viernes, 17 de octubre de 2014

Clavos




Las cosas más importantes de la vida de uno ocurren en los momentos más inesperados e imprevistos. Te vas de vacaciones a Ibiza, esperando conocer a una sueca de personalidad poderosa y bien abierta al mundo, y vuelves a casa acompañado de un caniche que alguien abandonó en una gasolinera, sabiendo que no te hará la misma compañía, pero que al menos ya no estás solo. Luego viene un tiempo de visitas al veterinario, vacunas y placas de identificación, paseos a deshoras para que el animalito haga sus necesidades, aunque en el fondo ignoras quién saca de casa a quién. Llegas a querer a tu perro hasta confundirlo casi con una persona, defendiendo incluso que te entiende cuando hablas y que solo te falta mandarle al banco para que te lleve las cuentas. Una pena que el bicho envejezca tan deprisa, que ya se sabe que un año humano equivale a siete caninos, y de repente se enferma, se muere y te vuelves a quedar otra vez solo, con la añoranza de la sueca, a la que solo ves por internet en páginas poco recomendables, y de tu perro, del que te queda su ladrido grabado en varios vídeos domésticos.
Y aunque no falta quien te refranee, y te diga que un clavo saca otro clavo y que lo que tienes que hacer es comprarte otro chucho para que llene ese hueco dolorido de tu alma humana, lo cierto es que estás seguro de que no quieres pasar por el mismo calvario de vacunas, comidas para animales domésticos y absurdos paseos para que luego el bichillo, tan egoísta, se muera antes que tú y te vuelva a dejar solo, con tu karma metido en una espiral cíclica y sin salida. Tú todavía quieres a la sueca, sus formas rotundas, su pelo rubio, en tanga, pero no has tenido la suerte de encontrar ninguna abandonada en ninguna gasolinera aún. Ni perros, ni suecas, te dices como convenciéndote, ya basta de sufrir por lo que no puede ser aunque sea posible, que la verdad es que aún podría ser si este mundo fuera de otro modo y tú mejor.
Decides dedicarte a la solidaridad, al bien común y a la justicia universal. Te apuntas a una ONG por internet en la que te piden de vez en cuando algunas firmas, una cierta cantidad de dinero y ayudas promocionales entre tus amigos, pero no resulta bastante para sentirte lo suficientemente comprometido con el mundo, pues todo pasa desde tu casa, sentado en tu sillón, mirando el ordenador como un idiota, y sin la compañía de nadie que te ladre o te diga jag älskar dig. Un chasco de organización no gubernamental que no sirve en el fondo ni para ayudarte a ti a sentirte un poco más feliz.
Así que te sumerges en internet a la busca de otro plan más afín a tus propósitos de la nueva era y la regeneración mundial y, tras muchos descartes por evidentes recelos hacia echadoras de cartas, lectores del aura e intérpretes de las líneas de las manos, das con el grupo adecuado, el que parece pensado para ti como un guante fabricado de encargo, con el que te vas a dedicar a mejorar el orbe y, de paso, también tu mundo. No importa que parezca un poco friki.
La primera actuación de Salvemos a los Enanitos de Jardín la hacéis, a iniciativa tuya, en Estocolmo capital, en un barrio residencial de las afueras, en una urbanización de chalecitos bajos, a comienzos de agosto. Lo más difícil es superar la dificultad de la estación, pues se hace de noche a las once y media y amanece, poco más o menos, solo dos horas después. La primera noche os lleváis la no despreciable cifra de ciento ochenta y un enanitos, que al día siguiente tiráis a prisa y corriendo en un fiordo. En las noches restantes de estas vacaciones solidarias, te vas a retrasar a conciencia en la noche nórdica para tener la fortuna de que te sorprenda una sueca con las manos en sus figuritas, para dar con tu nórdica, aquella a la que no le va a importar dejar su hogar para siempre y se fugará contigo a España. Un clavo saca otro clavo y, si no te mueves, estás muerto como un enanito de escayola…