domingo, 30 de diciembre de 2018
Carmen
Cipreses, nardos, un estallido de jazmines,
acarician tus manos de verde
primavera. La fuente de la risa
huye, sin prisas, a los pies de las estatuas.
Se reflejan en el estanque azul
de hondos pensamientos, ángeles de piedra,
madres de leche y mármol, una angustia
de tiempos y de muertes. Se escinden mis ojos
en vega y en ciudad, en el desamor de lo perdido,
en fugas de canciones. Todo, dicen, se pasa.
También el amor sin fruto, sus flores
pasionales. Y yo me angustio, bajo las hojas
de la retama en el aroma de los limones,
en el descenso de cantos hacia la triste baranda,
donde ciego de amor
me encontrará el alba.
Del libro "Los útiles del alquimista" (2010)
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viernes, 23 de marzo de 2018
Estúpidos
Vivimos tiempos estúpidos. Dicho
así, no sé si queda claro lo que quiero decir. A lo mejor es una expresión un
tanto ambigua y lo mismo sirve para expresar que nuestra época es un tiempo
históricamente absurdo y ridículo, que para concluir que por eso mismo
nosotros, los habitantes de estos tiempos, somos tan estúpidos como el entorno
en el que nacemos, crecemos, nos reproducimos y nos morimos. O nos matan:
lentamente con comida basura o con la contaminación del agua o del aire, más
deprisa con la falta de inversión necesaria en investigación médica o en
instalaciones sanitarias, a toda velocidad con guerras estratégicas que dejan
la tierra regada con la sangre de miles de víctimas civiles que tuvieron la
desgracia de quedar en medio de los terroristas del capitalismo contra los de
la religión, o cualquier idiotez parecida. El caso es que nos matan, por activa
o por pasiva, y que nos dejamos matar mientras nos entretienen con
independentismos, banderas y otras baratijas del hombre blanco, que nos ofrece
camuflada entre sonrisas y flores de tecnología y progreso el ponzoñoso áspid
de su veneno.
En Occidente parece que vivimos años de democracia. Debemos estar
contentos, pues nunca en el mundo ha habido una generación que haya tenido
tantos derechos como la nuestra, que haya generado tantos excedentes
alimentarios y que haya podido crear con su ingenio y sus ingenieros tantos
avances en comunicaciones, transportes y entretenimientos. Por si no nos hemos dado
cuenta, ya se encargan los medios de comunicación de masas de recordarnos
continuamente lo arduo que fue conseguir este estado de bienestar y luego lo puntualizan,
como cuando el tonto remacha el clavito, esos políticos de cualquier signo que
piden nuestro voto supuestamente para el bien público, pero que en el fondo tan
solo persiguen gestionar el presupuesto, ese que andando el tiempo constituirá
la Púnica, el caso Nóos o su puñetera madre, con el dinero en Suiza, los jueces
comprados con polvitos de colores y la vida prescribiendo, que es lo natural.
Y si a alguien se le ocurre indignarse, que ya está bien, oiga usted, de
tomarnos el pelo y cobrarnos encima por ello, y sale a la calle, ocupa las
plazas y trata de recuperar el poder para el pueblo, que al fin y al cabo es
algo más que un voto cada cuatro años y una voluntad cautiva, pues el sistema
encuentra siempre el modo de canalizarlo en algo sucio, greñudo, algo que huela
a fritanga de Venezuela o de Cuba, a rata de alcantarilla y perro mojado, chirriante
sonido de flauta desafinada, para devastarlo y, como mucho, domesticarlo. Que
sepa la gente que al fin y al cabo son todos iguales, y lo mismo da ocho que
ochenta, que con consignas así lo que no hay es esperanza, mientras la casta
invierte en bolsa, educa a sus hijos en universidades extranjeras y brinda con
champán francés por la salida de la crisis y sus crasas cuentas bancarias.
Claro que no todos somos estúpidos. Pero divididos como estamos,
fragmentados, sin representantes que nos potencien, tratamos de a poquitos de
levantar nuestra vocecita contra el muro de las consignas, contra el Gran
Hermano que nos trata de doblegar con series de televisión, la mejor liga de
fútbol del mundo, mira quién baila y cómo cocina tu niño en la pantalla. Si un
día los jubilados se hartan y salen a la calle para que no les roben las
pensiones de su trabajo, ese que recuperó un país de una guerra incivil y de
unos gobernantes dictatoriales, enseguida tratan de comprarles con unas
chucherías, como si a estas alturas se pudiera acallar la injusticia otra vez
con la misma caradura y falta de ética. Pero no los minusvaloremos: suelen
timarnos taimadamente mientras nos compran.
Vivimos tiempos estúpidos. Nunca antes disfrutamos de una sociedad con
tantas libertades y de una vida tan muelle y tan plena: poco importa que muchos
de nosotros estemos en el paro, que muchos sueldos no lleguen a los mil euros,
que los jóvenes tengan que marchar al extranjero para aspirar a una vida mejor,
que los ancianos no cobren su subsidio de dependencia, que se condene en
democracia a escritores, cantantes, blogueros, tuiteros, gente del Facebook y
otros de mal vivir, vagos y maleantes, condenados por decir lo que piensan con
la libertad de expresión en la que se supone que vivimos. ¡Esta era la
libertad, este era el futuro! Qué tiempos. Qué estúpidos.
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Zarabanda
domingo, 18 de febrero de 2018
Miradas
Fue en mis tiempos de
universidad, cuando la vida se medía casi exclusivamente por fechas marcadas en
el calendario para exámenes y fiestas en los colegios mayores del campus. Los
días, monótonos como hojas caídas en el otoño, tardes de apuntes y bibliotecas,
un cigarrillo compartido en las escaleras de piedra a las horas en punto, la
promesa de una cita con esa inquietud que genera el descubrimiento de otra
persona, con su respiración y sus ilusiones, de vez en cuando rotos por una
noche sin tiempo para los relojes, de locales nocturnos, bailes hasta el
amanecer, la ropa sudada oliendo al humo de los garitos pero la sonrisa ancha,
muy ancha. En ese tiempo que cuando vivimos no queremos creer que algún día
añoraremos, con sus luces y sus sombras, con su ardiente soledad y los amigos
que se guardarán para siempre en el corazón, incluso después de la muerte.
Tiempo de ideales que parecen colgar como cerezas de un árbol enorme,
tal vez inalcanzable, pero que se ve robusto y sólido. Cómo presentir, siquiera
en los peores momentos, que la carne puede ser madera que se astilla, esquirla
que se clava con saña en la yema del dedo o entre los intersticios de las
costillas, y te taladra, te señala, te marca para siempre con su cicatriz de
acero. Fue entonces, digo, cuando una mañana cualquiera, la lluvia cayendo a
borbotones contra el cristal de mi habitación y yo huyendo del frío entre las
mantas de mi piso de estudiante, leía un suplemento dominical con la devoción
de los entregados al conocimiento. Un reportaje, insólito en los años ochenta,
entrevistaba y fotografiaba a mujeres que habían sido operadas de cáncer de
mama y mostraba sus cicatrices a la par que incidía en que su belleza seguía
estando presente en ellas, incluso se atrevía a decir que aumentaba con su
superación y su valentía. ¡Qué lejos me quedaba aquel mundo a mí, que apenas si
visitaba una vez al año al médico y eso porque mi madre insistía en que la
acompañase a sus revisiones para anotar las dosis de sus medicamentos! Y, sin
embargo, qué hermosas me parecían aquellas mujeres: me decía que merecían ser
deseadas por ellas mismas, por su belleza, y que en absoluto se debían asociar
con la lástima o la conmiseración.
Y ahora, tantos años después que las hojas de los calendarios podrían
formar por sí mismas un otoño largo y seco, me veo recordando aquellos años con
las marcas de los dientes del tiempo sobre mi mismo cuerpo. Acabados los
estudios, empecé a trabajar en un bufete de abogados, viajé por medio mundo,
conocí a mi marido, tuve dos hijos y estoy a punto de ser abuela, y no puedo
decir que no he logrado lo que quería o que no he sido feliz. Incluso puedo
estar contenta porque el cáncer de mama no me sorprendió del todo debido a
desdichados antecedentes familiares y los médicos me felicitaron, se
felicitaron, por haberlo cogido a tiempo.
Pero pasados tres años de mi intervención y
aceptando que tengo buen aspecto general, y que todos me animan a pasar página
y seguir adelante, he tenido que aprender a dominar mi cabeza: libre mente, me
digo, y allá va ella, con sus propias cavilaciones, sus viejas cuentas,
haciendo balances, si se le deja. He recurrido a reputados psicólogos, a
técnicas milenarias, a terapias alternativas, y durante mucho tiempo no he sido
capaz de asumir que tengo un cuerpo nuevo, que ya no es el que era, y no me he
atrevido a mostrarlo, no ya a los míos, ni siquiera a mí misma. Era una
negación tan grande la que sentía, que a veces en sueños me veía tal como era
antes de la operación quirúrgica y entonces me decía que, si estaba soñando, yo
no quería despertarme jamás.
Muchas veces me he acordado de aquel reportaje y de todas aquellas
mujeres que se atrevieron a mostrar sus cicatrices para concienciar a una
sociedad que niega la muerte y la enfermedad de que existe algo más que cuerpos
perfectos de los que ensalza la publicidad. Contra esos tópicos de medidas
perfectas y organismos insultantemente sanos, he tenido que reeducar mi mente
hasta convencerla de que no solo en el fondo soy la misma de siempre, que no
hace falta bucear en mis profundidades para encontrarme todavía. Y así me he
mirado con orgullo en el espejo, he salido a la playa, he bailado hasta el
amanecer y he compartido mi risa con quien la ha sabido provocar. Tal vez no
sea perfecta, pero si para mí eso ya no es imprescindible, ¿por qué tendría que
importarle a nadie más?
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Zarabanda
jueves, 18 de enero de 2018
Bajo el calor
Mis padres nacieron en esta
ciudad, mis abuelos también. Me contaron leyendas de urbes florecientes en las
que el agua potable fluía mansamente por las paredes de las casas y de utensilios
inverosímiles por los que viajaban las imágenes con solo apretar un botón. A mí
me fascinaban aquellos viejos cuentos narrados por la noche alrededor de la
hoguera, cuentos fantásticos que alimentaban mi imaginación mientras teñían los
ojos de los más ancianos de una pulsión oscura, de un arcano secreto. Algunas
veces, cuando pensaban que no les podíamos escuchar, decían nombres a los que
yo no encontraba sentido, pero que resonaban en mi cabeza durante semanas,
agrandados por las sombras de la oscuridad nocturna: Unión Europea, Trump,
China, cambio climático, fallo tecnológico, grandes catástrofes… Eran palabras
que sobrevivían de un mundo perdido del que nadie quería hablar delante de los
niños y que nos estaba por tanto vedado.
Crecí oyendo contar viejas historias de nieve cayendo sobre la muralla
de piedra y relatos en los que el río era una pista de hielo en el invierno.
Sin embargo, aún ahora, a mis cuarenta años, nunca he visto un copo de nieve,
ni conozco el prodigio del hielo. Vivo en un subterráneo cavado bajo un cubo de
la muralla y solo salgo de noche tratando de conseguir el alimento
imprescindible para no morir de inanición. Somos muy pocos y nuestro número
desciende progresivamente en estas condiciones insalubres. Cada día tenemos que
ir más lejos para buscar presas y con frecuencia nos encontramos con otros
grupos que cazan en los mismos territorios que nosotros; algunos los perciben
como enemigos y dicen que están invadiendo nuestro territorio y terminando con
su voracidad con los pocos recursos que tenemos. Hay quien ya ha levantado la
mano contra ellos y ha hecho correr la sangre con violencia. El recelo mutuo
aumenta a ojos vistas. La paz entre nosotros y ellos no parece que pueda ser
duradera.
No obstante, mi mayor temor es que pronto no haya recursos suficientes,
llegue la desesperación y nos acabemos por comer los unos a los otros, como contaban
los que huyeron de las tierras ardientes que hay más al sur. Eran relatos
espantosos de hordas de caníbales que asolaban las tierras que cruzaban. Nosotros
los escuchábamos, sin duda horrorizados, pero nunca hablamos con los demás sobre
ellos, pues al miedo es contagioso y no hay que otorgarle poder alguno, si bien
en mi mente, en la soledad del lecho, esa posibilidad fatal ya ha anidado y a
menudo sus monstruos comparecen en las pesadillas nocturnas.
Procuramos permanecer activos, aunque
tratando de evitar las horas en que el sol calcina los campos y caminos. Las
mujeres y los niños, vigilados por los ancianos y los más débiles, se encargan
de acarrear el agua, que también escasea progresivamente. Los hombres aportamos
la caza y todavía somos capaces de conseguir al menos una comida diaria para
todos, si bien las raciones poco a poco se ven mermadas: es arduo asumir que
los productos comestibles se reducen a medida que aumenta el hambre. Ante este
panorama tan poco esperanzador, los más temerarios ya han comenzado a emigrar
hacia el norte, aun a sabiendas de que el tránsito por los caminos es peligroso
y pocos alcanzarán tierras más verdes. Hasta aquí han llegado rumores de que no
es cierto que exista un mundo mejor más allá de las montañas y que esas
historias han sido difundidas para atraer a los incautos a una trampa mortal,
pero también es verdad que la muerte acecha igualmente entre las piedras de
esta vieja ciudad. De momento, yo no me voy. Tengo miedo por mis hijos: son
pequeños y es seguro que, con su fragilidad actual, no resistirían un
desplazamiento tan largo bajo un sol inmisericorde. Y luego está la falta de
agua…; aquí al menos tenemos la que podemos extraer aún de los pozos y aljibes
bajo la muralla. Además, estas piedras ofrecen un resguardo contra posibles
ataques de las hordas caníbales: conocemos sus galerías y podemos hacernos
fuertes en ellas, incluso resistir un asedio usando las varias salidas que solo
nosotros conocemos bien. Quedarse puede ser arriesgado, pero marchar lo es más
aún.
Mis padres y abuelos están enterrados en esta tierra, aquí descansan en
paz. Y aunque esta vida sea una batalla permanente, una total zozobra, los
hombres merecemos descansar en paz en la tierra que nos vio nacer y que nos
acoja al fin en sus largos y cálidos brazos hasta que nos reseque del todo las
entrañas.
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