Bien sabido es que cada cual tiene sus manías. Los seres humanos somos como somos, nos guste o no, y nacemos con muchos defectillos y generalmente nos morimos con ellos sin que haya cambiado casi nada, aunque alcancemos los cien años. Una vida larga solo significa, por tanto, que el fracaso ha sido mayor, que hemos tenido que convivir con nosotros mismos y nuestras extravagancias durante más tiempo de lo que hubiéramos deseado, así de lamentable es nuestra existencia, como saben muy bien los psicólogos y sus cuentas bancarias. Sin embargo, ¡qué materia sin fin para el cine y la novela este asunto de las rarezas de cada cual! No existiría la comedia si no se poblara de pobres tipos de los que nos podemos reír sin cortapisas porque son más tontos, más feos, más ridículos, más impresentables, que nosotros mismos. ¡Y qué superioridad moral nos da mirarlos desde arriba, verlos afanarse en absurdos problemas y situaciones hilarantes, creyéndonos falsamente que tales dislates no nos pasan nunca y que nadie se atreve, por tanto, a reírse de nosotros! En esto, como en todo, la risa va por barrios.
No quiero resultarles incómodo. No pretendo que hagan una introspección, un análisis de su propia personalidad, persuadido de que tal actitud se volvería contra mí, un cuentista del que la mayoría pensaría con inquina lindezas tales como quién se habrá creído que es este mamarracho o por qué no se va a psicoanalizar a su querídisima madre… Hasta en clave de humor resulta difícil pensar en uno mismo, ese ser legendario para cada uno de nosotros que habita nuestra personalidad, la fagocita y nos estropea las relaciones con la pareja, los compañeros de trabajo y los conocidos, dejando a su paso un yermo en el que solo crece la hierba del rencor. Y, puesto que no voy a ponerles a ustedes en la diana y solo voy a recurrir a figuras culturales cuando la complejidad de la situación lo requiera, seré yo mismo quien ocupará el centro de este debate con mis miserias y mis contradicciones. Si les parece mal, pueden dejar de leer aquí mismo.
No puedo negar, después de la primera frase, que yo tengo mis propias manías. Como esos personajes que tienen un toc y que aparecen sobre las tablas del teatro con sus peculiaridades de higiene, innumerables repeticiones, supersticiones, cálculos extravagantes y expresiones de ira inesperada, yo también padezco mi trastorno obsesivo compulsivo, que se manifiesta en numerosos rasgos que me convierten en un divertido objeto de miradas y críticas: me toco la nariz cada vez que un pensamiento perturbador me cruza por la mente, como si con ese gesto pudiera borrarlo, entrechoco rítmicamente mis dedos pulgares ante una emoción intensa y, sobre todo, no soporto, ni remotamente, sentirme sucio, por lo que una simple mancha en la ropa o en mi cuerpo me hace sentir la imperiosa necesidad de eliminarla inmediatamente. Es verdad que podría ser peor, como el caso de ese presentador de televisión que se tiene que duchar veinte veces al día, porque yo, al menos, no lo necesito si no existe realmente la mancha fatal.
Esta obsesión por no mancharme ya la descubrí de niño. Y, por supuesto, también los demás, porque nada hay más evidente que lo cierto (excepto para los políticos, que han desarrollado sus propias manías y miopías) y no puedo negar que dicha observación me ha suscitado muchas críticas a lo largo de mi vida. Hoy mismo, por poner un ejemplo, he comprado un kilo de patatas y me las han vendido con una parte de tierra adicional incorporada; pues bien, me he aguantado como he podido hasta llegar a casa, en donde rápidamente he llenado un barreño y he puesto allí los tubérculos para que se libraran de toda impureza antes de proceder a guardarlos y a lavarme muy aplicadamente las manos para evitar que quedara rastro alguno de tierra en palmas, dedos y uñas.
Hoy en día esta manía de la limpieza ya no me causa graves problemas, si bien procuro no tocar sin protección pomos de puertas, barras de transporte público, pulsadores de timbres, monedas e incluso las manos de otras personas, que me figuro continuamente llenas de todo tipo de virus y bacterias. Pero me acuerdo ahora de cuando de niño me llevaban mis padres al campo y me decían que cogiera una piedra y aplastara a los escarabajos de la patata: ¡qué divertido era buscar aquellos coleópteros de franjas negras y amarillas y dejarlos secos de un golpe certero! Recuerdo que me decían que eran muy malos y que se lo comían todo, y entonces yo, con todo cuidado para no mancharme, los odiaba más y los reventaba con rabia.
No me negarán que lo anterior es bastante absurdo: hoy no soporto que las patatas tengan tierra cuando la realidad es que mis abuelos y mis padres eran campesinos y se pasaban sus vidas bregando con la naturaleza para ganarse el pan. A ninguno se le hubiera ocurrido ni remotamente preocuparse de si se manchaban durante el trabajo, como tampoco se les hubiera pasado por la imaginación no lavarse concienzudamente al volver a casa, porque limpios sí que eran.
Soy uno de los miembros de esta sociedad que ha olvidado sus orígenes, que se ha integrado en la categoría de urbanitas que solo ven el campo desde las autovías, y que cree que los vegetales y las frutas vienen mejor si están limpios, partidos y pelados, listos para consumir y envueltos en un kilo de plástico.
Estas son algunas de mis miserias y de mis contradicciones. Seguramente causen risa, sean un motivo para la superioridad moral de muchos. Pero también deberían producir pena, porque detrás de una manía lo que hay es una grave desadaptación al entorno y para sobrevivir en el mundo se necesita tener los pies anclados en el barro por muy sucio que esté: somos parte de la naturaleza y, cuanto más nos olvidamos de ella, peor nos va.