domingo, 22 de febrero de 2015

Ochenta céntimos




Hasta donde yo recuerdo, y cuento ya con ochenta noviembres sobre mi conciencia y mis espaldas, en España jamás, jamás, hemos sido racistas. En mi infancia y mi juventud, allá por los años cuarenta y cincuenta, la mayoría éramos pobres de solemnidad, pasábamos un hambre canina y nos conformábamos con lo poquito que se les caía a los patrones de las manos y, un poco más tarde, con la leche en polvo y la margarina amarilla de la ayuda americana. Pero no éramos racistas; además de nosotros, pobres pero dignos y muy calladitos siempre, estaban los gitanos en sus calles como guetos: ellos eran los que no querían integrarse en nuestro mundo, no nosotros quienes les excluíamos. Si no iban a la escuela de pequeños, tampoco nos llevaban mucho a los de mi generación; si robaban gallinas o mercadeaban con sal o con baratijas, los míos hacían exactamente lo mismo. No los sentíamos como competencia, sino como algo extraño, ajeno, lleno de folklore y sueños de color aceituna.
La primera vez que yo sentí algo que con el tiempo podría llamar racismo fue ya en los años sesenta. Pobres como ratas, con los hijos recién nacidos y negándonos a seguir aceptando las nanas de la cebolla y el pan duro para hacer sopas con agua azucarada, muchos salimos al mundo en pos de la riqueza que prometía el capitalismo. Muchos se fueron para Alemania (“vente a Alemania, Pepe”), otros para Francia, Holanda… Yo me marché a Suiza, donde trabajé como una bestia en la construcción y dormí en barracones donde se nos hacinaba por cientos. Con muchas privaciones, pude volver a casa un año después con algo de dinero en el bolsillo y algunas chucherías que entonces me parecían el tesoro de un pirata: queso de bola, chocolate y algunos relojes como de rico de pueblo. También regresé con la amargura de haber comprobado que allí ningún suizo me consideró nunca un igual, que me miraban por encima del hombro y hasta me trataban con desprecio en cuanto notaban por mi acento o por mis pobres ropas que era solo un español, ignorante y miserable. Tal vez pensaran de mí que no quería integrarme en su mundo, pero lo cierto es que nunca lo soñé. Los pocos que se quedaron definitivamente en el país helvético, tal vez acertaran, pero lo cierto es que lo tuvieron francamente difícil.
España no fue racista hasta principios de los años noventa. Uno iba por Europa en los años ochenta, hablo de Portugal, Holanda, Bélgica, Francia, por ejemplo, y veía negros, hindúes, caboverdianos, polinesios, congoleños, y notaba en el ambiente, porque eso se notaba, que eran sociedades que iban al mestizaje. Y luego volvía a España, y excepto las nórdicas que se tostaban al sol en las playas mediterráneas y que dejaban las divisas que nos convertían en un país de algún futuro, en el interior todo seguía como si no hubiera ocurrido aún el desastre de Cuba.
Pero en los años noventa empezaron a llegar, con aquella súbita riqueza que procedía sobre todo de los fondos de cohesión europea y de los créditos fáciles del por fin somos europeos, los marroquíes, los argelinos, los peruanos, los ecuatorianos…, dispuestos a hacer las faenas del campo que los españoles despreciábamos por ínfimas, o a cuidar niños y ancianos, limpiar las casas de los nuevos ricos o incluso a prostituirse para ellos. Fue entonces cuando, sin que nadie hubiera regado la semilla de racismo, surgió un sentimiento de europeo rancio que se permitía mirar por encima del hombro a cualquiera que tuviera otro color de piel, otra ropa u otro acento.
La vergüenza debería haber sido mucha, pero la gente que se cree rica tiende a despreciar lo que no conoce y que considera inferior, casi siempre por pura ignorancia. Es evidente, porque para eso llevamos ahora varios años de crisis económica, que el dinero de Europa no iba a durar siempre y que alguna vez nos habrían de reclamar lo que nos prestaron y no supimos administrar. Tras el expolio de unos cuantos ladrones de guante blanco, se fueron los emigrantes en pos del sueño capitalista a otros países más pujantes, y nosotros nos quedamos en esta tierra para ver, con pesar en mi caso y a mis ochenta años, cómo se marchan mis nietos a otros países en busca de una oportunidad con la que aquí no pueden contar. Seguro que tendrán que sufrir muchas privaciones, como las pasé yo en Suiza. Y total, ¿para qué? Tengo una pensión de mierda, que ha subido ochenta céntimos de euro en el 2015, y siento que el mundo entero me mira por encima del hombro, sin piedad, sin compasión.