Fue en mis tiempos de
universidad, cuando la vida se medía casi exclusivamente por fechas marcadas en
el calendario para exámenes y fiestas en los colegios mayores del campus. Los
días, monótonos como hojas caídas en el otoño, tardes de apuntes y bibliotecas,
un cigarrillo compartido en las escaleras de piedra a las horas en punto, la
promesa de una cita con esa inquietud que genera el descubrimiento de otra
persona, con su respiración y sus ilusiones, de vez en cuando rotos por una
noche sin tiempo para los relojes, de locales nocturnos, bailes hasta el
amanecer, la ropa sudada oliendo al humo de los garitos pero la sonrisa ancha,
muy ancha. En ese tiempo que cuando vivimos no queremos creer que algún día
añoraremos, con sus luces y sus sombras, con su ardiente soledad y los amigos
que se guardarán para siempre en el corazón, incluso después de la muerte.
Tiempo de ideales que parecen colgar como cerezas de un árbol enorme,
tal vez inalcanzable, pero que se ve robusto y sólido. Cómo presentir, siquiera
en los peores momentos, que la carne puede ser madera que se astilla, esquirla
que se clava con saña en la yema del dedo o entre los intersticios de las
costillas, y te taladra, te señala, te marca para siempre con su cicatriz de
acero. Fue entonces, digo, cuando una mañana cualquiera, la lluvia cayendo a
borbotones contra el cristal de mi habitación y yo huyendo del frío entre las
mantas de mi piso de estudiante, leía un suplemento dominical con la devoción
de los entregados al conocimiento. Un reportaje, insólito en los años ochenta,
entrevistaba y fotografiaba a mujeres que habían sido operadas de cáncer de
mama y mostraba sus cicatrices a la par que incidía en que su belleza seguía
estando presente en ellas, incluso se atrevía a decir que aumentaba con su
superación y su valentía. ¡Qué lejos me quedaba aquel mundo a mí, que apenas si
visitaba una vez al año al médico y eso porque mi madre insistía en que la
acompañase a sus revisiones para anotar las dosis de sus medicamentos! Y, sin
embargo, qué hermosas me parecían aquellas mujeres: me decía que merecían ser
deseadas por ellas mismas, por su belleza, y que en absoluto se debían asociar
con la lástima o la conmiseración.
Y ahora, tantos años después que las hojas de los calendarios podrían
formar por sí mismas un otoño largo y seco, me veo recordando aquellos años con
las marcas de los dientes del tiempo sobre mi mismo cuerpo. Acabados los
estudios, empecé a trabajar en un bufete de abogados, viajé por medio mundo,
conocí a mi marido, tuve dos hijos y estoy a punto de ser abuela, y no puedo
decir que no he logrado lo que quería o que no he sido feliz. Incluso puedo
estar contenta porque el cáncer de mama no me sorprendió del todo debido a
desdichados antecedentes familiares y los médicos me felicitaron, se
felicitaron, por haberlo cogido a tiempo.
Pero pasados tres años de mi intervención y
aceptando que tengo buen aspecto general, y que todos me animan a pasar página
y seguir adelante, he tenido que aprender a dominar mi cabeza: libre mente, me
digo, y allá va ella, con sus propias cavilaciones, sus viejas cuentas,
haciendo balances, si se le deja. He recurrido a reputados psicólogos, a
técnicas milenarias, a terapias alternativas, y durante mucho tiempo no he sido
capaz de asumir que tengo un cuerpo nuevo, que ya no es el que era, y no me he
atrevido a mostrarlo, no ya a los míos, ni siquiera a mí misma. Era una
negación tan grande la que sentía, que a veces en sueños me veía tal como era
antes de la operación quirúrgica y entonces me decía que, si estaba soñando, yo
no quería despertarme jamás.
Muchas veces me he acordado de aquel reportaje y de todas aquellas
mujeres que se atrevieron a mostrar sus cicatrices para concienciar a una
sociedad que niega la muerte y la enfermedad de que existe algo más que cuerpos
perfectos de los que ensalza la publicidad. Contra esos tópicos de medidas
perfectas y organismos insultantemente sanos, he tenido que reeducar mi mente
hasta convencerla de que no solo en el fondo soy la misma de siempre, que no
hace falta bucear en mis profundidades para encontrarme todavía. Y así me he
mirado con orgullo en el espejo, he salido a la playa, he bailado hasta el
amanecer y he compartido mi risa con quien la ha sabido provocar. Tal vez no
sea perfecta, pero si para mí eso ya no es imprescindible, ¿por qué tendría que
importarle a nadie más?
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