viernes, 18 de noviembre de 2016

Radiobasura



   Tengo la mala costumbre de oír mucho la radio. E incluso de ser fiel casi siempre a la misma emisora, pese a que a ciertas horas del día, y sobre todo los fines de semana, los alaridos de los comentaristas de fútbol la conviertan en un mercado persa o en un plató de televisión dedicado a la telebasura. No podría afirmar, seguramente, que la mayoría de los programas son buenos, ya me gustaría a mí que lo fueran, pero proporcionan un agradable discurrir de las horas creando, a la vez, la estúpida idea de que estás informado de los últimos sucesos mundiales: noticias sobre la bolsa, bombardeos sobre la ciudad de Alepo, sondeos de las elecciones estadounidenses, actualizaciones de la boina de contaminación sobre Madrid… La radio te hace compañía mientras cocinas, haces pis, pones la lavadora, te duchas, friegas los suelos, lees o te cortas las uñas, y lo hace con unos presentadores que parece que siempre están de fiesta, contentos como unas castañuelas, felices de la vida y coleando, de tal modo que, si no tienes tu mejor día, al final te crees que los malos rollos y los problemas te los creas solo tú y que no tiene la culpa el gobierno.

   Estaba el otro día ordenando concienzudamente los calcetines de los cajones de mi dormitorio, cuando algo de las ondas hertzianas captó mi atención inopinadamente. Acababan de interrumpir una anodina tertulia de expertos sobre la (increíble) recuperación económica, para dar paso a una felicísima señora que traía noticias (¿noticias?) de una conocida cadena de hipermercados: los televisores de muchas pulgadas estaban de oferta durante tres días a precios increíbles y te los financiaban sin intereses y te los llevaban a casa en veinticuatro horas. Antes de que me decidiera a encargar uno como quien pide una pizza margarita, me asaltó desde el transmisor otra señora encantada de haberse conocido que traía testigos de que en su clínica una amargada treintañera había perdido veinte kilos sin pasar hambre (increíble) en menos de dos meses y que ahora estaba también feliz como unas pascuas y ligera como una lombriz. Antes de que me decidiera a llamar a ese teléfono que me rescataría del aburrimiento de los calcetines para llevarme al éxtasis de la plenitud física, llegaron seguidos una conocida actriz ofreciéndome una solución para mi cuarto de baño, un dúo de cómicos promocionando las cien mejores rancheras de la historia, un barítono ofreciendo el oro y el moro por el alquiler de mi vivienda, un abogado llamándome indirectamente tonto por no haber reclamado todavía el dinero de las preferentes bancarias y un charlatán de telediario ofreciendo las acciones de una multinacional de la telefonía… No pude seguir escuchando: apagué la radio antes de que me quisiera vender el planeta Marte, un camión para transporte internacional o el champú que usa el presidente para tener esa prestancia aterciopelada (increíble).

   Desde entonces mi concepción de la programación de la radio ha cambiado radicalmente; soy más consciente que nunca de la abrumadora presencia de la publicidad en su parrilla de programas y, claro, he buscado un antídoto: en cuanto la detecto por sus músicas animadas o por sus voces súper optimistas, dejo lo que estoy haciendo y la apago. Me doy un tiempo razonable antes de volverla a conectar y evitar así los comerciales de loterías, apuestas deportivas online, ofertas de alimentación del día y remedios contra el olvido, pero para mi desgracia no siempre es suficientemente razonable y la tengo que volver a apagar.
   Ni que decir tiene que esta actitud no es la más conveniente si uno pretende seguir estando entretenido con la radio: en mi caso, ahora, en mi casa se pasa más tiempo apagada que encendida. Mis amigos me dicen que qué quiero, que la publicidad es la que paga los programas y la hace rentable, y que sería imposible que existiera sin ella. Supongo que tienen razón y que mi postura es demasiado radical para los tiempos que corren, pero lo cierto es que no quiero seguir prestando atención a supuestas informaciones (increíbles) sobre lociones contra los piojos, coleccionables vintages de latas de cacao y reediciones de discos imprescindibles de grupos de antes del cambio de milenio. A lo mejor el silencio actual no sirve para nada, es más que posible, pero estoy seguro también de que tanto comercial publicitario (increíble) tampoco me va a permitir alcanzar la trascendencia.

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