Para muchas personas un viaje no deja de ser algo muy corriente: se
decide el destino, se compran los billetes, se planifican las visitas y en el
último día se cierran las maletas como quien no quiere la cosa. Existen,
incluso, los que en el momento de partir se preguntan a sí mismos que quién les
manda meterse en esos líos, con lo bien que se está en casa y lo barato que a
la postre sale comer de lo propio y ver la televisión en el salón. Y están
quienes, para más inri, tienen que viajar por motivos de trabajo y odian tanto
coger un avión como saltar por el mundo de hotel en hotel, malcomiendo y
durmiendo a matacaballo. Para muchos los viajes son un fastidio y añoran los
paseos vespertinos por las orillas del río de su tierra casi tanto como la propia
infancia.
Otros, sin embargo, nos pasamos la vida entre cuatro paredes, viendo el
cielo allá a lo lejos y cumpliendo de buena gana nuestras obligaciones, aunque
eso suponga que el mundo nos sea ajeno e inalcanzable. Amamos la vida, la
celebramos, pero siempre en un entorno reducido y físicamente estrecho que nos
hace crecer en espíritu pero nos encoge para la luz como si fuéramos calcetines
demasiado lavados y encerrados en el cajón de la ropa olvidada.
Por eso fue una bendición que en marzo pasado nos sorprendieran con la
noticia de un viaje, organizado sí, como de empresa, el primer viaje en treinta
años desde que llegué a esta casa para afincarme en ella. Y los elegidos, yo
estaba entre ellos, éramos tan solo doce, como los antiguos apóstoles, que
seríamos los representantes de los demás en nuestro periplo. No es de extrañar
los nervios, las inseguridades, las dudas, que tuvimos durante el mes anterior;
hubo noches en las que apenas pude dormir y, cuando lo hacía, mis sueños se
poblaban de viejas casas, familiares ya fallecidos y exóticas aventuras por
junglas amenazantes. De día me decía a mí mismo que los miedos son una
oportunidad para el conocimiento y trataba de imbuirme del espíritu bíblico que
nos recuerda que finalmente todo es vanidad.
El viaje fue estupendo. Salimos desde el aeropuerto de
Madrid y en dos horas ya estábamos en Italia. Roma nos encantó, con sus calles
estrechas, sus conductores vertiginosos y la historia latiendo en las piedras
milenarias… En los Estados Vaticanos nos recibió el Papa Francisco, nos animó a
perseverar en la fe, a profundizar en el mensaje de Jesucristo y a ser
esencialmente buenos; lo que más me gustó fue que no hubo necesidad de un
traductor para comprenderlo, así de importante es compartir la misma lengua,
pensé. Y luego todavía hubo tiempo para viajar a Florencia, pasear junto al
Arno y visitar con un guía la Galería de la Academia. El David de Miguel Ángel
me impresionó: tenía una tensión vital y una majestuosidad que apenas podía
retener. Creo que merece la pena vivir para disfrutar un día al menos de tanta
belleza.
La vuelta fue un regreso al mundo rutinario, no siempre exento de
fealdad. A los tres días del regreso, el padre prior nos convocó a su despacho
y nos riñó por la fotografía que nos habíamos hecho ante la estatua del David.
No sé quién fue el acusador, nuestro Judas particular, pero el prior nos conminó
a entregar todas las fotos que habíamos hecho en nuestro viaje y a rezar por
todos los pecados que hubiéramos cometido nosotros o nuestros acompañantes. Por
primera vez en mucho tiempo me pareció ridículo, pero la autoridad es así, en
ocasiones ciega y absurda. Castigado durante una semana en mi celda, decidí que
nunca renunciaría al recuerdo del viaje, a la foto con la estatua, ni a la
belleza que había podido percibir en ella y, sí, decidí rezar por los
pecadores, por todos aquellos que no saben valorar la alegría en la carita de
un niño, la imagen de Dios en la belleza de la adolescencia, la enérgica
templanza del adulto o la suave resignación del anciano, y recé, recé toda la
semana, por esa pobre gente, como el padre prior de mi congregación, que, pese
a sus años y su mucha sabiduría, todavía tiene la cabeza atormentada y comida
por la miseria de la culpa y el pecado. Que Dios se apiade de él.