viernes, 22 de agosto de 2014

Pájaros de tres y media a cuatro



En febrero el sol comienza a calentar levemente y llega a mi balcón con cierta timidez. No dura mucho, apenas un cuarto de hora al principio; poco a poco, sin embargo, va extendiendo sus alas sobre mis dominios y yo aprovecho los treinta minutos de paz para salir un rato a dejarme acariciar por sus rayos benéficos. Claro que salgo embadurnada con un factor de protección bestial para que no me deje marcas en la cara ni en las manos. Pero es un placer en cualquier caso. En el campanario de enfrente, el de la iglesia de Santa María, hay varias cigüeñas en sus nidos, cigüeñas que no abandonan ya la ciudad en el invierno, y yo las veo esmerarse en la reconstrucción de sus nidos, trayendo ramitas y palos y ensartándolos con habilidad entre los palitroques resecos de la estación anterior. Mis ojos también se pierden siguiendo a los inquietos gorriones, viendo cómo se pelean por los restos de patatas fritas y cacahuetes que quedan debajo de las mesas de los veladores una vez que se han marchado los comensales del restaurante de abajo. Y un poco más lejos, entre los setos del parque, a estas horas desierto, veo cómo un mirlo de negro pelaje y pico naranja busca insectos en la tierra tibia. De tres y media a cuatro, mis ojos se pierden en los cielos azules del mes de febrero y se ennovian de los pájaros que vuelan libres del campanario a la orilla del río, de la terraza de la plaza al parque para niños, dibujando unas líneas que parecen los pasos de un ballet aéreo.
Porque a las cuatro en punto tengo que salir de casa e ir a buscar a Cristina a la escuela, llevarla luego al parque para que juegue con sus amigas del colegio y vigilarla bien, no vaya a tener una desgracia y la pague cara; luego debo darle la merienda a las cinco y media en punto, y regresar a casa a las seis y media como muy tarde, antes de la llamada puntual para preguntarnos cómo nos ha ido la salida, a quién hemos visto y qué hemos hecho. Todo milimétrico, como esa coreografía de los pájaros, pero en el suelo, como si fuéramos reptiles. Y siempre teniendo mucho cuidado de no vacilar en la respuesta, de no aportar matices nuevos, de no sugerir alegría alguna, no sea que luego le pregunte también a la niña y acabemos las dos llorando.
Y porque a las tres y media en punto, cuando Cristina ya está en el colegio y él a punto de entrar en su trabajo, desde donde no puede llamar afortunadamente hasta la hora de la salida, me telefonea para preguntar si ya estoy en casa, inquiere qué estoy haciendo y me recuerda lo que me falta para hacer, pasándome esa lista inacabable de obligaciones que tanto me pesan. “No te olvides de plancharme el traje para mañana y no pierdas el tiempo con tonterías, que tú eres muy fantástica”, me dice. Y yo que sí, que descuide, que como siempre. Pero en cuanto cuelga el teléfono porque son las tres y media, yo me digo que fuera hace sol, que no le debo ninguna explicación a nadie, y cambio la plancha y la lista por unos minutos al sol de febrero, envidiando a los pájaros que vuelan libres por el cielo de mi ciudad, ese que yo no puedo tocar nunca con mis dedos, por más que me ponga de puntillas sigilosamente y trate de dejar muy abajo el suelo.
El protector solar me lo compré a escondidas para evitar una desgracia, porque hace tan solo unos días, una vez que había salido a deshoras a la terraza, me notó un poco de color en la cara y se pensó que había estado en la calle ganduleando, tal vez tomando café con alguien y hablando de más, y me arrinconó en la cocina, vociferando y aturdiéndome con acusaciones terribles, mientras Cristina lloraba en su cuarto y yo no entendía lo que me decía, pero sí lo que me quería decir. Y yo ni muerta le iba a decir la verdad, que si se enteraba de que había estado en el balcón de tres y media a cuatro haría como aquella vez que, de recién casada, llamé a mi madre entre semana para contarle lo mal que me sentía y luego me dio una paliza, me cortó el teléfono y me prohibió hablar con ella si él no estaba presente. Y como ya había aprendido aquella amarga lección bien, no le confesé la verdad, porque no quería perder mi derecho al balcón y a ver mis pájaros, y me mordí la lengua para no hablar y él se creyó no sé qué cosa y me agarró por el cuello, me dijo que estaba loca y me empujó contra el fregadero, hasta que me derrumbé todo lo larga que soy y perdí la conciencia de mi dolor y de mi angustia, hasta la conciencia de mi hija perdí. Luego se me quedó dentro como un dolor sordo, una agonía que parecía un huevo y que tuve que incubar como una enfermedad sombría y negra, hasta que, a la vez que me desaparecían los arañazos del cuello y los moratones de la cadera, me quedó dentro como una paz triste que desde entonces convive conmigo.
En silencio, engañándolo, he continuado saliendo al balcón a disfrutar de mi media hora de luz y descanso, sin testigos que puedan alterar esta calma plácida que tengo de tres y media a cuatro, si no son estos pájaros que vuelan libres y que estoy aprendiendo a amar. Me gusta que ellos sí estén alegres y que se atrevan a cantar a todos los vientos esa alegría que es como contagiosa y que a mí tanto bien me hace, porque en los pájaros veo que solo existe un límite para ellos y que en su caso solo lo ponen las alas. La pena es que yo no las tengo, que el pequeño pajarillo que nació del huevo de la agonía apenas si se atreve todavía a asomar el pico fuera del nido. Pero yo sé que, si febrero se convierte en marzo, y el invierno en la primavera, y yo sigo haciendo mis prácticas de vuelo en este balcón que mira al sur, tarde o temprano voy a salir volando hacia el cielo azul que me espera allá arriba, tan lejos del suelo donde los golpes duelen y dejan marcas indelebles, y voy a ir al colegio a recoger a Cristina con mi pico y nos vamos a ir las dos surcando los espacios a un reino de alas y caricias, adonde él no llegue con sus manos y sus sucias palabras, esas que pesan tanto y te entierran en vida.
De tres y media a cuatro, viendo las cigüeñas, viendo a los mirlos y a los gorriones, allá en lo alto, he aprendido a tener sueños de altura, a confiar en mis torpes alas y a aspirar a una vida mejor para mi hija y para mí, dejando la tierra para los reptiles; tan solo unos días más al sol, unos pocos ejercicios más al calor para fortalecer las alas y, al fin, la libertad, no solo de tres y media a cuatro de la tarde, sino para siempre.

(Este cuento obtuvo el primer premio en el II Certamen de Relato Corto contra la Violencia de Género del Centro de la Mujer de Tomelloso 2013)