
Odio los
meses de mayo y junio. Los aborrezco con toda mi alma. La naturaleza los decora
con flores multicolores y los más diversos alérgenos. Altera nuestras hormonas
hasta convertirnos de nuevo en simios. Los monos vestidos de seda y las monas
vestidas de organza no paran de estornudar, de sonarse la nariz, de sufrir el
lagrimeo de unos ojos irritados, de rascarse la piel con fruición hasta
descamarla. Y, pese a todos esos molestos síntomas, que a cualquier simio
inteligente le llevaría a subirse a la acacia más alta y sestear hasta el fin
de la temporada de calor, la inteligente humanidad se afana en una trabajosa
vida social en la que lucirse y ser bien visible se convierte en la prioridad
máxima, ya sea como comulgante, padrino, testigo, oficiante, acompañante,
invitado, curioso o fotógrafo, que lo importante es celebrar que se está bien
vivo en un mundo no apto para alérgicos ni blandos de mollera. Que luego vendrá
el tío Paco con la rebaja ya lo damos todos por descontado, pero, como reza el
dicho popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, al menos mientras nos
dejen.
Y todo lo anterior no lo digo con cinismo,
no. No vayan a creer que encubro, como hacen la mayoría de los políticos que
conozco, con afirmaciones incoherentes y sobradas mi verdadero pensamiento. Yo,
pueden darme crédito, no trato de venderles nada, ni siquiera una imagen
intachable, ni, aún menos, el perfil de líder que les llevará al desconcierto y
al país a la deriva, pese a la indudable fotogenia y la grandísima, contrastadísima
preparación para engatusarles con dos palabras simples, una mirada miope y una
sonrisa paralizada en las comisuras por dos toquecitos de bótox quincenales.
Claro que ustedes ya están acostumbrados a tantos cínicos, que van a dudar de
mis palabras diga lo que diga, así que asumo que no tengo nada más que aportar
a mi favor y lo dejo, fatalmente, a su criterio.
Empezaré por una confesión. Como los actores
y las actrices de Hollywood, como tantos millonarios americanos, me he casado
cinco veces y me he divorciado otras tantas. Siempre convencido, eso sí, de que
el verdadero amor es eterno y capaz de superar todas las adversidades, siempre
confiando en su poder regenerador y en la felicidad que a uno le aporta
mientras dura. Claro que he descubierto que esa supuesta eternidad en ocasiones
no dura ni un mes y también que ciertas adversidades (algunas que huelen a kilómetros
a cuerno quemado, otras que se esconden en los secretos de las cajas fuertes de
las entidades bancarias) te degeneran hasta convertirte en un energúmeno reconcomido
y triste. De todas esas experiencias, claro, me ha quedado un conocimiento que
se traduce para mi desgracia en cinco procesos de divorcio que me han
esquilmado la cartera y me obligan a pagar varias pensiones compensatorias,
además de que por el camino he perdido varias casas, vehículos, un yate con
toda su tripulación y algunos capitales que no había tenido la precaución de
ocultar en paraísos fiscales, desobedeciendo en eso a mi asesor, que aún está
tirándose de los pelos por no haber sabido calcular el monto total de tanta
desgracia y que nos ha hecho a los dos perder tanto, tanto dinero.
Entenderá ahora mejor que odie tanto los
meses de mayo y junio. No por la primavera en sí, que yo soy alérgico al
matrimonio, pero no a las gramíneas, sino porque la gente joven, y algún
incauto de más edad también, se empeña en casarse en cuanto los días se alargan
un poquito y los brazos y las piernas se exponen al sol provocando el aumento
de la libido y la pérdida del raciocinio en la cabeza más doctorada. Cuando me
llegan a casa esos tarjetones en que las ufanas parejas comparten su ilusión
conmigo y me invitan a ser testigo de su felicidad, con barra libre y música en
directo, un festín de bárbaros y bailes agarrados donde siempre hay alguien
conocido, alguien deseable y alguien aborrecible, lo que me dan ganas es de
internarme en la selva del Amazonas y, subido a un árbol, desaparecer hasta que
de la deslumbrante pareja no quede ya más que el acuerdo de separación, el
reparto de bienes y el odio eterno hacia la otra parte.
Claro que no todas esas aventuras de a dos
terminan tan mal, aunque yo por experiencia directa o indirecta calculo que el
noventa por ciento son un desastre, haya o no un divorcio final. Desde pequeños
nos cuentan historias románticas, pegajosas como el algodón de azúcar, y
crecemos pensando en que nos mereceremos un amor mayúsculo, de premio gordo, de
esos que salen en las pantallas en plano medio y que tienen la guinda del beso,
mientras nuestros padres se tiran la vajilla a la cabeza, se ignoran o se pelean
con una ferocidad de perros rabiosos por no se sabe qué hueso. Y, pese a los
modelos fallidos de padres, tíos, abuelos, vecinos, narradores escépticos y
cineastas descreídos, nos sentimos el ombligo del universo, unos privilegiados
a los que nada, ni siquiera la rutina, podrá tumbarles sus legítimas ansias de
amor y gloria.
Y ahora les tengo que dejar, que tengo una
cita para conocer a una señora. En la aplicación dice que está pluridivorciada,
como yo, y que a la busca de un caballero de los de antes, a los que les guste
un flirteo largo, cenas a la luz de las velas y largos coloquios mirando el mar
a la luz de la luna. También dice que solo con fines serios, lo que yo no acabo
de entender del todo, porque tan serio es buscar casarse como no. Por si acaso,
yo de todo lo anterior no voy a decir ni pío y, por si las moscas, ya tengo
apalabrado un guayacán en Brasil por si tengo que salir huyendo y quedarme en
el árbol hasta nuevo aviso.