jueves, 8 de mayo de 2025

El éxito

 


Me miran, no diría que con mucho interés, ni con curiosidad, más bien como cuando uno tiene la obligación de atender a una explicación que no le atrae apenas y pone cara de falso asentimiento, tras la cual se ve que se está pensando en cualquier otra cosa: los planes para el fin de semana, la chica deseada, el look del viernes noche, cómo sacarles veinte euros a los padres, qué pizza pedir por Glovo al llegar a casa después del instituto… Los adolescentes son unos oyentes crueles entre sí y con los demás. No se molestan en disimular el aburrimiento y se estiran, bostezan, miran por la ventana o al techo, golpean rítmicamente los dedos contra la madera de la mesa como invocando al dios del tiempo para que la hora de tedio que tienen por delante se pase a la velocidad del rayo. Ni siquiera interactúan entre ellos; tienen asumido que la superación de estos tragos amargos les corresponde en exclusiva y que cada uno tiene que aguantar su vela mientras la cera arda.

   No sé por qué acepté este encarguito. Me debieron pillar en la hora tonta, porque de qué, si no, estaría yo aquí deseando tener las artes manuales de un malabarista y el verbo facundo de un monologuista para captar a esta audiencia de labios caídos y ojos amodorrados. Me aseguraron que era el sexto curso escolar en el que hacían estos encuentros con mayores del barrio para acercar a los alumnos de cuarto de ESO las experiencias vitales de sus vecinos y que los cinco anteriores habían sido un éxito: por las aulas han pasado bomberos, profesores, viajantes, médicos, delineantes, policías, economistas, camioneros… y es una de las actividades mejor valoradas en la memoria anual por los profesores, los alumnos, la asociación de padres y hasta por el ayuntamiento.

   ¿Pues cómo serán las demás?, me preguntaba, imaginándome la tortura de los profesionales que tuvieran que hacer saltar en tales mentes la chispa del conocimiento y de la curiosidad. Mi primera decepción fue constatar que no sabían nada de los sesenta en España, de su régimen político, ni de su cultura, como si no tuvieran abuelos que les hubieran contado las batallitas de su juventud, cuando todavía había servicio militar obligatorio para los hombres y servicio social para las mujeres solteras. La segunda, y la más grave, fue que ni uno solo se acercaba remotamente a la definición correcta de conceptos sociales y políticos básicos, como constitución, libertad de expresión, sindicalismo, amnistía o democracia. Además, para más inri, afirmaron con toda rotundidad que no les interesaba la política y que bastante tenían con aguantar en sus casas a sus padres dándoles la barrila con acontecimientos diarios que nunca iban a ningún lado y que a ellos no les afectaban en nada. Lo único que demostraron saber bien fue la noción de huelga, porque, aparte de las implicaciones sociales y económicas que pudiera tener y que a ellos ni les iban ni les venían, les permitía quedarse felizmente en la cama viendo la tele, jugando con la consola o chateando desde el móvil.

   Traté, pues, de contarles con palabras sencillas, como si hablara con niños de seis o siete años, en qué consistía la tarea de un sindicalista. Que no era un trabajo propiamente, sino una dedicación aparte del puesto de trabajo habitual, para buscar mediante el diálogo con los representantes de la empresa las mejores condiciones para los trabajadores. Que era algo transitorio. Que, incluso antes de la llegada de la democracia de los años setenta y aunque no fuera algo legal, éramos elegidos por los compañeros para defender sus intereses y resolver los conflictos. Que habíamos conseguido muchos logros, como más días libres, menos horas de trabajo semanal, más vacaciones, sueldos más altos y derechos sociales y económicos en caso de enfermedad, baja laboral, paro o despido.

   —Pero, entonces —me dijo un pelirrojo con bastante contundencia—, eso sería necesario, porque no teníais dónde caeros muertos. Ahora, sin embargo, los sindicalistas no hacéis ninguna falta, que vivimos muy bien y no nos falta de nada. Y, si alguno no está contento con su vida, pues puede estudiar más, cambiar de trabajo, irse al extranjero…, que hay muchas oportunidades para los emprendedores y los que se esfuerzan de verdad. Que cada cual se resuelva sus problemas, ¿no es lo lógico?

   Me acordé en aquel momento de los personajes de “Historia de una escalera” de Buero Vallejo y les conté el argumento del drama, incidiendo sobre todo en las diferencias entre el individualismo de Fernando y el gregarismo de Urbano, y cómo ambos fracasaban al final de su vida porque no habían sabido implicarse con los demás y no habían trabajado por el bien común. El argumento del drama fue lo único que pareció interesarles de todo cuanto había dicho, porque empezaron un debate espontáneo en el que unos se reían de labrarse un futuro mediante el trabajo, habiendo maneras más rápidas de llegar al éxito, como el fútbol y las redes sociales, y otros se cachondeaban de los primeros porque, les decían, acabarían siendo cajeros de supermercados, mensajeros o riders. Alguno que iba por libre decía que a él le tocaría la lotería y otra, que daría un braguetazo y se casaría con un multimillonario.

   Aquello era un caos de risas y ataques personales de unos contra los otros de tal magnitud, que quise poner orden, ya que no lo hacía la profesora del grupo, sentada al fondo del aula y con la mirada perdida en qué sé yo qué paraíso. Pero el pelirrojo tomó la palabra para espetarme sin contemplaciones y terminar mi participación en un proyecto tan exitoso:

   —Y tú también has fracasado, que lo sepas. Porque, si no, serías rico y estarías pasando el invierno en el Caribe o en las Maldivas, y no matando el rato en este instituto al que no quieren venir ni los maestros…   

 

miércoles, 2 de abril de 2025

El nieto

 

   Uno tiene una edad, y sus nietos también, así que ya asume que solo los verá cuando necesiten algo. De lo contrario se pasarán meses entre celebraciones familiares sin que uno sea testigo de cómo les va saliendo el vello facial o llenan su cuerpo de tatuajes hasta parecer un cuadro étnico. Por eso, cuando mi nieto me pidió, por favor, por favor, que le ayudara con un trabajo de investigación para su grado, para lo que le urgía grabar un audio con mis respuestas a un cuestionario, yo le puse como condición, indispensable, que tendría que volver a informarme de los resultados, investigatorios y académicos, de sus averiguaciones. No tengo yo muchas oportunidades de que me acompañe una tarde cualquiera y me entretenga un rato así porque sí.

   Se me había casi olvidado aquella encuesta y hasta el trabajo cuando un día me envió un whatsapp para quedar conmigo. Que tenía que informarme al respecto. Que había ido todo estupendamente y que podía dedicarme un par de horas un viernes antes de irse al tardeo con sus amigos. Y así fue como quedamos en una cafetería para tomarnos también un chocolate con churros como cuando ambos teníamos dieciséis años menos y mucha, mucha más complicidad.

   —Mira, abuelo, me han puesto un sobresaliente y ya tengo aprobada la asignatura. Y te tengo que contar las conclusiones, que seguro que te interesan —me dijo con un entusiasmo que solamente le apreciaba en los últimos años cuando jugaba a la play o se enfrascaba en el teléfono móvil, ignorando por activa y por pasiva las sobremesas familiares.

   Después de realizar varias encuestas y consultar manuales, estadísticas y datos de internet, había concluido que los actuales hombres y mujeres de la tercera edad, esos que pasan de los sesenta años y que antes se consideraban viejos, reviejos y ultracaducos, podíamos ser todos incluidos, todos, en cuatro grupos principales que, después, también se podían subdividir en otros grupúsculos. Y me retó a saber a cuál creía yo que pertenecía por derecho propio, como si no tuviera yo más mili que un cetme.

   Al primero de los grupos lo había denominado “pringados”, porque, según él, hace falta ser tonto de moco para, después de haber pasado toda la vida trabajando como una mula y pagando impuestos como un borrico, llegada la jubilación la tengas que emplear en estar al servicio, agenda en mano, de las necesidades de los hijos, que lo mismo te encasquetan al niño durante su horario laboral, que te mandan con el carrito al paseo matutino o al parque con las fieras cuando ya han vuelto del cole. Y encima tienes que estar contento, porque con los dos progenitores trabajando y sin tiempo para nada, te toca darles la merienda, llevarlos al médico, supervisar los deberes y contagiarte de sus catarros, y es que la sociedad ya no se sujetaría sin los yayos.

   El segundo los había bautizado, de manera irónica, como “pluriempleados”, porque se pasan el día de actividad en actividad como las abejas recolectando polen de pistilo en pistilo, si bien para no producir miel ninguna. Cursos de todo tipo (macramé, yoga, ajedrez, inglés, pintura, relajación, taichi, poesía neoclásica, flores de Bach…) y actividades grupales de toda condición (teatro, exposiciones, marchas por la sierra, corales de aficionados, recitales poéticos, figuración en películas, danzas regionales, público de televisión…) les hacen pasar el día entretenidos, a menudo incluso estresados, porque no tienen tiempo ni para descansar los domingos. Su frase favorita es esa que repiten de que no saben cómo antes, trabajando, tenían tiempo para todo, porque ahora las horas se pasan volando y no pueden ni saludar a los vecinos en la escalera.

   Como “neoturistas” había designado al tercero de los grupos de ancianetes. Éstos, dependiendo de su nivel económico y del horror a la hostilidad del entorno, huyendo de hijos egoístas y de climatologías adversas, se han especializado en pasar largas temporadas perdidos por el mundo, lo mismo en Benidorm, que en los viajes del Imserso, donde dedican el tiempo a ir y venir por la playa, tomando cañas en los chiringuitos y saludándose sin hablar con extranjeros de pieles blancuzcas y cuatro pelos rubios. Por la noche, además de cenar, se reúnen a bailar como peonzas en las chochodiscos y allí se mueven al ritmo del pasodoble y de las canciones de Karina.

   El último de los grupos lo constituyen los “vigilantes”, un grupo muy heterogéneo de observadores cuyo aliciente es supervisar cómo viven los demás, ya sea sentados frente a la televisión, oyendo la radio desde una mecedora, observando a sus convecinos desde los bancos más estratégicos o charlando con los iguales apoyados en las vallas protectoras de las obras públicas. Seguros de haber contribuido con su vida a la mejora de la de los demás, ahora solo esperan que los dejen en paz hasta el último día y, si es posible, sin regímenes, pastillas y visitas médicas, que nada hay más cansado que mover un dedo o levantar un pie sin necesidad.

   Cuando mi nieto terminó con el cuarto grupo, y antes de que se atreviera a empezar con las subdivisiones, que ya veía yo que habría mezclas de todo tipo y que por, ejemplo, un vigilante podía a veces ser también un pringado o un pluriempleado un neoturista frustrado, y, lo peor de todo, ante la perspectiva de que aquel mocoso osara clasificarme a mí como si fuera un ejemplar vulgar de una vulgar colección, le dije entre exclamaciones más que ponderativas que qué bonito su trabajo y qué útiles para la humanidad sus investigaciones. Dudo que me entendiera.

   —Mira, pago las consumiciones y nos vamos. Que hay fútbol en la tele y tengo que vigilar a los deportistas, no se le vayan a sublevar al árbitro… —y me marché sin mirar atrás, que a mis años el tiempo libre es mucho y a la vez es ya muy poco.

 

lunes, 17 de marzo de 2025

Catálogo de facistoles

 

 

Cruje la madera en las tardes de primavera
y las beatas que fatigan el coro con sus rezos
asisten, turbadas, al ímpetu de la memoria de la savia.
Sus corazones susurran las antiguas melodías
de la música a capela, las vetas de la carne
se sostienen sobre un armazón de notas:
sándalo, palosanto, cedro del Líbano, caoba,
que bien pudieran ser bálsamos o perfumes orientales,
pues visten de nostalgia los duelos, los confortan,
en una cascada salvaje de aerolitos encendidos.


¡Qué desazón tan lenta, qué desgarro inesperado
el de las fibras salpicadas de ascuas palpitantes!
En bibliotecas y museos, ajenos al comején del siglo,
duermen el sueño de los justos, en silencio turbio,
los libros miniados, los historiados volúmenes
que un día se iluminaron con el oro de los reyes
y en el atril vencieron sus lomos de cuero guarnecido.
Apenas nadie interpreta los laberintos de sus hojas
y comprende los delicados trasuntos del bosque,
donde pían los pájaros exóticos de roncas voces.


Y qué alegría estalla en las copas de los árboles
cuando se retira Selene ante la diosa de rosáceos dedos!
Si la tristeza se destila en odres amargos de crudeza,
de entraña negra y sombra taciturna, aborrecida,
para la luz y la mañana se engalanan los torrentes,
corren palpitantes de ansia y vida aguas abajo,
inventando los salmos, concibiendo los himnos
que sonarán después en las presas eléctricas.
Un hormigueo recorre la espina dorsal de los orfebres
que trasmutan el rayo en cuentas y diamantes.


Los catálogos pueden recoger el número, la calidad,
el estado de conservación y su manufactura,
con una precisión arqueológica que raya en la demencia:
colección de mariposas, sarta de perlas refulgentes,
repertorio de grillos que no frotan sus patas en la noche.
Pero los facistoles se resisten, firmes, a la condena
y se revuelven inesperadamente en sus troncos secos,
agitando brevemente la existencia de las sombras,
exigiendo de la memoria ritmos y armonías,
negando el imperio del olvido y los silencios.

 

(Este poema obtuvo el Segundo Premio en el XVI Encuentro de Poesía "Premio José Carlos Capparelli" en Buenos Aires en 2014. Asimismo ha sido traducido al valenciano y publicado en el llibret "Sintonía 2024" de la Falla Plaza Elíptica de Gandía)

domingo, 2 de marzo de 2025

La plataforma

 

   Con unos pocos ahorros y una ayudita del banco, que me coloca a mí un préstamo al seis por ciento cuando recibe el dinero prácticamente gratis de las entidades europeas, que ya me gustaría a mí quitarme al intermediario de encima y contratar directamente, así se amasan las grandes fortunas en este mundo, sin correr riesgo económico alguno, incluso sin capital inicial, con eso, digo, me compré una plataforma. No vean las caras de horror de los míos. ¡Una plataforma! ¿Pero para qué? Y es que en nuestra sociedad se habla mucho de la libertad de expresión, del emprendimiento y de la iniciativa individual, pero cuando tomas una decisión que solo a ti te compete (bueno, al banco un poco también) ahí están los demás, allegados o no, para decirte enseguida lo equivocado de tu proceder.
   Pues sí, me compré una plataforma. Seguramente sería una inversión ruinosa. No me iba a dar ni un euro. Probablemente tampoco se revalorizaría y, por tanto, no sería posible venderla dando un pelotazo de esos antológicos que producen la admiración de todos y que disparan al máximo los índices de envidia. Como no iba a dar dividendos, ni me iba a convertir en un potentado, en general se me miraba al respecto por encima del hombro, a veces con desprecio, otras con conmiseración, como diciendo que por ahí pulula ese loco, ese inútil, con sus ideas de bombero. Pero a lo que creía, no todo en esta vida se reduce al dinero ni a las ganancias, aunque la mayoría de la gente se afane toda su vida por amasar fortunas para, al final, espicharla igual, dejando una herencia por la que se van a pelear, a veces hasta la muerte, sus afortunados sobrevivientes. Confiaba en que, salvo la plataforma, que nadie querría que se la endosaran ni por asomo, no tendría nada que legar a los pocos que aspiraran a convertirse en mis herederos. Así dejaría atrás muchos menos enemigos, propios o ajenos, lo que era un buen balance, al cabo, para una existencia humana media.
   La plataforma, por más que pareciera una mala idea, poco a poco fue teniendo mejor aceptación, no sé si porque yo me paso de tonto o de bueno. El caso es que, aplicando mis ideas humanistas, de manera generosa y desprejuiciada, todo tipo de fauna se asentó en ella para aprovecharla, que lo gratis llama mucho la atención y no faltan bocas, ni manos, ni pies, para hacerse con su trocito. Es verdad que al principio la tomaron con educación y buenas maneras, pero no es menos cierto que, en cuanto el espacio empezó a escasear, aparecieron los codazos, las amenazas y hasta las expulsiones. Claro que la plataforma es mía y que en última instancia aquí se hace lo que yo quiero, pero por cuestiones de urbanidad tuve que reducir el espacio que me quedé al principio para uso personal, negociar con mis invitados ciertas normas que no les parecían adecuadas y crear un servicio policial que sirviera para poner orden en el caos en el que habíamos terminado viviendo todos casi sin darnos cuenta.
   Ante los primeros signos de aparición de mafias y otros poderes paralelos al mío, que son consecuencia de la maldad intrínseca de ciertos individuos indeseables y asociales, convoqué entre mis fieles una tormenta de ideas para poner orden en el desgobierno. No fue nada fácil, porque para entonces ya se había instalado colectivamente la idea de que la plataforma era de todos y había todo tipo de organizaciones dispuestas a dar la batalla legal para mantener la situación de hecho como un uso y una costumbre debidamente adquiridas. Así que me las vi y me las deseé para ir ganando una a una cada batalla hasta convertirme en el ser más impopular del mundo por impulsar desahucios, deportaciones, expulsiones sumarísimas, evacuaciones preventivas y actuaciones judiciales, que acabaron por establecer una frontera jurídica en los límites de mi plataforma; finalmente no quedó en ella más que quien yo quise, que para eso era mía y la quería a mi gusto.
   Por supuesto, los problemas no acabaron ahí. Los deportados, los expulsados, los desahuciados…, creían seguir teniendo derechos y me denunciaron a los organismos internacionales para que aplicaran las leyes supranacionales a mi pequeña monarquía, porque a esas alturas yo ya había decidido convertirla en reino y dictar leyes que me protegieran, como rey omnipotente, de la voracidad ajena. Poco me importó, la verdad, que iniciaran esos procesos largos y tediosos, llenos de trampas judiciales y administrativas que siempre, siempre, favorecen a los propietarios, porque en el peor de los casos todavía estaba en mi mano convertirme en una autarquía, cerrar fronteras y defenderme con armas, nucleares o no, de cualquier amenaza.
   A estas alturas la plataforma cuenta con buena salud, afortunadamente. Después de tiempos convulsos y decisiones poco acertadas, tras haber superado esas dificultades que las grandes ideas traen aparejadas hasta que la mayoría las asume y las comparte, hoy es un modelo de éxito, incluso económico: da beneficios, reparte riqueza y se ha convertido en todo un paraíso fiscal, de tal modo que hay una lista de espera para ser admitido y puedo decir con todo rigor que en esta plataforma no hay un solo pobre, un solo sin techo, un solo enfermo; aquí nadie nos molesta a los que nos podemos llamar los buenos, los despiertos, los que sabemos aprovechar las oportunidades…
   Sigo pensando que no todo se reduce al dinero o a las ganancias, pero lo que no quiero ya parecer es tonto en una plataforma que es mía y en la que se hace lo que yo quiero. Es lo bueno que tiene el poder. Y en cuanto a quién la vaya a heredar, eso ya no es problema mío: el que venga detrás que arree, que el mundo es de quien lo conquista. Ahí se queden mis enemigos y se maten entre ellos, que nada podrá empañar ya una vida de éxito como la mía.



domingo, 2 de febrero de 2025

La desconfianza

 

 

   Todos hemos aprendido con los años a no ser confiados. De niños es posible que nazcamos con una cierta ingenuidad, esa que nos hace tan vulnerables y ridículos, pero se nos pasa pronto, generalmente en cuanto nos dan un sopapo en la guardería o nos arrean un mordisco con saña en el parque del barrio. Es cierto que la mayoría de nuestros mayores nos advierten de los peligros incluso antes de que tengamos algo de conocimiento y nuestro mini universo infantil se llene de lobos hambrientos, sacamantecas y brujas con verrugas, pero también está contrastado que, pese a tanto aviso, es usual tardar muchos años en acabar comprendiendo en qué consiste la verdadera confianza y qué la diferencia de la tontería.
   En los últimos días han sido muchas las personas con las que he hablado con la excusa de la navidad y del inicio del año nuevo para tratar de que no se rompan las relaciones amistosas y sociales por falta de uso. La incomunicación previa, esa que es fácil de achacar a las numerosas ocupaciones de la vida moderna, el estrés y el cansancio, ha dado paso en algunos casos a una actualización que no sé si calificar de previsible o no: muertes súbitas, fulminantes, de personas jóvenes y sanas a las que se les podía  pronosticar una vida larga y tediosa; matrimonios sólidos que se han separado después de años de rutina doméstica y que han derivado en batallas judiciales sanguinolentas por el predominio en la disolución de los bienes gananciales; hijos e hijas que han depositado a sus padres en residencias y se han marchado sin mirar atrás; enfermos graves que no reciben atención de las instituciones porque no disponen de acceso telemático o, peor aún, porque la primera cita disponible para un traumatólogo o para un cirujano no sale en el sistema hasta la primavera de 2026…
   Está claro que lo peor de dejar de ver o de hablar a una persona no es la distancia que se establece con ella (porque como dice el refrán “ojos que no ven, corazón que no siente”), sino la recuperación posterior de esa relación con todas las posibles desgracias de las que la existencia se encarga de ir llenando nuestras sacas. Después de esos meses, de esos años, de ignorancia mutua, tiempos en los que seguimos pensando que los demás son felices y viven en un presente brillante, exultante, el reencuentro trae en muchos casos una cascada de cambios tal que no puede sino asombrarnos, tan hechos estamos a querer creer que nunca pasa nada y que nuestras vidas son inmunes a los cambios cuando son para mal. Y entonces recordamos que nos hemos confiado demasiado, que en el tumulto de las aguas turbulentas nos hemos olvidado de las advertencias aquellas recibidas en la infancia, viéndonos sorprendidos de nuevo por la falta de disciplina, de inteligencia emocional.
   Claro que pocas veces nos hacemos responsables de nuestros fracasos, pues es más sencillo culpar a los demás de nuestras derrotas e insatisfacciones. Así vemos que la mayoría de los desahuciados de la fortuna acusan de su negro destino a los médicos ignorantes, a sus exparejas, a unos familiares desapegados y avarientos, a abogados ineptos y corruptos, y en general a cualquiera que pasara por allí en el momento de la desgracia. Todo antes que hacer un poquito de autocrítica y, tal vez, asumir que no se debería haber puesto tanto crédito en personas que no lo merecían porque, en el fondo, son tan imperfectas como nosotros, que para empezar ni siquiera nos fiamos de nosotros mismos.
   Una de las mejores estrategias contra la infelicidad consiste en no reconocerla, es decir, en no hablar de ella ni a los más íntimos. Para ello no solo basta con aparentar cierta placidez y no conceder a la adversidad ni un centímetro de avance en la propia existencia: hay que negar la de los demás, como quien niega sin empacho que la tierra es redonda, las vacunas protegen y los políticos, todos, roban. Ante las desgracias ajenas hay que endurecerse la piel y blindar con una capa de titanio el corazón, no vaya a ser que una grieta inesperada de sensibilidad nos haga vulnerables de repente, aunque nos ganemos el apelativo, justo por lo demás, de fríos y calculadores.
   Así andaba yo filosofando estos días de lluvia en que los reyes magos traerían sus regalos a los niños de todo el país, inundándonos con una bondad que el resto del tiempo no existe y tratando de protegerme de la confianza en el inicio de un nuevo año que seguramente será tan desagradable y fastidioso como todos los anteriores, porque a lo que se ve no van a terminar las guerras, ni las hambrunas, ni los genocidios, ni los bulos, ni la ignorancia, ni la insolidaridad, ni la soledad no deseada, cuando de golpe he comprendido que también me he confiado demasiado en esta burbuja minúscula y cómoda en la que vivo. Porque todo puede ser siempre peor, mucho peor. Basta con que quien tenga con qué le dé un sopapo a nuestros valores o a nuestra economía, para que la realidad se desmorone como un castillo de naipes. Basta que alguien con mala intención, uno de esos de los que no desconfiamos todavía, se atraviese en nuestro camino con una metralleta o un bazoka para que seamos nosotros los que a finales de año estemos tratando de contar a los demás una nueva desventura.
   Será que no estamos avisados lo suficientemente. O será que aún nos queda algo de tontería.