
Cuando yo era niño no sentía demasiado
interés por los asuntos de los mayores, lo digo con total indiferencia. Ellos
vivían en un mundo ajeno al mío. Los veía desde abajo y apenas me fijaba en lo
que decían, concentrado como estaba en sus ropas oscuras, sus miradas inquisidoras
y su falta de interés por mí; por supuesto, yo no hablaba, que bien aprendida
tenía la consigna de que fuera de casa lo conveniente era cerrar la boca y
estarse quieto. Cuando quería que dijese algo, mi madre me daba un golpecito en
la espalda y me animaba a contestar a preguntas relacionadas con el colegio o los
recuerdos que tenía o no del vejestorio de turno. A veces, con suerte, acertaba
con la respuesta y me daban caramelos o una moneda de cinco pesetas, y acto
seguido me dejaban volver a mis cavilaciones, esperando el momento feliz de
soltar aquel lastre de los encuentros callejeros fortuitos, que tan a menudo se
producían y tan aburridos resultaban siempre. Yo los temía porque parecía que la
disposición para la conversación de los adultos era una lacra generalizada e
impedía hacer lo más banal de manera certera y eficiente. Tenía la sensación de
que les gustaba perder el tiempo y hacérmelo perder a mí.
Creo que nunca fui un niño normal, si tal cosa existe. Lo digo porque la
mayoría de las personas que conozco cuentan que las tardes de su infancia, las
vacaciones de verano y el periodo que iba de Reyes a Navidad se les hacían
eternas, interminables. Y luego remachan el comentario con la consabida
velocidad que alcanzan los años en la madurez y en la vejez, que todos
coinciden en lo breve que es la vida y lo deprisa que se pasa el arroz y te
cubres de arrugas; de nada sirve invocar a sus dioses del Photoshop y del Botox,
pues hasta en eso la gravedad y el envejecimiento celular le ganan la partida
al más pintado. A mí, sin embargo, el tiempo siempre me pareció un amigo fugaz
y por eso odiaba que me lo hicieran perder los adultos en la rúa publica cuando
ya tendría que haberme comprado los zapatos o puesto la inyección el médico.
Tan atareado estaba y tan poco provecho les sacaba a mis obligaciones diarias,
que muchas veces no hacía nada sólo por no estresarme pensando en todo lo que
dejaba sin resolver. Fue por entonces que mi padre, que ya daba muestras de
conocerme bien, pronunció la agorera frase de que su hijo no iba a tener tiempo
ni para morirse.
Mi rareza de niño dejó de serlo
en cuanto los demás crecieron. Hay una edad, que generalmente suele ser la
adolescencia, en que todos los seres humanos nos convertimos en unos
extraterrestres de lo más sorprendente: no solo somos raros por nosotros mismos,
sino que además nos gusta juntarnos con otros especímenes similares. Antes la
diversidad era manifiesta y recibía nombres muy variados, pero ahora, prácticos
que nos hemos vuelto, con la palabra frikis los englobamos a todos y no se
escapa ni uno. Rodeado de aspirantes al éxito pese a su acné, la extrema
delgadez o su contraria, y la falta de curiosidad por la verdadera dimensión de
la realidad, recuerdo esa época como un ciclo efímero en el que florecen en la necedad
el amor, la bondad y la geometría de los cuerpos gloriosos. Luego, ya no.
Como yo, todos mis contemporáneos tuvieron la desdicha de crecer,
algunos más y otros menos, y poco a poco se pusieron al nivel de los ojos de las
personas que, de niños, veíamos desde las distancias del suelo como aves
picudas y desdeñosas. Las obligaciones, los valores, las órdenes más o menos
tácitas, nos convirtieron en seres parecidos, similares los unos a los otros,
excepto los casos que se salían a toda velocidad por la tangente y que no
merecían más que reproches y responsos. Daba lo mismo si vivías a toda
velocidad para hacer un bonito cadáver o si te lo tomabas con calma para acartonarte
el día de mañana en un sofá con vistas a un televisor coronado por una flamenca,
porque la existencia en cualquier caso iba a ser breve y decepcionante, como hubiéramos
sabido de haber dedicado la adolescencia a leer filosofía y no a bailar hasta
el amanecer practicando posturas con o sin precauciones.
Ahora que los más iluminados nos cuentan en los foros de whatsapp que no
existen ni el presente ni el futuro, me pregunto para qué nos ha servido este
viaje, al menos a la mayoría: en mi caso para poco, lo digo con total
indiferencia. No cuenten conmigo para hacer macramé, clubes de lectura, senderismo
por la sierra, pan casero o esculturas con corcho de alcornoque. Tumbado en el
suelo, los miro y me digo que ni les intereso ni me interesan. No me hagan
perder el tiempo. Ignórenme. Total, para lo que vamos a durar…