
El otro día iba yo al médico y tuve que coger un autobús para no llegar
tarde a la cita, que, si no, prefiero con mucho ir tranquilamente andando, que
quien mueve las piernas, como decía el anuncio, mueve el corazón. El caso es
que no hago más que subir y me doy cuenta de que va atestado hasta los topes y
sin aire acondicionado. Todos sudando la gota gorda, que ya son ganas de sufrir
con lo bien que se está paseando por la calle. Una joven, de pelo rizado y
gafas de espejo, se levanta y muy amablemente me cede su sitio; dudo ante su
sonrisa, tan franca, tan feliz, pero ni yo me siento tan viejo como para no
poder tener un hijo todavía, ni he llegado hasta mi longeva y sana edad
aceptando que me traten como a un anciano. Que si voy al médico es para una
simple revisión, aún no me estoy muriendo. Gracias, le digo, pero mejor se
sienta usted, que estará cansada de trabajar y a mí me deja la tarea de
esforzarme para no anquilosarme antes de tiempo. Al fin y al cabo casi no tengo
otra cosa que hacer…
No me imaginaba yo que la verdad sería tan mal recibida. La joven, que
hasta entonces parecía un ángel bajado de las alturas, pierde su sonrisa,
aprieta los puños y me espeta un “lo que usted quiera, tío soberbio” antes de
volver a su asiento. Su acompañante, una joven de parecida edad y hasta
entonces absorta en su móvil, levanta la vista, me mira mal y me hace un corte
de mangas, que ríete de su título de la ESO. Dos señoras de mediana edad, se
compadecen de la primera y comienzan a criticarme abiertamente entre ellas, sin
que les importe que el resto del autobús y yo mismo las escuche perorar lo que
casi es una arenga militar:
-¿Has visto que falta de respeto? Se levanta la chica educadamente para
que se siente ese viejo, y le hace ese feo tan espantoso. ¡Qué se habrá creído
el mamarracho! Luego van diciendo por ahí que si los jóvenes no tienen
educación y que si en sus tiempos se respetaba a los mayores, pero los primeros
que no tienen vergüenza son estos carcamales engreídos.
Me empieza a hervir la sangre, no solo por el calor que hace en el
autobús de las narices, cuando la segunda le da una réplica digna de una actriz
de reparto:
-Sí, este es de los que se creen que tienen derecho a mirarte las piernas
con lujuria y decirte una obscenidad cuando le da la gana.
Todo el autobús me mira en ese momento con repugnancia, como si fuera un
delincuente pillado con las manos en la masa y al que la multitud tiene derecho
a linchar por el artículo treinta y tres, así de despiadadas son sus pupilas.
Hasta los que iban oyendo música electrónica a todo trapo con sus auriculares
se han enterado ya a estas alturas de mi carácter de enemigo público número uno.
Me parece tan absurdo que por un momento pienso si no querrán acabar conmigo
para ahorrarle mi pensión al gobierno de Rajoy, si no será que nos han
declarado a los jubilados sanos y con pensión especie altamente nociva para las
arcas del estado.
Llegados a este punto de tensión y con un malestar rabioso en las
tripas, que yo he trabajado desde bien niño y he cotizado como el que más para
tener derecho ahora a coger el autobús y ver a mi médico, decido plantarles cara
como dios me da a entender:
-Disculpen ustedes si les he molestado, nada
más lejos de mi intención. No he aceptado sentarme porque no me ha dado la
gana, que no me siento tan mayor ni estoy tan cansado como para tener que
aceptar su compasión. Al contrario, me encuentro tan bien de salud y tan
pletórico de fuerzas, que prefiero viajar de pie hasta mi parada, que ya es la
próxima. Pueden seguir ustedes con los pies encima de los asientos, la mirada
fija en sus móviles y moviendo los pulgares como monas de feria, o absortos en
su música hipnótica para descerebrados, que yo prometo no molestarles más con
mi presencia. Y, por cierto, no necesito ayuda ninguna para bajar.
Oigo ciertos gruñidos a mi espalda cuando doy un saltito y desciendo
airosamente hasta el suelo. Está visto que ni de mayor te dejan de apretar con
los estereotipos.