
El local es antiguo y está un tanto destartalado, por eso se ha puesto
de moda entre los jóvenes que deliran que antiguamente fue almacén de
vinateros o casa de verdugo; a mí me parece un lugar lóbrego y cutre,
como recién sacado de una pesadilla de los ochenta: solo le falta una
banda de pop al fondo y cientos de adolescentes escupiendo a la cantante
con saña. No sé dónde piso, ni qué, pero tampoco me paro en eso. Pido
un Martini doble con aceituna, que sirve tanto para un roto como para un
descosido, vamos, que ni emborracha ni te convierte al instante en un
panoli, y me concentro en recordar qué hago en un bar de las afueras,
con una copa en la mano y tratando de encontrar un tema en común con la
joven que me ha invitado a traspasar los umbrales de su templo sagrado.
Cedo la originalidad a los guiones del cine y ataco de frente y con la
guardia muy pero que muy alta:
-Así que tú vienes mucho por aquí, ¿eh? Te debe de gustar mucho este
rollo de la vieja movida para pasar aquí con tus amigos y tu novio las
horas muertas, ¿no crees?
La chica, porque sea muy guapa y hasta sexy, no tiene por qué ser
también ingenua e inexperta, y me mira atentamente sobre sus piernas de
largo infarto, como quien no sabe si perdonarme la vida o dispararme
directamente al corazón, prediciendo ya dónde caerá la sangre y qué
forma adoptará sobre el suelo:
-Sí, mucho, es fácil encontrarme por aquí. Siempre me ha gustado la
pátina que deja el tiempo en las cosas antiguas (me mira con lujuria),
el brillo de los ojos achispados de alcohol de mis amigos (me observa
esgrimiendo una gran sonrisa) y la felicidad que tiene mi novio cuando
entra por la puerta y comprueba que, como esperaba desde el primer
estremecimiento de la carne, estoy sentada en mi banqueta, apurando mi
copa y abierta al mundo (me atrapa como a un insecto y me traspasa con
un alfiler, mientras yo le sonrío atónito y celoso).
Es ese el preciso instante en el que decido que ni yo soy demasiado
viejo para ella, ni ella es demasiado joven para mí. Que esta ya sabe
con quién se está jugando los cuartos. Que no está bien que yo parezca
una marioneta en sus manos por aquello del qué dirán y que ya pasó el
tiempo de que me chupe solo el dedo. Ya sé que no es políticamente
correcto, que no está bien y que mañana me corroerá la culpa, pero eso
será mañana y yo ya seré otro, ajeno para siempre al Barrabás que ahora
me siento.
Si el planeta está lleno hasta los bordes de políticos corruptos,
jueces prevaricadores, curas hipócritas, banqueros usureros, pacifistas
violentos y policías comprados, qué más dará, me digo a mí mismo
paladeando el Martini, que un pobre diablo como yo, a mis cuarenta
recién cumplidos, casado y con hijos, felizmente asentado en mi vida
laboral y social, solidario y deportista, bien considerado y con carrera
por delante, eche una canita al aire; a quién le va a importar si al
fin y al cabo lo que suceda no va a salir de aquí, de estas cuatro
paredes que ni siquiera son de este siglo. Así que, habiendo decidido
quién será la víctima y quién el inocente, me lanzo a fondo contra la
ética y la educación en valores que tanto propugno de ocho a tres:
-A mí me harías muy feliz también si supieras apreciar la experiencia
de mis manos, la suavidad de mis labios, el roce sublime de mi piel en
tu piel. Y te recompensaría, claro, muy bien; te daría lo que me
pidieras, con tal de que nadie más lo supiera nunca jamás.
-Eso está hecho, profe. Una matrícula de honor a final de curso en
Derecho Civil III me vendrá de maravilla, que están muy caras las tasas
de matrícula universitaria y necesito recortar gastos sí o sí.
Me sale un poco caro el negocio, pero qué importa después de todo.
Siendo la tercera matrícula que doy así este curso, aún me quedan dos
más por adjudicar.