martes, 28 de abril de 2015

Los domingos



 





 ¡Qué aburridos son los domingos! Por más que les busque alguna actividad interesante, siempre me resultan monótonos, estúpidamente sobrantes. No entiendo ese afán de las gentes por machacarse en una bicicleta o andando cientos de metros, cronometrando y calculando como anoréxicos el gasto de calorías, para luego juntarse en el bar de la esquina a tomarse unas cañas con aceitunas, patatas fritas, choricillos y boquerones en vinagre; encima, en la calle, de pie y arrejuntados como barraganas, para poder fumar en un espacio de dos por dos y el humo al cuadrado. Y luego, el resto del domingo, mirando la tele desde el sofá del televisor, que no falta el telefilme de serie B con familia maltratada o destrucción del mundo por ondas electromagnéticas, y aún menos el partido de fútbol del siglo, en el que siempre hay al menos dos que se juegan la liga, aunque al final la familia siga maltratada por los impuestos gubernamentales, el mundo no se destroce nunca del todo y el resultado de la liga se posponga otra sempiterna semana más.
   Hubo una vez, cuando era un poco más joven e indocumentada, que traté de sumarme a esta corriente dominical, de descanso sin descanso, pero de mucho aburrimiento y pautas conocidas. Pasé por grupos de excursiones por la sierra, rutas por pueblos pintorescos, bailes orientales, taichí, prácticas de esgrima y estimulación de la musculatura en el agua, para llegar a la conclusión, mientras me tomaba el enésimo aperitivo con los sinsorgas con los que compartía las mañanas, de que estaba hasta los mismísimos de la mens sana in corpore sano y de las cañas con tapita. Y qué decir del desvarío de la televisión por las tardes: documentales de leones rugiendo por el dominio de un trozo de sabana, héroes blancos y musculosos empeñados en salvar a la humanidad del ataque de aliens feos como satanases o de extranjeros de acentos imposibles y más feos aún que los propios aliens, mujeres engañadas por modélicos agentes inmobiliarios que al final tenían una triple vida o trataban de matarlas por eso de la testosterona masculina. Todo un horror, y eso que no veía nada, pero nada de nada, de fútbol.
   Me cansé de esos domingos de huida hacia adelante, en que lo fundamental, parece, es olvidarse como sea del lunes, aunque al final el lunes te alcanza de todos modos como te sorprende la caducidad del pescado congelado y acaba en la basura. Esto no me pasa más veces, me decía, y dicho y hecho: afronté los domingos de otro modo, con otra filosofía de la vida, que es lo mejor para el cutis y el ánimo. Una amiga me invitó en una ocasión a su casa para comer con ella y un grupo de viudas, y luego echar una partida de cartas, de esas larguísimas, en las que te pases horas contando puntos, mirando esquinadamente la cara de tus adversarias para saber quién te la va a jugar y cuándo, sorprendida de lo astuta que puede ser la raza humana con un juego de naipes en las manos. Al principio no entendía nada, ni atendía a la conversación, pero poco a poco, no sin sufrir humillaciones incontables para una novata, me hice con un poco de claridad en el juego y me gané alguna enemistad que otra por reírme en demasía la última.
   Lo peor vino después, cuando también atendí a la conversación de mis santas compañeras de juego. Resulta que, entre punto y punto, antes de asestar sus puñaladas al resto, se dedicaban a hablar de política, eso sí, a un nivel indefinible: sus mayores preocupaciones estaban en ese partido nuevo que les iba a quitar la, congelada pensaba yo, pensión de viudedad y que, según decían, pretendía también quitar la propiedad privada. Ahí fue cuando más me indigné y les di un par de cortes de mangas: no tenían casi para pagar la hipoteca, ni apartamento en la playa, ni dinero en el banco, no tenían dónde caerse muertas, a no ser por una baraja de Fournier que las salvaba de la nada más absoluta, y estaban preocupadas porque les quitaran lo que no habían poseído nunca y nunca tendrán. Qué estúpidas, por dios, qué burras. Acabé por marcharme dando un portazo, porque esa estrategia del miedo tampoco me servía para superar el tedio de los domingos.