Me miran, no diría que con mucho interés, ni con curiosidad, más bien como cuando uno tiene la obligación de atender a una explicación que no le atrae apenas y pone cara de falso asentimiento, tras la cual se ve que se está pensando en cualquier otra cosa: los planes para el fin de semana, la chica deseada, el look del viernes noche, cómo sacarles veinte euros a los padres, qué pizza pedir por Glovo al llegar a casa después del instituto… Los adolescentes son unos oyentes crueles entre sí y con los demás. No se molestan en disimular el aburrimiento y se estiran, bostezan, miran por la ventana o al techo, golpean rítmicamente los dedos contra la madera de la mesa como invocando al dios del tiempo para que la hora de tedio que tienen por delante se pase a la velocidad del rayo. Ni siquiera interactúan entre ellos; tienen asumido que la superación de estos tragos amargos les corresponde en exclusiva y que cada uno tiene que aguantar su vela mientras la cera arda.
No sé por qué acepté este encarguito. Me debieron pillar en la hora tonta, porque de qué, si no, estaría yo aquí deseando tener las artes manuales de un malabarista y el verbo facundo de un monologuista para captar a esta audiencia de labios caídos y ojos amodorrados. Me aseguraron que era el sexto curso escolar en el que hacían estos encuentros con mayores del barrio para acercar a los alumnos de cuarto de ESO las experiencias vitales de sus vecinos y que los cinco anteriores habían sido un éxito: por las aulas han pasado bomberos, profesores, viajantes, médicos, delineantes, policías, economistas, camioneros… y es una de las actividades mejor valoradas en la memoria anual por los profesores, los alumnos, la asociación de padres y hasta por el ayuntamiento.
¿Pues cómo serán las demás?, me preguntaba, imaginándome la tortura de los profesionales que tuvieran que hacer saltar en tales mentes la chispa del conocimiento y de la curiosidad. Mi primera decepción fue constatar que no sabían nada de los sesenta en España, de su régimen político, ni de su cultura, como si no tuvieran abuelos que les hubieran contado las batallitas de su juventud, cuando todavía había servicio militar obligatorio para los hombres y servicio social para las mujeres solteras. La segunda, y la más grave, fue que ni uno solo se acercaba remotamente a la definición correcta de conceptos sociales y políticos básicos, como constitución, libertad de expresión, sindicalismo, amnistía o democracia. Además, para más inri, afirmaron con toda rotundidad que no les interesaba la política y que bastante tenían con aguantar en sus casas a sus padres dándoles la barrila con acontecimientos diarios que nunca iban a ningún lado y que a ellos no les afectaban en nada. Lo único que demostraron saber bien fue la noción de huelga, porque, aparte de las implicaciones sociales y económicas que pudiera tener y que a ellos ni les iban ni les venían, les permitía quedarse felizmente en la cama viendo la tele, jugando con la consola o chateando desde el móvil.
Traté, pues, de contarles con palabras sencillas, como si hablara con niños de seis o siete años, en qué consistía la tarea de un sindicalista. Que no era un trabajo propiamente, sino una dedicación aparte del puesto de trabajo habitual, para buscar mediante el diálogo con los representantes de la empresa las mejores condiciones para los trabajadores. Que era algo transitorio. Que, incluso antes de la llegada de la democracia de los años setenta y aunque no fuera algo legal, éramos elegidos por los compañeros para defender sus intereses y resolver los conflictos. Que habíamos conseguido muchos logros, como más días libres, menos horas de trabajo semanal, más vacaciones, sueldos más altos y derechos sociales y económicos en caso de enfermedad, baja laboral, paro o despido.
—Pero, entonces —me dijo un pelirrojo con bastante contundencia—, eso sería necesario, porque no teníais dónde caeros muertos. Ahora, sin embargo, los sindicalistas no hacéis ninguna falta, que vivimos muy bien y no nos falta de nada. Y, si alguno no está contento con su vida, pues puede estudiar más, cambiar de trabajo, irse al extranjero…, que hay muchas oportunidades para los emprendedores y los que se esfuerzan de verdad. Que cada cual se resuelva sus problemas, ¿no es lo lógico?
Me acordé en aquel momento de los personajes de “Historia de una escalera” de Buero Vallejo y les conté el argumento del drama, incidiendo sobre todo en las diferencias entre el individualismo de Fernando y el gregarismo de Urbano, y cómo ambos fracasaban al final de su vida porque no habían sabido implicarse con los demás y no habían trabajado por el bien común. El argumento del drama fue lo único que pareció interesarles de todo cuanto había dicho, porque empezaron un debate espontáneo en el que unos se reían de labrarse un futuro mediante el trabajo, habiendo maneras más rápidas de llegar al éxito, como el fútbol y las redes sociales, y otros se cachondeaban de los primeros porque, les decían, acabarían siendo cajeros de supermercados, mensajeros o riders. Alguno que iba por libre decía que a él le tocaría la lotería y otra, que daría un braguetazo y se casaría con un multimillonario.
Aquello era un caos de risas y ataques personales de unos contra los otros de tal magnitud, que quise poner orden, ya que no lo hacía la profesora del grupo, sentada al fondo del aula y con la mirada perdida en qué sé yo qué paraíso. Pero el pelirrojo tomó la palabra para espetarme sin contemplaciones y terminar mi participación en un proyecto tan exitoso:
—Y tú también has fracasado, que lo sepas. Porque, si no, serías rico y estarías pasando el invierno en el Caribe o en las Maldivas, y no matando el rato en este instituto al que no quieren venir ni los maestros…