Muchas veces en sueños, muchas veces despierto, viajando en autobús
mientras miraba oscurecerse el cielo, o siguiendo el ritmo de las olas
en la playa, he pensado en escribir una obra de teatro, siempre la
misma. Algunos de los personajes han ido cambiando de unas ocasiones a
otras, aunque siempre hay uno que resulto ser yo mismo, una especie de
monolito que da inicio y fin a la farsa. No importa que los personajes
varíen, porque el argumento es idéntico y solo admite pequeños cambios
de matiz, ligeras correcciones traídas por la dolorosa carrera de los
años y el punzante aguijón del fracaso.
En una pequeña sala a la moda de la segunda mitad del siglo XX,
amueblada tan solo con una mesa de comedor y seis sillas, un par de
lámparas encendidas y al fondo una ventana por la que se filtra la
rojiza luz de un atardecer, tal vez de Madrid, un hombre mayor, en el
que puedo reconocerme fácilmente, parece leer las aventuras de un
caballero andante de Juan Valera. Todo tiene una atmósfera densa, como
velada por un humo inexplicable, y el tiempo pesa sobre los objetos. Un
decorado transparente, sin exotismos ni fuegos de artificios, para un
drama rutinario.
Cuando parece que el hombre no pudiera esperar nada y estuviera
destinado a convertirse en un Vladimir o un Estragón cualquiera al borde
de la noche, se oye el sonido de un timbre, unos pasos, una puerta que
se abre, un anuncio, una visita, el cambio de escena que como expertos
espectadores estamos preparados para percibir como el comienzo del
conflicto. Llega ante nuestros ojos el espectro del padre de Hamlet, la
madre muerta, el niño extraviado, el amigo que perdimos en Teruel, Godot
y toda su parentela, nuestro primer amor, la Eloísa que creíamos debajo
del almendro pero que estuvo fabricando guirlache en Alicante más de
cuarenta años… Llega por sorpresa, posiblemente con premeditación, para
desacatarnos las canas, pedir explicaciones y sacar de la maleta un
espejo de tres cuartos en el que mostrarnos lo que somos, un Dorian Grey
cualquiera a oscuras en una triste habitación de una ciudad muerta.
El tono es fundamental en el diálogo que se establece entre las dos
sombras: del afecto al desprecio, de la cordialidad al rencor, de la paz
a la ira, los monigotes esgrimen una enormidad de armas verbales para
mostrar las inmensas cicatrices que recorren sus cuerpos desde el cráneo
hasta los pies, algunas todavía con puntos dobles e infectados que nada
ni nadie ha podido curar por más tiempo que haya transcurrido. Casi
siempre la culpa es del otro, que no puede percibir la gravedad de las
circunstancias que tuvo que superar el primero, el dolor que sufrió, la
soledad tan intensa que cruzó como un condenado a morir de sed en el
desierto. Las medallas de cada parte muestran su alto cargo en el
desempeño del dolor: golpes físicos, agresiones en la estima, olvidos,
desinterés, falta de empatía, menosprecios, tristezas solitarias
mientras el resto del mundo bailaba en la celebración de una boda o
disfrutaba del sexo con el partenaire ocasional. La lista de bajas en la
batalla pareciera no tener ni fin ni sentido.
Acaso el espectador esperase llegar al final con una catarsis al modo
clásico; nada más confortador que alcanzar el desenlace con un acuerdo,
firmar las tablas, declarar un armisticio con el simbólico acto de
estrecharse la mano o abrazarse con el corazón limpio tras la exposición
de motivos y causas. Pero los dos personajes no pueden ya reconocer a
quienes fueron en aquel tiempo, ni tampoco pueden comprender ni perdonar
a quienes son hoy, y por eso vagan por la escena como esperpentos,
héroes tragicómicos de un mundo desaparecido en el que se sembró el odio
y creció el horror.
Con el paso del tiempo, los personajes de la farsa se han vuelto más
violentos, más rencorosos, quizá porque no me pueden perdonar las horas
felices, los momentos gloriosos, los breves instantes de plenitud
imaginando la trama, mientras ellos cavan cada vez más honda una fosa en
la que no se puede sino naufragar. Me miran con ojos terribles, me
acusan de volver a traerlos a la vida para provocarles de nuevo el mismo
dolor, una insatisfacción aún más grande; parecen estar convencidos de
que finalmente soy yo el culpable de su derrota. Por miedo a ellos y a
su reacción, nunca me he atrevido a escribir la obra de teatro: mientras
ellos mueren y yo observo su muerte como un espectador impasible, el
telón baja lentamente para todos.
Profundos y excelentes relatos Jesús, como ya es norma, como nos tienes acostumbrados. Si no te parece mal yo en este "reparto" me quedo con el personaje de "la Eloísa que creíamos debajo del almendro pero que estuvo fabricando guirlache en Alicante más de cuarenta años…", aunque ya no pueda comerlo yo. No sé bien por qué, pero me sobrecoge menos.
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