jueves, 19 de marzo de 2015

La absurdidez



Hay un momento en el día en el que no puedo hacer más. No se trata de que no tenga nada que hacer, claro, sino de que estoy tan cansado, tan harto, que todo se me hace un mundo, cuesta arriba, como una tarea de titanes, pero no para alguien hecho de carne y hueso, humano y débil al fin y al cabo, como yo mismo. Habrá quien me tachará de flojo, considerando que sus fuerzas son más y que la vida no le parece tan fatigosa, tan absurda, pero a ese le diría yo que su opinión me importa un pimiento y que, andandito el tiempo, ni se va a sentir tan joven ni tan entusiasmado por la estupidez de la vida diaria. Nada desencanta más que esta sucesión de días y días, unos tan parecidos a los otros, en los que nos aferramos a sobrevivir en una oleada de basura en movimiento, como si fuéramos el insecto caído en el cubo de leche, del que solo saldrá, para su desgracia, con las patitas mojadas y bien estiradas.
Es en esos momentos de cansancio supino en los que me da por pensar en la vida, en mi vida, y no encuentro motivo para la alegría, como si la divinidad me hubiera encargado encontrar cinco hombres justos para no destruir el mundo y yo no fuera capaz de hallar uno ni en mi propia casa. Corruptos, pederastas, usureros, ladrones, difamadores y maledicentes, canallas, violentos y violadores, ultrafanáticos del fútbol y explotadores de niños, toda una caterva que representa a la humanidad como un guante y que se cuela hasta en tu casa gracias a los benditos mercachifles de los medios de comunicación. ¿Para qué mover un dedo? ¿Para qué hacer otro esfuerzo más si siempre hay alguien que se va a beneficiar dolosamente de nosotros, si nos va a machacar a impuestos, deducciones, reducciones de sueldo, aumento de horas de trabajo…? Al menos, los seres humanos de otras épocas tenían fe en un mundo justo, ese más allá que les esperaba para reconfortarles de todas las penalidades sufridas en este charco de sal y mierda. Pero cuando no te queda ni ese consuelo, ¿qué sentido tiene la mera supervivencia, ese fluir de días, uno tras otro, sin mejores perspectivas? Hubo un tiempo en que me dio por meditar, esto es, poner la mente en blanco, respirar profunda y relajadamente, y dejarme llevar por la nada. Quería creer que, si no tenía deseos ni esperanzas, mi parte espiritual, aunque el cuerpo estuviera sobrenadando en la leche descompuesta, encontraría la plenitud, se fundiría con el cosmos, alcanzando un estado de beatitud que podría consolarme del tráfago del mundo y su mercadeo de necesidades. Lo intenté, juro que lo intenté, pero al final siempre regresaba al recipiente de la mala leche, en el que me ahogaba igual que antes, pero sin la fortuna de llegar a morir, que para eso sí que hay que tener dos narices y saber renunciar a todo de forma total y definitiva.
De modo que tuve que afrontar la verdad: la vida me parecía una verdadera mierda, pero morirme tampoco era lo mío. Debía de funcionar eso de lo que hablan algunos científicos y que han bautizado como instinto de supervivencia, un instinto que te impulsa a seguir adelante te pase lo que te pase, por muy desagradable que sea el asunto que te parta en dos como un rayo de Zeus. ¡Viva la gallina con su pepita!, como decía el viejo refrán castellano. O la mosca sin alas, el parado sin subsidio, el viejo sin dientes ni pan duro…
Hay muchos momentos del día, cada vez más frecuentes y más duraderos, en los que me es imposible hacer nada más. Hasta estar sentado en silencio y a oscuras me resulta harto desagradable, porque me toca soportar el peso de mi propia absurdidez, porque no quiero nada ni espero nada, pero mi corazón y mis entrañas siguen funcionando como si aún las necesitase alguien, y se esfuerzan en mantenerme sano y pimpante para nada, en lucha franca y desigual con mi propia conciencia. Cada latido me parece la dolorosa demostración de que la vida se empeña en perpetuarse, de un modo ridículo, incluso cuando ni hay vida ni deseo de que la haya. Así la muerte resulta esquiva, ajena y poco convincente. Al menos para mí.