sábado, 5 de julio de 2025

Guayacán

 

   Odio los meses de mayo y junio. Los aborrezco con toda mi alma. La naturaleza los decora con flores multicolores y los más diversos alérgenos. Altera nuestras hormonas hasta convertirnos de nuevo en simios. Los monos vestidos de seda y las monas vestidas de organza no paran de estornudar, de sonarse la nariz, de sufrir el lagrimeo de unos ojos irritados, de rascarse la piel con fruición hasta descamarla. Y, pese a todos esos molestos síntomas, que a cualquier simio inteligente le llevaría a subirse a la acacia más alta y sestear hasta el fin de la temporada de calor, la inteligente humanidad se afana en una trabajosa vida social en la que lucirse y ser bien visible se convierte en la prioridad máxima, ya sea como comulgante, padrino, testigo, oficiante, acompañante, invitado, curioso o fotógrafo, que lo importante es celebrar que se está bien vivo en un mundo no apto para alérgicos ni blandos de mollera. Que luego vendrá el tío Paco con la rebaja ya lo damos todos por descontado, pero, como reza el dicho popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, al menos mientras nos dejen.

   Y todo lo anterior no lo digo con cinismo, no. No vayan a creer que encubro, como hacen la mayoría de los políticos que conozco, con afirmaciones incoherentes y sobradas mi verdadero pensamiento. Yo, pueden darme crédito, no trato de venderles nada, ni siquiera una imagen intachable, ni, aún menos, el perfil de líder que les llevará al desconcierto y al país a la deriva, pese a la indudable fotogenia y la grandísima, contrastadísima preparación para engatusarles con dos palabras simples, una mirada miope y una sonrisa paralizada en las comisuras por dos toquecitos de bótox quincenales. Claro que ustedes ya están acostumbrados a tantos cínicos, que van a dudar de mis palabras diga lo que diga, así que asumo que no tengo nada más que aportar a mi favor y lo dejo, fatalmente, a su criterio.

   Empezaré por una confesión. Como los actores y las actrices de Hollywood, como tantos millonarios americanos, me he casado cinco veces y me he divorciado otras tantas. Siempre convencido, eso sí, de que el verdadero amor es eterno y capaz de superar todas las adversidades, siempre confiando en su poder regenerador y en la felicidad que a uno le aporta mientras dura. Claro que he descubierto que esa supuesta eternidad en ocasiones no dura ni un mes y también que ciertas adversidades (algunas que huelen a kilómetros a cuerno quemado, otras que se esconden en los secretos de las cajas fuertes de las entidades bancarias) te degeneran hasta convertirte en un energúmeno reconcomido y triste. De todas esas experiencias, claro, me ha quedado un conocimiento que se traduce para mi desgracia en cinco procesos de divorcio que me han esquilmado la cartera y me obligan a pagar varias pensiones compensatorias, además de que por el camino he perdido varias casas, vehículos, un yate con toda su tripulación y algunos capitales que no había tenido la precaución de ocultar en paraísos fiscales, desobedeciendo en eso a mi asesor, que aún está tirándose de los pelos por no haber sabido calcular el monto total de tanta desgracia y que nos ha hecho a los dos perder tanto, tanto dinero.

   Entenderá ahora mejor que odie tanto los meses de mayo y junio. No por la primavera en sí, que yo soy alérgico al matrimonio, pero no a las gramíneas, sino porque la gente joven, y algún incauto de más edad también, se empeña en casarse en cuanto los días se alargan un poquito y los brazos y las piernas se exponen al sol provocando el aumento de la libido y la pérdida del raciocinio en la cabeza más doctorada. Cuando me llegan a casa esos tarjetones en que las ufanas parejas comparten su ilusión conmigo y me invitan a ser testigo de su felicidad, con barra libre y música en directo, un festín de bárbaros y bailes agarrados donde siempre hay alguien conocido, alguien deseable y alguien aborrecible, lo que me dan ganas es de internarme en la selva del Amazonas y, subido a un árbol, desaparecer hasta que de la deslumbrante pareja no quede ya más que el acuerdo de separación, el reparto de bienes y el odio eterno hacia la otra parte.

   Claro que no todas esas aventuras de a dos terminan tan mal, aunque yo por experiencia directa o indirecta calculo que el noventa por ciento son un desastre, haya o no un divorcio final. Desde pequeños nos cuentan historias románticas, pegajosas como el algodón de azúcar, y crecemos pensando en que nos mereceremos un amor mayúsculo, de premio gordo, de esos que salen en las pantallas en plano medio y que tienen la guinda del beso, mientras nuestros padres se tiran la vajilla a la cabeza, se ignoran o se pelean con una ferocidad de perros rabiosos por no se sabe qué hueso. Y, pese a los modelos fallidos de padres, tíos, abuelos, vecinos, narradores escépticos y cineastas descreídos, nos sentimos el ombligo del universo, unos privilegiados a los que nada, ni siquiera la rutina, podrá tumbarles sus legítimas ansias de amor y gloria.

   Y ahora les tengo que dejar, que tengo una cita para conocer a una señora. En la aplicación dice que está pluridivorciada, como yo, y que a la busca de un caballero de los de antes, a los que les guste un flirteo largo, cenas a la luz de las velas y largos coloquios mirando el mar a la luz de la luna. También dice que solo con fines serios, lo que yo no acabo de entender del todo, porque tan serio es buscar casarse como no. Por si acaso, yo de todo lo anterior no voy a decir ni pío y, por si las moscas, ya tengo apalabrado un guayacán en Brasil por si tengo que salir huyendo y quedarme en el árbol hasta nuevo aviso. 

 


   

 

viernes, 6 de junio de 2025

Mundo toc

 

   Bien sabido es que cada cual tiene sus manías. Los seres humanos somos como somos, nos guste o no, y nacemos con muchos defectillos y generalmente nos morimos con ellos sin que haya cambiado casi nada, aunque alcancemos los cien años. Una vida larga solo significa, por tanto, que el fracaso ha sido mayor, que hemos tenido que convivir con nosotros mismos y nuestras extravagancias durante más tiempo de lo que hubiéramos deseado, así de lamentable es nuestra existencia, como saben muy bien los psicólogos y sus cuentas bancarias. Sin embargo, ¡qué materia sin fin para el cine y la novela este asunto de las rarezas de cada cual! No existiría la comedia si no se poblara de pobres tipos de los que nos podemos reír sin cortapisas porque son más tontos, más feos, más ridículos, más impresentables, que nosotros mismos. ¡Y qué superioridad moral nos da mirarlos desde arriba, verlos afanarse en absurdos problemas y situaciones hilarantes, creyéndonos falsamente que tales dislates no nos pasan nunca y que nadie se atreve, por tanto, a reírse de nosotros! En esto, como en todo, la risa va por barrios.

   No quiero resultarles incómodo. No pretendo que hagan una introspección, un análisis de su propia personalidad, persuadido de que tal actitud se volvería contra mí, un cuentista del que la mayoría pensaría con inquina lindezas tales como quién se habrá creído que es este mamarracho o por qué no se va a psicoanalizar a su querídisima madre… Hasta en clave de humor resulta difícil pensar en uno mismo, ese ser legendario para cada uno de nosotros que habita nuestra personalidad, la fagocita y nos estropea las relaciones con la pareja, los compañeros de trabajo y los conocidos, dejando a su paso un yermo en el que solo crece la hierba del rencor. Y, puesto que no voy a ponerles a ustedes en la diana y solo voy a recurrir a figuras culturales cuando la complejidad de la situación lo requiera, seré yo mismo quien ocupará el centro de este debate con mis miserias y mis contradicciones. Si les parece mal, pueden dejar de leer aquí mismo.

   No puedo negar, después de la primera frase, que yo tengo mis propias manías. Como esos personajes que tienen un toc y que aparecen sobre las tablas del teatro con sus peculiaridades de higiene, innumerables repeticiones, supersticiones, cálculos extravagantes y expresiones de ira inesperada, yo también padezco mi trastorno obsesivo compulsivo, que se manifiesta en numerosos rasgos que me convierten en un divertido objeto de miradas y críticas: me toco la nariz cada vez que un pensamiento perturbador me cruza por la mente, como si con ese gesto pudiera borrarlo, entrechoco rítmicamente mis dedos pulgares ante una emoción intensa y, sobre todo, no soporto, ni remotamente, sentirme sucio, por lo que una simple mancha en la ropa o en mi cuerpo me hace sentir la imperiosa necesidad de eliminarla inmediatamente. Es verdad que podría ser peor, como el caso de ese presentador de televisión que se tiene que duchar veinte veces al día, porque yo, al menos, no lo necesito si no existe realmente la mancha fatal.

   Esta obsesión por no mancharme ya la descubrí de niño. Y, por supuesto, también los demás, porque nada hay más evidente que lo cierto (excepto para los políticos, que han desarrollado sus propias manías y miopías) y no puedo negar que dicha observación me ha suscitado muchas críticas a lo largo de mi vida. Hoy mismo, por poner un ejemplo, he comprado un kilo de patatas y me las han vendido con una parte de tierra adicional incorporada; pues bien, me he aguantado como he podido hasta llegar a casa, en donde rápidamente he llenado un barreño y he puesto allí los tubérculos para que se libraran de toda impureza antes de proceder a guardarlos y a lavarme muy aplicadamente las manos para evitar que quedara rastro alguno de tierra en palmas, dedos y uñas.

   Hoy en día esta manía de la limpieza ya no me causa graves problemas, si bien procuro no tocar sin protección pomos de puertas, barras de transporte público, pulsadores de timbres, monedas e incluso las manos de otras personas, que me figuro continuamente llenas de todo tipo de virus y bacterias. Pero me acuerdo ahora de cuando de niño me llevaban mis padres al campo y me decían que cogiera una piedra y aplastara a los escarabajos de la patata: ¡qué divertido era buscar aquellos coleópteros de franjas negras y amarillas y dejarlos secos de un golpe certero! Recuerdo que me decían que eran muy malos y que se lo comían todo, y entonces yo, con todo cuidado para no mancharme, los odiaba más y los reventaba con rabia.

   No me negarán que lo anterior es bastante absurdo: hoy no soporto que las patatas tengan tierra cuando la realidad es que mis abuelos y mis padres eran campesinos y se pasaban sus vidas bregando con la naturaleza para ganarse el pan. A ninguno se le hubiera ocurrido ni remotamente preocuparse de si se manchaban durante el trabajo, como tampoco se les hubiera pasado por la imaginación no lavarse concienzudamente al volver a casa, porque limpios sí que eran.

   Soy uno de los miembros de esta sociedad que ha olvidado sus orígenes, que se ha integrado en la categoría de urbanitas que solo ven el campo desde las autovías, y que cree que los vegetales y las frutas vienen mejor si están limpios, partidos y pelados, listos para consumir y envueltos en un kilo de plástico.

   Estas son algunas de mis miserias y de mis contradicciones. Seguramente causen risa, sean un motivo para la superioridad moral de muchos. Pero también deberían producir pena, porque detrás de una manía lo que hay es una grave desadaptación al entorno y para sobrevivir en el mundo se necesita tener los pies anclados en el barro por muy sucio que esté: somos parte de la naturaleza y, cuanto más nos olvidamos de ella, peor nos va.    


 

 

jueves, 8 de mayo de 2025

El éxito

 


Me miran, no diría que con mucho interés, ni con curiosidad, más bien como cuando uno tiene la obligación de atender a una explicación que no le atrae apenas y pone cara de falso asentimiento, tras la cual se ve que se está pensando en cualquier otra cosa: los planes para el fin de semana, la chica deseada, el look del viernes noche, cómo sacarles veinte euros a los padres, qué pizza pedir por Glovo al llegar a casa después del instituto… Los adolescentes son unos oyentes crueles entre sí y con los demás. No se molestan en disimular el aburrimiento y se estiran, bostezan, miran por la ventana o al techo, golpean rítmicamente los dedos contra la madera de la mesa como invocando al dios del tiempo para que la hora de tedio que tienen por delante se pase a la velocidad del rayo. Ni siquiera interactúan entre ellos; tienen asumido que la superación de estos tragos amargos les corresponde en exclusiva y que cada uno tiene que aguantar su vela mientras la cera arda.

   No sé por qué acepté este encarguito. Me debieron pillar en la hora tonta, porque de qué, si no, estaría yo aquí deseando tener las artes manuales de un malabarista y el verbo facundo de un monologuista para captar a esta audiencia de labios caídos y ojos amodorrados. Me aseguraron que era el sexto curso escolar en el que hacían estos encuentros con mayores del barrio para acercar a los alumnos de cuarto de ESO las experiencias vitales de sus vecinos y que los cinco anteriores habían sido un éxito: por las aulas han pasado bomberos, profesores, viajantes, médicos, delineantes, policías, economistas, camioneros… y es una de las actividades mejor valoradas en la memoria anual por los profesores, los alumnos, la asociación de padres y hasta por el ayuntamiento.

   ¿Pues cómo serán las demás?, me preguntaba, imaginándome la tortura de los profesionales que tuvieran que hacer saltar en tales mentes la chispa del conocimiento y de la curiosidad. Mi primera decepción fue constatar que no sabían nada de los sesenta en España, de su régimen político, ni de su cultura, como si no tuvieran abuelos que les hubieran contado las batallitas de su juventud, cuando todavía había servicio militar obligatorio para los hombres y servicio social para las mujeres solteras. La segunda, y la más grave, fue que ni uno solo se acercaba remotamente a la definición correcta de conceptos sociales y políticos básicos, como constitución, libertad de expresión, sindicalismo, amnistía o democracia. Además, para más inri, afirmaron con toda rotundidad que no les interesaba la política y que bastante tenían con aguantar en sus casas a sus padres dándoles la barrila con acontecimientos diarios que nunca iban a ningún lado y que a ellos no les afectaban en nada. Lo único que demostraron saber bien fue la noción de huelga, porque, aparte de las implicaciones sociales y económicas que pudiera tener y que a ellos ni les iban ni les venían, les permitía quedarse felizmente en la cama viendo la tele, jugando con la consola o chateando desde el móvil.

   Traté, pues, de contarles con palabras sencillas, como si hablara con niños de seis o siete años, en qué consistía la tarea de un sindicalista. Que no era un trabajo propiamente, sino una dedicación aparte del puesto de trabajo habitual, para buscar mediante el diálogo con los representantes de la empresa las mejores condiciones para los trabajadores. Que era algo transitorio. Que, incluso antes de la llegada de la democracia de los años setenta y aunque no fuera algo legal, éramos elegidos por los compañeros para defender sus intereses y resolver los conflictos. Que habíamos conseguido muchos logros, como más días libres, menos horas de trabajo semanal, más vacaciones, sueldos más altos y derechos sociales y económicos en caso de enfermedad, baja laboral, paro o despido.

   —Pero, entonces —me dijo un pelirrojo con bastante contundencia—, eso sería necesario, porque no teníais dónde caeros muertos. Ahora, sin embargo, los sindicalistas no hacéis ninguna falta, que vivimos muy bien y no nos falta de nada. Y, si alguno no está contento con su vida, pues puede estudiar más, cambiar de trabajo, irse al extranjero…, que hay muchas oportunidades para los emprendedores y los que se esfuerzan de verdad. Que cada cual se resuelva sus problemas, ¿no es lo lógico?

   Me acordé en aquel momento de los personajes de “Historia de una escalera” de Buero Vallejo y les conté el argumento del drama, incidiendo sobre todo en las diferencias entre el individualismo de Fernando y el gregarismo de Urbano, y cómo ambos fracasaban al final de su vida porque no habían sabido implicarse con los demás y no habían trabajado por el bien común. El argumento del drama fue lo único que pareció interesarles de todo cuanto había dicho, porque empezaron un debate espontáneo en el que unos se reían de labrarse un futuro mediante el trabajo, habiendo maneras más rápidas de llegar al éxito, como el fútbol y las redes sociales, y otros se cachondeaban de los primeros porque, les decían, acabarían siendo cajeros de supermercados, mensajeros o riders. Alguno que iba por libre decía que a él le tocaría la lotería y otra, que daría un braguetazo y se casaría con un multimillonario.

   Aquello era un caos de risas y ataques personales de unos contra los otros de tal magnitud, que quise poner orden, ya que no lo hacía la profesora del grupo, sentada al fondo del aula y con la mirada perdida en qué sé yo qué paraíso. Pero el pelirrojo tomó la palabra para espetarme sin contemplaciones y terminar mi participación en un proyecto tan exitoso:

   —Y tú también has fracasado, que lo sepas. Porque, si no, serías rico y estarías pasando el invierno en el Caribe o en las Maldivas, y no matando el rato en este instituto al que no quieren venir ni los maestros…   

 

miércoles, 2 de abril de 2025

El nieto

 

   Uno tiene una edad, y sus nietos también, así que ya asume que solo los verá cuando necesiten algo. De lo contrario se pasarán meses entre celebraciones familiares sin que uno sea testigo de cómo les va saliendo el vello facial o llenan su cuerpo de tatuajes hasta parecer un cuadro étnico. Por eso, cuando mi nieto me pidió, por favor, por favor, que le ayudara con un trabajo de investigación para su grado, para lo que le urgía grabar un audio con mis respuestas a un cuestionario, yo le puse como condición, indispensable, que tendría que volver a informarme de los resultados, investigatorios y académicos, de sus averiguaciones. No tengo yo muchas oportunidades de que me acompañe una tarde cualquiera y me entretenga un rato así porque sí.

   Se me había casi olvidado aquella encuesta y hasta el trabajo cuando un día me envió un whatsapp para quedar conmigo. Que tenía que informarme al respecto. Que había ido todo estupendamente y que podía dedicarme un par de horas un viernes antes de irse al tardeo con sus amigos. Y así fue como quedamos en una cafetería para tomarnos también un chocolate con churros como cuando ambos teníamos dieciséis años menos y mucha, mucha más complicidad.

   —Mira, abuelo, me han puesto un sobresaliente y ya tengo aprobada la asignatura. Y te tengo que contar las conclusiones, que seguro que te interesan —me dijo con un entusiasmo que solamente le apreciaba en los últimos años cuando jugaba a la play o se enfrascaba en el teléfono móvil, ignorando por activa y por pasiva las sobremesas familiares.

   Después de realizar varias encuestas y consultar manuales, estadísticas y datos de internet, había concluido que los actuales hombres y mujeres de la tercera edad, esos que pasan de los sesenta años y que antes se consideraban viejos, reviejos y ultracaducos, podíamos ser todos incluidos, todos, en cuatro grupos principales que, después, también se podían subdividir en otros grupúsculos. Y me retó a saber a cuál creía yo que pertenecía por derecho propio, como si no tuviera yo más mili que un cetme.

   Al primero de los grupos lo había denominado “pringados”, porque, según él, hace falta ser tonto de moco para, después de haber pasado toda la vida trabajando como una mula y pagando impuestos como un borrico, llegada la jubilación la tengas que emplear en estar al servicio, agenda en mano, de las necesidades de los hijos, que lo mismo te encasquetan al niño durante su horario laboral, que te mandan con el carrito al paseo matutino o al parque con las fieras cuando ya han vuelto del cole. Y encima tienes que estar contento, porque con los dos progenitores trabajando y sin tiempo para nada, te toca darles la merienda, llevarlos al médico, supervisar los deberes y contagiarte de sus catarros, y es que la sociedad ya no se sujetaría sin los yayos.

   El segundo los había bautizado, de manera irónica, como “pluriempleados”, porque se pasan el día de actividad en actividad como las abejas recolectando polen de pistilo en pistilo, si bien para no producir miel ninguna. Cursos de todo tipo (macramé, yoga, ajedrez, inglés, pintura, relajación, taichi, poesía neoclásica, flores de Bach…) y actividades grupales de toda condición (teatro, exposiciones, marchas por la sierra, corales de aficionados, recitales poéticos, figuración en películas, danzas regionales, público de televisión…) les hacen pasar el día entretenidos, a menudo incluso estresados, porque no tienen tiempo ni para descansar los domingos. Su frase favorita es esa que repiten de que no saben cómo antes, trabajando, tenían tiempo para todo, porque ahora las horas se pasan volando y no pueden ni saludar a los vecinos en la escalera.

   Como “neoturistas” había designado al tercero de los grupos de ancianetes. Éstos, dependiendo de su nivel económico y del horror a la hostilidad del entorno, huyendo de hijos egoístas y de climatologías adversas, se han especializado en pasar largas temporadas perdidos por el mundo, lo mismo en Benidorm, que en los viajes del Imserso, donde dedican el tiempo a ir y venir por la playa, tomando cañas en los chiringuitos y saludándose sin hablar con extranjeros de pieles blancuzcas y cuatro pelos rubios. Por la noche, además de cenar, se reúnen a bailar como peonzas en las chochodiscos y allí se mueven al ritmo del pasodoble y de las canciones de Karina.

   El último de los grupos lo constituyen los “vigilantes”, un grupo muy heterogéneo de observadores cuyo aliciente es supervisar cómo viven los demás, ya sea sentados frente a la televisión, oyendo la radio desde una mecedora, observando a sus convecinos desde los bancos más estratégicos o charlando con los iguales apoyados en las vallas protectoras de las obras públicas. Seguros de haber contribuido con su vida a la mejora de la de los demás, ahora solo esperan que los dejen en paz hasta el último día y, si es posible, sin regímenes, pastillas y visitas médicas, que nada hay más cansado que mover un dedo o levantar un pie sin necesidad.

   Cuando mi nieto terminó con el cuarto grupo, y antes de que se atreviera a empezar con las subdivisiones, que ya veía yo que habría mezclas de todo tipo y que por, ejemplo, un vigilante podía a veces ser también un pringado o un pluriempleado un neoturista frustrado, y, lo peor de todo, ante la perspectiva de que aquel mocoso osara clasificarme a mí como si fuera un ejemplar vulgar de una vulgar colección, le dije entre exclamaciones más que ponderativas que qué bonito su trabajo y qué útiles para la humanidad sus investigaciones. Dudo que me entendiera.

   —Mira, pago las consumiciones y nos vamos. Que hay fútbol en la tele y tengo que vigilar a los deportistas, no se le vayan a sublevar al árbitro… —y me marché sin mirar atrás, que a mis años el tiempo libre es mucho y a la vez es ya muy poco.