viernes, 27 de diciembre de 2024

Al tablero

 

 

   Después de tantas veces puesta la vida por mi ley al tablero, me parece que ya tengo la potestad, y si no me la puedo tomar libremente, de aventurar una interpretación de las interrelaciones entre las normas del orden y la anarquía del caos, que es en el fondo una explicación del cosmos. ¿Para qué existimos si no es para la consciencia? ¿Qué sentido tendría la aventura vital si no estuviera al final el conocimiento o, al menos, un sucedáneo? Como todos ustedes saben el tablero, que es terreno de juego o campo de batalla, está conformado por sesenta y cuatro escaques, la mitad blancos y la otra mitad negros que se alternan geométricamente formando un dibujo que se ha dado en llamar ajedrezado. Sobre él se enfrentan dos ejércitos, dos enemigos irreconciliables, formados cada uno desde tiempo inmemorial por dieciséis figuras, las mismas para cada bando, que difieren solamente en su color y cuyo valor y calidad dependen no solo de sus cualidades sino también de su posición durante la batalla.
   De niño me gustaba la leyenda hindú que hablaba de aquel ingenuo rey que se comprometió a entregar a un astuto matemático un grano de arroz, en progresión geométrica, por cada uno de los escaques del tablero, sin sospechar que la cifra, astronómica, no podría ser satisfecha con todas las riquezas de su reino. Me gustaba porque establecía una relación y una distancia entre el juego y la realidad: si en el primero las combinaciones, una vez tenidas en cuenta las distintas piezas, podían ser infinitas, la segunda a su vez, desconociendo las manos que nos manejan, tampoco tendrían principio ni fin. Un juego dentro de otro, tal vez dentro de otros que se ramificarían en un sinfín de partidas en las que todos somos piezas y jugadores y cuyas reglas tratamos de entender mientras damos pasos adelante o al lado, miramos los movimientos de los otros, nos comen o somos comidos o promocionamos en octava en una metamorfosis cuyo objeto apenas intuimos.
   Tras las consideraciones anteriores, poco importa si las piezas son de madera o de marfil, de plástico o de jade de tres colores, porque no afectan a la inmanencia del juego. Tampoco procede la valoración que desprecia a la contienda con el argumento de que es imposible que exista una guerra entre dos adversarios que concuerdan en las reglas al ciento por ciento, aduciendo para ello que no existiría razón para el enfrentamiento entre ambos; lo cierto es que la confrontación no se da en el propio tablero, sino fuera de él, en un espacio y un tiempo que también son variables por las leyes de la física que los rigen.
   Asumo, pues, que soy un jugador y soy una pieza. Como tú, como todos, nos guste o no. Como pieza no ocupo la posición que me gustaría, sino la que se me ha asignado desde un principio sin preguntarme por mis gustos o mis deseos, y me desenvuelvo dentro de unos límites marcados por la geometría y la estrategia, fuerzas que trato de comprender y dominar, aunque rara vez me sienta dueño de mi destino, seguramente porque nunca lo soy. Como jugador, tengo una personalidad mucho más definida e incluso he podido desarrollar tácticas, teorías y tratados con el objetivo de salir ganador de la competición, al igual que mis adversarios, aunque siempre estemos todos sometidos a las reglas, que son inalterables, una suerte de tiranía feroz que nos devora y, por tanto, también nos cosifica.
   En esa dualidad entre la libertad y la esclavitud, una especie de determinismo enfrentado al libre albedrío clásico, quedan resquicios para la rebeldía: se pueden cometer voluntariamente errores de bulto y entregar la partida en apenas cuatro movimientos, o lanzar un ataque irreflexivo hasta dejar arrasadas las fuerzas propias sin apenas compensaciones o, incluso, dejar de mover las piezas hasta perder por agotamiento del tiempo concedido para el lance; ninguno de ellos, sin embargo, reporta beneficio, pues enseguida empieza otra batalla y se parte a ella con el lastre del fracaso, la ignorancia y la indolencia. Ya dije hace un rato que existimos para la consciencia y que es el conocimiento lo que nos hace un poco menos esclavos, así que el desprecio y la negligencia no son cualidades aptas para el juego.
   Yo creo que ahora soy un jugador más lúcido. Tuve, claro está, mis errores de juventud por mero desconocimiento de las reglas y de sus implicaciones. Recuerdo que fue muy poco lo que me enseñaron de niño, apenas unas cuantas normas, y yo me lancé a la aventura con un juego despreocupado y agresivo; muchas fueron las veces en que sucumbí ante un rival más experto y calculador, muchas las ocasiones en que tuve que reflexionar, revisar mis errores y modificar la estrategia, hasta combinar el espíritu audaz con un desarrollo de las piezas más armónico, incluso en ocasiones defensivo, adoptando técnicas que me han permitido sobrevivir hasta hoy y aprender todo cuanto me ha sido posible.
   Aún así duermo mal. Mis sueños están llenos de preocupaciones. También lo están mis horas de vigilia. Me imagino que las reglas no son firmes, que pueden ser cambiadas sin previo aviso por la mano del jugador en un ataque de rebeldía, legítimo pero atroz, y que de repente el tablero pasa a tener cuatro colores, se modifica el valor de las piezas, éstas se distribuyen en un orden aleatorio según un sorteo inicial o se transforman en banqueros, mercenarios, piratas y políticos que se adueñan del terreno con movimientos disparatados y terroríficos. En esos casos todo cuanto he aprendido no tendría sentido alguno, excepto el de la prevalencia del caos sobre el orden. Por si fuera cierta la segunda ley de la termodinámica y éste fuera un sistema aislado que tiende a desordenarse, queden aquí escritas mis conjeturas hasta que el mundo se descomponga y nadie pueda interpretar estas palabras que ahora, todavía, guardan algún sentido.
 

jueves, 28 de noviembre de 2024

El condenado

 

   Llevo toda la vida en el corredor de la muerte. Da igual si soy culpable o inocente, porque lo cierto es que nada ni nadie me va a sacar de este laberinto que está compuesto de un solo pasillo y varios cubículos a los lados. Las reglas son pocas y, sorprendentemente, claras: se nos prohíbe mirar hacia atrás con el argumento de que nada existe a nuestra espalda y se nos conmina a caminar siempre hacia adelante con la promesa de, tal vez, un milagro. Así pues, dependo de la memoria para contar mi historia real, como os sucede a todos vosotros, lo que me permite a mí, que no soy adicto a la verdad ni a la conciencia, variarla a voluntad cada vez que la reviso, buscando perspectivas un día más poéticas, otro más existencialistas y alguna vez, incluso, derrotistas, lo que me reporta comentarios negativos de iluminados, e iluminadas, que se permiten pontificar sobre lo humano y lo divino sin que nadie les haya preguntado nada.
   Naturalmente, yo respeto, porque no me queda más remedio, todas las opiniones. Quizá mi vida dependa en última instancia de no enemistarme con nadie, no en vano se dice que este pasillo está lleno de topos, espías dobles, asesinos y comisarios, además de los condenados comunes como yo, sin que sea posible diferenciarlos entre sí, de tan caótica y confusa como se quiere la virtualidad del presente. Incluso yo, que no dudo de mí mismo, podría ser un infiltrado, un traidor, un chamán…, y estar aquí para vengar más que para ser vengado. Juego con unas cartas marcadas que solo muestran su revés, así que ignoro finalmente si tengo o no una buena mano. El tiempo lo dirá y, entonces, serán otros los que escribirán mi obituario, o mi vituperio merecido, o mi loa más que inesperada, algo que en ningún caso yo conoceré y que ni remotamente me importa.
   Detenernos en el pasillo está terminantemente prohibido, como antes en los cines lo estaba comer pipas, chicles y similares, supongo que para que no lo pongamos todo perdido de churretones de Coca-Cola, palomitas de maíz y vómitos de regaliz negro, que la peña tiende a apalancarse en cuanto le das la mano y se toma el brazo como si no hubiera un gobierno. Cuando no deseas avanzar, que es casi siempre, porque al final está la silla eléctrica o la inyección letal con sus desagradables cantos de sirenas, la única opción que tienes para que no te arreen hacia adelante como a un borrego es colarte en uno de los cubículos laterales y hacerte un hueco, al fondo si es posible, para que no te echen cuando está demasiado lleno. Los cubículos son desiguales, no sujetos a norma y un tanto peculiares en su olor, que el jabón no es precisamente un artículo muy popular.
   De todos los cubículos anteriores el que recuerdo con más cariño y menos precisión es el de la niñez. Y el más nauseabundo de todos, con sus acosos y machirulos, sus incógnitas y logaritmos, es el de la adolescencia, cuando aún te crees que la sentencia de muerte no es real y que cualquier día despertarás del sueño pasajero para evitar definitivamente al eterno. Los subsiguientes son todos una verdadera mierda (perdón por la vulgaridad en este texto tan alegórico y de pretensiones elevadas) y no merecen apenas que los describa, porque están perlados por el sudor de la frente, el parto con dolor y la vivienda con hipoteca. En todos, para nuestra desgracia más que para nuestra fortuna, estamos acompañados por una caterva de condenados que a veces se hacen los simpáticos y otras los bestias: como además no se sabe si son también topos o comisarios, te abstienes de eliminarlos con el mango de una cuchara de palo o de inutilizarlos con un arpón de cazar ballenas, no sea que se acelere la consumación de la pena y te empujen pasillo arriba hasta cruzar la línea de salida. Pero ganas de hacerlo no te faltan, como muy bien sabéis también vosotros.
   Los tipos más raros son unos que se dedican a pensar todo el rato. En vez de hacer rayas en las paredes, como hago yo, o a agujerear el suelo buscando la intimidad de los cimientos, o de trepar al techo para ver qué hay más allá del ventanuco que nos separa del resto del mundo, los raros cavilan y cavilan, y luego van escribiendo unos cuadernos de letra ilegible donde, se dice, está contenido el sentido del pasillo, el orden de la mampostería astral y los destinos de todos y cada uno de nosotros. Hasta tratan de explicar las extrañas sombras que una vez en el solsticio de verano y otra en el de invierno se ven en el muro de enfrente y que todos observamos como si fuera una proyección cinematográfica de estreno, es decir, que nos encanta por curiosa, pero que olvidamos sin más a los cinco minutos.
   Me han sacado tantas veces de los cubículos a empujones y tantas otras me han hecho avanzar por el pasillo, también a empujones, que ya no me quedan por delante más que un par de cubículos, donde, según se dice, se asientan la nostalgia y el dolor de huesos, la fragilidad y la maledicencia. No obstante, antes de alcanzar ese nivel que bien podríamos llamar antesala de la muerte, o fase de negación última, o consuelo de los afligidos, o perdón de los pecados, o arrepentimiento del alma, o lavado de cerebro, o escepticismo definitivo, espiritualidad curiosa y hasta despedida del placer, adiós compungido y efímera iluminación, como condenado a la pena máxima, con justicia o sin ella, voy a seguir garabateando las paredes con miles y miles de rayas, para avisar a los incautos, porque, aunque no lo parezca, esto está lleno de comisarios, traidores y espías dobles. No abundan, sin embargo, los milagros.

sábado, 26 de octubre de 2024

El insumiso

 

   Desde que vivo en la ciudad de Los Ángeles, es decir, desde 2019, cinco añitos nada más, he asistido impertérrito al éxodo incesante de contemporáneos que se marchan por propia voluntad o que son obligados a dejar la Tierra para trabajar en las colonias exteriores. La mayoría, no obstante, se van contentos de abandonar un planeta tan sucio y contaminado, tan maloliente, que no se molestan ni en quitar el vaho a los cristales de los transbordadores para echar un último vistazo a esta roca de todos los demonios. Los que nos quedamos lo hacemos por dos razones principales: porque aquí hacemos falta para mantener el desorden social y administrativo o porque nuestras enfermedades y peligrosidad social desaconsejan invertir recursos en nosotros; ambos grupos anteriores, sin embargo, están interconectados por leyes genéticas y políticas. Me hubiera encantado haber visto, al menos por una sola vez, la bola azul girando en el espacio antes de perderme en la negritud de mi destino, pero no será posible.

   Son demasiadas las barbaridades a las que he asistido en mi larga vida, tantas, que no podría enumerarlas aunque quisiera. De aquella naturaleza exultante, luminosa, de mi infancia, que recuerdo ahora con nostalgia por su simplicidad, nos fueron expulsando poco a poco la tecnología, el consumismo y el individualismo, lacras sociales que al principio parecían deseables porque ofrecían un mundo más cómodo y que, al final, nos superaron con el agotamiento de los recursos naturales y con la aparición de la lluvia radioactiva y la contaminación masiva de bebidas y alimentos. Ahora ya no sirve de nada lamentarse: ni la inteligencia artificial, ni la tan escasa de los humanos, pueden hacer nada para revertir un proceso que, visto desde este presente, ha sido un negocio dirigido por necios y sustentado por idiotas.

   Debo reconocer que también a mí me entusiasmaron al principio algunos de aquellos adelantos técnicos, tan prodigiosos que parecían simplemente milagros: los primeros viajes espaciales, el desarrollo de la computación cuántica, la generación artificial de obras artísticas, la erradicación del trabajo y la conquista del ocio universal, la abolición del dinero…, anunciaban una nueva era para todos, si bien vinieron acompañados de consecuencias que no supimos prever, como la basura espacial, la obsolescencia del cerebro humano, el aburrimiento, la falta de ilusiones y el sinsentido de la existencia cotidiana. Yo me había prestado alegremente a participar activamente en varios experimentos a cambio de ciertos privilegios, pero, progresivamente, al principio solo unos pocos insatisfechos, y después toda la sociedad sin excepción, nos entregamos al ejercicio del escapismo en todas sus variantes, que incluían, desde la toma de drogas y medicamentos legales en dosis excesivas, hasta el suicidio. Fue una etapa feliz que terminó, cómo no, con la desaparición del veinte por ciento de la población y la erradicación, por falta de reposición, de los medicamentos y sustancias que nos habían liberado de la angustia vital.

   Pasado el síndrome de abstinencia colectivo y no sin secuelas, algunos comenzaron los planes para buscar un hogar más allá del sistema solar, mientras otros nos dejábamos llevar, sin rumbo, por un mundo sin objeto y sumido en una niebla permanente: aún se podía encontrar en el mercado negro algún licor de destilación artesanal, algún placer inédito, alguna sofisticación al alcance de quienes no tuvieran ningún escrúpulo en arriesgar su vida por un rato de plenitud total. Hubo quien murió por beber anticongelante de aviones, quien se voló la tapa de los sesos con un fusil tratando de hacer fuego, quien alcanzó un último y lastimero orgasmo enredado con el cable de una plancha. La aparición de un remedo de policía montada en coches voladores, un cuerpo de seguridad que nadie supo quién organizó pero que se dedicó concienzudamente a extraterrar a los habitantes del planeta aptos para desarrollar un trabajo en el espacio, cambió la situación definitivamente, aunque algunos nos negamos a participar y nos hicimos de algún modo insumisos.

   Me convertí en un individuo antisocial, lo peor que se puede ser, por secuestrar uno de aquellos coches voladores y estrellarlo, con sus dos ocupantes, contra un transbordador que estaba a punto de partir con más de quinientos trabajadores para las minas de Arterón. No esperaba sobrevivir, ni mucho menos, pero el coche estaba blindado con una fibra de última generación capaz de atravesar todo tipo de metal sin deformarse; curiosamente, el transbordador se desintegró en la bruma permanente sin que nadie del mismo pudiera sobrevivir. Me detuvieron inmediatamente, me aplicaron una ley sumarísima y, desde entonces, me pudro en este aislamiento absoluto, atado por una cadena a la pared de un bloque de apartamentos en el que no vive nadie y por el que ni siquiera transitan ratas ni cucarachas. Sin agua ni comida. Algunas veces se filtran por las grietas del techo algunas gotas de lluvia radioactiva y puedo mojar mis labios; otras, recibo la visita de algún funcionario enviado a certificar, inútilmente, mi muerte.

   Ignoro por qué no muero. Ignoro también si soy inmortal. Es tan poco lo que sé de mí que a menudo fantaseo con la posibilidad de que alguien me instalara alguna mejora cibernética que me permita sobrevivir incluso a un desastre planetario. Tal vez por eso superé también al atentado con el coche de marras. Y puede ser que esté siendo estudiado detenidamente por una caterva de científicos locos, de esos que andan investigando con la creación de un prototipo capaz de afrontar con éxito cualquier obstáculo. Si fuera así, tendrían en mí una baza excepcional para asegurar un futuro a la humanidad en el espacio exterior.

   Claro que eso sería si yo estuviera dispuesto a colaborar y no a ir a la contra. Y es tan divertido no seguir las reglas, estrellar sus coches, verlos tan desorientados, pisotear su prepotencia…, que dudo mucho que puedan sumarme a su causa. Son tan destructivos como yo, igual de crueles, pero ellos siguen teniendo miedo a la muerte y yo no.

 

viernes, 11 de octubre de 2024

Cromatóforo

 

   Tengo la desagradable sensación de que el inspector de policía encargado del asesinato de Margaret Murdock me vigila hoy con más persistencia. Es lo que suele ocurrir a los quince días del crimen: cuando no obtienen pistas y se sienten desconcertados, confían en que seamos los sospechosos los que demos un paso en falso.

   No se me oculta que por las circunstancias soy el principal candidato para el sabueso, así que aprovecho mi experiencia en indiferencia social para no pasar desapercibido. Desarrollo una actividad frenética, confiando en que su estado de acecho se estimule más por el estrés, y le obligo a conducir toda la mañana por una carretera secundaria para darle el gusto de ver cómo me baño en cueros en un lago recóndito. Seguro que pensaba que le llevaba de cabeza al paraje donde aparecería el cadáver y no que le iba a enseñar el culo literalmente.

   Por la tarde, tomo unos perritos calientes en el área de descanso de la autovía, compro unas maletas en unos almacenes y muestro ciertas señales de alarma, como si pensara en salir huyendo. Que se frote las manos, si es tan lerdo. La prioridad de un ser inteligente consiste en marcar, no solo el ritmo, sino también el pensamiento de los demás, para que, cuando crean que te van a dar alcance, tú ya estés de vuelta.

   Dudo si darle un telefonazo por la noche para preguntarle si se lo ha pasado bien, pero puede que le parezca ofensivo, claro. Opto por irme a dormir planificando el día de mañana. Desde que me jubilé y me quedé viudo, este carcamal no se sentía tan acompañado, tan divertido. Le haré morder los viejos huesos de mis canillas hasta que aparezca el asesino, si es que alguna vez lo logran pillar.

viernes, 27 de septiembre de 2024

La ludoteca

 

   Asumiendo que no queda nadie sobre la faz de la tierra que no sea el feliz poseedor de un teléfono móvil, la población del mundo actual se divide en dos grandes grupos: los que usan Tik Tok y los que, por motivos que no vienen al caso, pasan de esa comunidad global y seguramente lo van a seguir haciendo así caigan chuzos de punta. Entre los primeros, si es usted uno de ellos lo sabrá por experiencia propia, hay algunos que se pasan las horas muertas degustando vídeos caseros de gatos, fauna submarina, bolsos de marca, lucha libre, lugares imprescindibles a donde viajar con o sin pareja, consejos de salud sexual, decoración con flores o perretes (disculpen la palabra, pero es que ahora no usar un diminutivo te puede llevar a ser tildado de xenófobo, homófobo, aporófobo y otras lindezas) a los que sólo les falta hablar idiomas de lo listísimos que son, oiga. De los segundos, me permitirán que les hable otro día en que tenga estómago para morder otros anzuelos y digerir otras redes menos picantes, porque intuyo que me voy a quedar más que indigesto con este festín de comida rápida made in China.

   Lo peor de las redes sociales, aparte de la publicidad masiva y poco eficiente, al menos en mi caso, que exhiben contra los usuarios que no estamos dispuestos a hacer más ricos a los grandes magnates que las explotan en régimen de monopolio super estatal, sin respetar derechos humanos, pagar impuestos ni abstenerse de influir políticamente (por ejemplo, son capaces de blanquear a cualquier loco de pelo naranja de tendencias agresivas y antisociales hasta tratar de hacerlo pasar por una dulce viejecita que te invitará con dulzura a una merienda antes de quitarte la casa y el coche), lo peor, digo, es esa cosa que llaman algoritmo y de la que yo, que ya me perdía en mi bachillerato con los senos, los cosenos y los logaritmos neperianos, no entiendo ni papa, ya sea frita, ya arrugada. El caso es que, a lo que parece, te espían con esas galletitas insípidas y poco recomendables y luego aprovechan para tratar de venderte algo de lo que suponen que a ti te interesa por tus navegaciones sin regreso, es decir, un camión de veintisiete toneladas, un apartamento en San José de Puerto Rico o una combinación de satén con transparencias y diamantes con una modelo que, por el precio, parece incluida en la oferta. Que digo yo que alguna relación habrá entre aquellos senos de entonces y esta lencería contemporánea y, tal vez, de haber estudiado entonces más matemáticas, o filosofía, ahora captaría el correlato como un sabio o todo un informático.

   La cuestión es, que me pierdo en meandros por el delta de las disquisiciones, que mi Tik Tok una mañana se llenó de bebés en todas sus variantes posibles de color, número y habilidades, seguramente por mor de ese algoritmo del que hablaba arriba. Me pareció gracioso; precisamente había estado viendo yo varias veces el día anterior cómo unos mocosos de unos ocho meses de dedicaban a poner caras raras la primera vez que les daban a probar un trozo de limón. Y me había gustado tanto, que acabé enviando el vídeo a algunos contactos del whatsapp, a los que estaba seguro les iba a divertir muchísimo aquel descubrimiento de la primera acidez, preludio de las muchas posteriores que todos tenemos que soportar después en la existencia. Bueno, pues fue ver aquello un día y al siguiente tener a mi disposición, como quien tiene coche y chofer oficiales, un catálogo de niños de toda estirpe y condición: recién nacidos reanimados de urgencia, gemelos en brazos de sus padres, trillizos explorando el mundo desde un ventanal, niños pusilánimes que se asustaban de un cactus imitativo, bebés interactuando con perretes (véase supra), padres y madres desesperados ante la actividad artística de sus vástagos en muebles y paredes o, para poner fin a este dislate, las jornadas agotadoras de una madre con cuatrillizos desde primera hora de la mañana hasta la última de la noche a ritmo de película de Buster Keaton. Que parecía que estaba yo escribiendo una monografía sobre puericultura en el siglo XXI y no explorando una idea porque la tarde anterior me encontré de repente con que no tenía nada que hacer y simplemente tecleé la palabra bebé para entretenerme. Desde entonces no me he podido zafar del algoritmo, del que opino que es más terco que un aragonés y más omnipresente que las deudas bancarias.

   No obstante, como todo no va a ser negativo, hay algo que le tengo que agradecer a esta red china y es el enorme impulso, la fe, la confianza que ha conseguido implantar en mí ante el futuro de la humanidad, convencido como estaba de que nos íbamos directos y sin solución a la extinción más absoluta. Resulta que el mundo está lleno, hasta los bordes del vaso, de una generación de recién nacidos que vienen con el mando a distancia y el teléfono no ya bajo el brazo, sino implantado en su corteza cerebral de tal modo, que parece que la tecnología no es sino una pieza más de su constitución corporal y espiritual, que aprenden antes a encender o a apagar un dispositivo que a decir papá o mamá. Acostumbrado como estaba a que en este pueblo de la Castilla profunda no hubiera niños desde 1998 y a ir descontando vecinos de los treinta que llegamos a ser, saber que en el mundo hay tanto niño, verlos reír, llorar, caerse y llenarse de moratones, me llena de esperanza y me digo a mí mismo que, al final, puede que aún nuestra vida haya tenido algún sentido: cuando nosotros nos apaguemos, ellos seguirán encendidos, digo yo que al menos hasta que los artilugios se queden sin batería.