Hay un momento en el día en el que no puedo hacer más. No se trata
de que no tenga nada que hacer, claro, sino de que estoy tan cansado,
tan harto, que todo se me hace un mundo, cuesta arriba, como una tarea
de titanes, pero no para alguien hecho de carne y hueso, humano y débil
al fin y al cabo, como yo mismo. Habrá quien me tachará de flojo,
considerando que sus fuerzas son más y que la vida no le parece tan
fatigosa, tan absurda, pero a ese le diría yo que su opinión me importa
un pimiento y que, andandito el tiempo, ni se va a sentir tan joven ni
tan entusiasmado por la estupidez de la vida diaria. Nada desencanta más
que esta sucesión de días y días, unos tan parecidos a los otros, en
los que nos aferramos a sobrevivir en una oleada de basura en
movimiento, como si fuéramos el insecto caído en el cubo de leche, del
que solo saldrá, para su desgracia, con las patitas mojadas y bien
estiradas.
Es en esos momentos de cansancio supino en los que me da por pensar
en la vida, en mi vida, y no encuentro motivo para la alegría, como si
la divinidad me hubiera encargado encontrar cinco hombres justos para no
destruir el mundo y yo no fuera capaz de hallar uno ni en mi propia
casa. Corruptos, pederastas, usureros, ladrones, difamadores y
maledicentes, canallas, violentos y violadores, ultrafanáticos del
fútbol y explotadores de niños, toda una caterva que representa a la
humanidad como un guante y que se cuela hasta en tu casa gracias a los
benditos mercachifles de los medios de comunicación. ¿Para qué mover un
dedo? ¿Para qué hacer otro esfuerzo más si siempre hay alguien que se va
a beneficiar dolosamente de nosotros, si nos va a machacar a impuestos,
deducciones, reducciones de sueldo, aumento de horas de trabajo…? Al
menos, los seres humanos de otras épocas tenían fe en un mundo justo,
ese más allá que les esperaba para reconfortarles de todas las
penalidades sufridas en este charco de sal y mierda. Pero cuando no te
queda ni ese consuelo, ¿qué sentido tiene la mera supervivencia, ese
fluir de días, uno tras otro, sin mejores perspectivas?
Hubo un tiempo en que me dio por meditar, esto es, poner la mente en
blanco, respirar profunda y relajadamente, y dejarme llevar por la nada.
Quería creer que, si no tenía deseos ni esperanzas, mi parte
espiritual, aunque el cuerpo estuviera sobrenadando en la leche
descompuesta, encontraría la plenitud, se fundiría con el cosmos,
alcanzando un estado de beatitud que podría consolarme del tráfago del
mundo y su mercadeo de necesidades. Lo intenté, juro que lo intenté,
pero al final siempre regresaba al recipiente de la mala leche, en el
que me ahogaba igual que antes, pero sin la fortuna de llegar a morir,
que para eso sí que hay que tener dos narices y saber renunciar a todo
de forma total y definitiva.
De modo que tuve que afrontar la verdad: la vida me parecía una
verdadera mierda, pero morirme tampoco era lo mío. Debía de funcionar
eso de lo que hablan algunos científicos y que han bautizado como
instinto de supervivencia, un instinto que te impulsa a seguir adelante
te pase lo que te pase, por muy desagradable que sea el asunto que te
parta en dos como un rayo de Zeus. ¡Viva la gallina con su pepita!, como
decía el viejo refrán castellano. O la mosca sin alas, el parado sin
subsidio, el viejo sin dientes ni pan duro…
Hay muchos momentos del día, cada vez más frecuentes y más duraderos,
en los que me es imposible hacer nada más. Hasta estar sentado en
silencio y a oscuras me resulta harto desagradable, porque me toca
soportar el peso de mi propia absurdidez, porque no quiero nada ni
espero nada, pero mi corazón y mis entrañas siguen funcionando como si
aún las necesitase alguien, y se esfuerzan en mantenerme sano y pimpante
para nada, en lucha franca y desigual con mi propia conciencia. Cada
latido me parece la dolorosa demostración de que la vida se empeña en
perpetuarse, de un modo ridículo, incluso cuando ni hay vida ni deseo de
que la haya. Así la muerte resulta esquiva, ajena y poco convincente.
Al menos para mí.