi vida. Hoy mismo, por poner un ejemplo, he comprado un kilo de patatas y me las han vendido con una parte de tierra adicional incorporada; pues bien, me he aguantado como he podido hasta llegar a casa, en donde rápidamente he llenado un barreño y he puesto allí los tubérculos para que se libraran de toda impureza antes de proceder a guardarlos y a lavarme muy aplicadamente las manos para evitar que quedara rastro alguno de tierra en palmas, dedos y uñas.

   Hoy en día esta manía de la limpieza ya no me causa graves problemas, si bien procuro no tocar sin protección pomos de puertas, barras de transporte público, pulsadores de timbres, monedas e incluso las manos de otras personas, que me figuro continuamente llenas de todo tipo de virus y bacterias. Pero me acuerdo ahora de cuando de niño me llevaban mis padres al campo y me decían que cogiera una piedra y aplastara a los escarabajos de la patata: ¡qué divertido era buscar aquellos coleópteros de franjas negras y amarillas y dejarlos secos de un golpe certero! Recuerdo que me decían que eran muy malos y que se lo comían todo, y entonces yo, con todo cuidado para no mancharme, los odiaba más y los reventaba con rabia.

   No me negarán que lo anterior es bastante absurdo: hoy no soporto que las patatas tengan tierra cuando la realidad es que mis abuelos y mis padres eran campesinos y se pasaban sus vidas bregando con la naturaleza para ganarse el pan. A ninguno se le hubiera ocurrido ni remotamente preocuparse de si se manchaban durante el trabajo, como tampoco se les hubiera pasado por la imaginación no lavarse concienzudamente al volver a casa, porque limpios sí que eran.

   Soy uno de los miembros de esta sociedad que ha olvidado sus orígenes, que se ha integrado en la categoría de urbanitas que solo ven el campo desde las autovías, y que cree que los vegetales y las frutas vienen mejor si están limpios, partidos y pelados, listos para consumir y envueltos en un kilo de plástico.

   Estas son algunas de mis miserias y de mis contradicciones. Seguramente causen risa, sean un motivo para la superioridad moral de muchos. Pero también deberían producir pena, porque detrás de una manía lo que hay es una grave desadaptación al entorno y para sobrevivir en el mundo se necesita tener los pies anclados en el barro por muy sucio que esté: somos parte de la naturaleza y, cuanto más nos olvidamos de ella, peor nos va.