Soy uno de esos pocos españoles que, cuando se sientan a ver la
televisión, ven documentales de todo tipo, aunque no sean los de la Dos.
Seguramente ya me habrán catalogado de aburrido: a algunos les parecerá mal que
pierda mi tiempo en ver estúpidos programas de costumbres animales,
descubrimientos científicos o análisis psicológicos del homo technologicus (me los imagino animándome a escribir una novela
histórica, entrenar la maratón de Nueva York o frecuentar bares para solteros
en busca de compañía, y, claro, me da la risa, cómo no); otros, por el
contrario, no podrán comprender por qué pierdo el tiempo en teorías
pretenciosas que no sirven ni para aliñar una lechuga y tratarán de convencerme
en la importancia del mero entretenimiento, como si la telebasura de “Sálvame”,
“First dates” o la de la tertulia sabatina de la Sexta le fuera como anillo al
dedo al homo imbecillitas del siglo
XXI. Admito que puedo ser denso, incluso poco común, pero desde luego no estoy
aquí para complacerles a ustedes, les guste o no.
En uno de esos documentales tuve mi iniciación a la física cuántica,
como otros tienen la suya en el sexo gracias a la pornografía de la sesión X
del Canal Plus o en la cocina aprovechando los memorables consejos de
“Masterchef Junior”. El caso es que, a nivel extremadamente minúsculo, el mundo
no es como lo vemos, ni mucho menos: cuanto más pequeñas son las micro
partículas, menos obedecen a las cuatro leyes generales de la física elemental.
Y para que lo entendamos los más profanos se nos cuenta la conocida historia
del gato encerrado en una caja con una cápsula de veneno fatal: según la teoría
cuántica, el gato está a la vez muerto y vivo, o lo que es lo mismo, maúlla
esperando a que lo saquen mientras yace muerto además en el fondo del
cartonaje. Entonces, solo al abrir la caja, descubriremos que el gato está vivo
o muerto, pero esa experiencia bien podría ser la contraria si mirásemos en otro
momento del espacio-tiempo. Una vez abierta la caja, ya no habrá vuelta atrás,
bien sea para la vida, bien para la muerte del triste felino.
No me creerán si les digo que, desde que tuve conocimiento de esta
realidad dual, mis creencias y mis esperanzas se han trastocado radicalmente,
como si se me hubiera aparecido el mismo dios y me hubiera tirado del caballo,
como a San Pablo. Me pasó la noche de claro en claro, dándole al cacumen, como
aquel viejo hidalgo al que le dio por leer novelas de caballerías y más tarde
por subirse a Rocinante para perseguir el mal en el mundo. Pero, estoy seguro,
aún no he perdido la cabeza del todo, aunque se me ocurran ideas de lo más
peregrino para aplicar al bien común la dualidad cuántica. Por ejemplo, en ese
mundo físicamente posible, existe la doble posibilidad: Donald Trump existe,
sí, pero a la vez no porque ya se ha tomado el veneno; Mariano Rajoy es
presidente, sí, pero a la vez ya ha perdido las elecciones porque los españoles
ya lo hemos puesto en el lugar que se merece, es decir, en la calle; el autobús
de la plataforma ultraconservadora y populista de Hazte Oír está a la vez en un
garaje precintado por el juez y en un desguace de Meco; el obispo de Las Palmas
de Gran Canaria es a la vez un carcamal de ideas dudosas y una drag queen
vestida de pastora a la que le gusta que le fustiguen el trasero con un látigo
de látex…
Cada noche me voy a la cama con
la secreta esperanza de que la física cuántica sea verdad y que al abrir la
caja, perdón, los ojos, al nuevo día, ni Trump ni Rajoy sean presidentes, los
populistas ultraconservadores estén enterrados en sus cavernas y el obispo de
Las Palmas esté triscando con las cabras y tirando al monte, que es lo suyo. Si
la física cuántica dice que es posible, y dice que lo es, aunque en el día a
día los borregos se dejen llevar al matadero con la amenaza de que es mejor
callar que rebelarse, aún no he perdido la esperanza en este universo de traca
y muy señor mío. A lo mejor, mañana, matamos al gato.
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