Así, como quien no quiere la
cosa, se ha presentado de repente el cuarto centenario del fallecimiento del
autor de “El Quijote”. Hace poco más de diez años celebramos el mismo
aniversario de la publicación de la primera parte de la novela más universal y
tan solo hace un año celebramos lo mismo con respecto a la segunda parte de la
misma obra. Si alguna vez de joven pensé que estos aniversarios serían
espectaculares y relanzarían el interés por el ilustre alcalaíno, sin duda
todas mis esperanzas se han truncado desde ese 2005 en el que el acontecimiento
pasó sin pena ni gloria, máxime cuando los años se han sucedido uno tras otro y
lo poco que queda en la memoria de las gentes es la patética búsqueda de los
huesos del autor para convertir su supuesta tumba en lugar de peregrinaje para
japoneses.
Si ya la vida le sonrió poco al autor de “La Galatea”, que acabó sus
días luchando a brazo partido contra la miseria, lo que faltaba es que
cuatrocientos años después lo rematáramos con un olvido institucional tan
grande y tan grave. Poco se puede
esperar de un país que dedica mucho más tiempo en sus medios de comunicación a
informar sobre la lesión de tobillo de cualquier futbolista que a conocer su
cultura, o que impulsa a sus ciudadanos a recrearse con estúpidos programas de
teleficción en los que supuestamente compiten entre sí cuatro incompetentes por
alcanzar fama como cocineros o bailarines antes que a leer a sus clásicos. La
cultura se banaliza, se desdeña y se pisotea, bajo el aplauso de una masa
enfervorecida por los gurús de la televisión, que nos vienen a descubrir que la
existencia son cuatro días, que hay que disfrutar el presente y no preocuparse
por entender nada, pues la vida no hay dios que la entienda. Y así subsistimos
bajo la presión de una gran capa de estulticia, convencidos de que lo único
importante es tener dinero, medrar sin trabajar y consumir por consumir.
No les voy a decir ahora que lean a
Cervantes, no se teman semejante cosa. Si ya es costoso, aunque pueda ser
muchas veces satisfactorio, sumergirse en la obra de un autor clásico cuando se
tiene cierta costumbre de leer novelas contemporáneas y cierta afición a la
lectura, imagínense lo difícil que puede resultar desembarcar así de repente en
una obra de la complejidad de las andanzas de don Quijote y Sancho Panza:
cuando faltan las referencias idealizadas de la novela de caballerías, los
apuntes mitológicos, los datos históricos de la antigüedad clásica, los
recuerdos orales de los romanceros viejos…, resulta casi imposible entender la
visión pesimista y desencantada, no exenta de socarronería, de nuestro Miguel
más universal.
Para acercarnos a cualquiera de
sus obras, sin embargo, también lo podemos hacer desde una perspectiva que
compartimos al ciento por ciento: tanto nosotros como el autor de “El Persiles”
sobrevivimos en una época de crisis y decepción: Cervantes, que había creído en
el imperio español y se había educado en el optimismo renacentista, no tardó en
comprender que el sueño de aquella grandeza no era sino un espejismo, una
ilusión, acaso una pesadilla, y nosotros, a quienes nos vendieron un día la
esperanza de que España iba bien y nos hicieron creer que éramos ricos porque
sí y que nos lo merecíamos todo porque nosotros lo valíamos, tampoco hemos
tardado mucho en comprender que no existe el país de Jauja y que nadie ata los
perros con longanizas, aunque sí que estamos seguros de que chorizos, lo que se
dice chorizos, hay más que unos cuantos.
Si
Cervantes tuviera la mala suerte de vivir en esta España de hoy, que le da la
espalda de modo tan flagrante como es obvio, con toda esa caterva de ladrones,
chulos, hipócritas, aprovechados y delincuentes que desde las instituciones han
expoliado al pueblo como en su época Felipe II exprimió a sus súbditos para
construir la Armada Invencible, seguramente tendría un argumento perfecto para
hacer otra novela inmortal: imaginemos a un obrero que de tanto oír hablar de
justicia social y de pactos para la gobernabilidad del país, da en loco y
decide salir a la calle a reclamar sus derechos y los de los demás. Imaginemos
a todo un pueblo saliendo a la calle para exigir esa justicia. A lo mejor don
Quijote nunca estuvo loco y los locos somos nosotros, que nos quedamos en casa
viendo la televisión e ignorando las lecciones de los grandes clásicos.
Qué emocionante, por concienciador y convincente lo que escribes, Que esté maravillosamente escrito eso no es ya nada singular en tí sin embargo. Deseable locura la que escribes al final, me apuntaría a salir y no volver hasta conseguirlo, inasequible al desaliento como D. Quijote.
ResponderEliminarPor lo anterior, no te preocupes, disfruta tu de ello y sigue haciendo tu vida hermosa. Mientras Belen Esteban no se trasvista en aldonza mediática, D. Quijote no cabalgará de nuevo ¡En eso nos hemos quedado!