Tengo una amiga que es gafe. Muy
gafe. Ella y su marido lo niegan con una insistencia rabiosa, pero no hay cosa
que le salga nunca bien: se va a La Mancha a pasar un par de días tranquilos y
le cae un diluvio que le anega hasta las meninges; se queda en casa por aquello
de no gastar y destroza la instalación eléctrica al tostar el pan del desayuno;
proyecta ir a la finca de unos conocidos para hacerles una visita y justo ese
día tienen la casa llena de primos, sobrinos y demás familia… Para mí, lo bueno de tener una amiga
gafe es que mi vida siempre parece mucho mejor si la comparo con la suya, y mi
autoestima sube como la espuma en cuanto la telefoneo, la trato o la acompaño:
un día se le ha muerto el canario, otro descubre para su horror que tiene un
tic en el ojo izquierdo, al siguiente a su esposo no le funciona ya ni la
Viagra…
En una ocasión la animé a que se apuntara conmigo a unas clases de
baile:
-Un poco de ejercicio te vendría bien: te fortalecería las piernas,
mejorarías la circulación sanguínea y hasta podría ser que tu mejora física
propiciase algún cambio a mejor en tu vida…
Pero yo pensaba que ni el calvo de la última fila que siempre hay en las
clases de aerobic le iba a mirar el trasero ni cuando se cayera al suelo porque
se había roto la tibia en un escorzo imposible. Y del monitor, ni pensarlo: yo
tendría una oportunidad entre mil de acostarme con él pero mi amiga tendría que
conformarse con soñar con sus huesos mientras estuviera convaleciente, pierna
escayolada en ristre, en la cama del hospital. Es el destino implacable que
tienen las gafes, ya se sabe.
-No sé por qué te hice caso y me apunté al gimnasio. Fíjate cómo tengo
la pierna y lo peor es que me quedan aún dos meses de escayola y uno de
rehabilitación. Y tú, cada día más guapa y más delgada. No sé, te noto algo
raro, como si estuvieras más contenta…
Como para decirle a ella y al sonso de su marido lo mucho que me había
acercado al monitor de aerobic la desgracia de la gafe: el muchacho se había
sentido un tanto culpable, yo le había invitado a un par de gin-fizz y le había
consolado larga y tendida de aquellos pensamientos perturbadores que tanto le
reconcomían. Como para no recuperar la alegría de vivir…
-No te preocupes. En cuanto estés bien, por el mes de noviembre,
compraremos unas flores por Todos los Santos y las llevaremos andando al
cementerio. Ya verás qué bien te vas a encontrar para entonces…
Dicho y hecho: no la llamé hasta finales de octubre, cuando ya se
encontraba mucho mejor de la pierna. Había cogido la primera gripe y el lumbago
le masacraba el ánimo, pero la tibia estaba ya casi perfecta.
-¡Cómo me alegro! A lo mejor podríamos quedar para el próximo martes y
comprar unas dalias para poner en las tumbas del cementerio. Si te apetece…
Se lo iba a pensar. Que me llamaba en un par de días y me decía algo. Y
yo, claro, no me podía creer que no hubiera aceptado inmediatamente, con lo
sola que estaba y lo bien que le venía la compañía. ¿Con quién iba a criticar,
si no, a su marido? ¿Y con quién podría compartir mejor las desgracias de la
mala suerte? Si yo era su pañuelo de lágrimas, la tenaz recogedora de sus
pedazos rotos…
Como pasaban los días y no me llamaba, y yo echaba de menos sus
historias aciagas y su mala cara al contarlas, volví a llamarla:
-Lo siento, pero he tenido roto el teléfono, no me funcionaba el ADSL de
internet y me robaron el móvil en el rellano de la escalera. No me he podido
poner en contacto contigo porque me han pasado muchas cosas estos días y estoy
un poco desmotivada…
-Pero eso se te pasa en cuanto nos vayamos a hacer unas compras y nos
dediquemos una buena conversación, ya verás, ya…
-Mejor que no, de verdad. Es que mi marido y yo hemos llegado a la
conclusión de que todo lo malo que nos pasa tiene que ver contigo y creemos que
eres gafe… Mejor, si ya no nos vemos más…