miércoles, 18 de octubre de 2017

La foto



   Para muchas personas un viaje no deja de ser algo muy corriente: se decide el destino, se compran los billetes, se planifican las visitas y en el último día se cierran las maletas como quien no quiere la cosa. Existen, incluso, los que en el momento de partir se preguntan a sí mismos que quién les manda meterse en esos líos, con lo bien que se está en casa y lo barato que a la postre sale comer de lo propio y ver la televisión en el salón. Y están quienes, para más inri, tienen que viajar por motivos de trabajo y odian tanto coger un avión como saltar por el mundo de hotel en hotel, malcomiendo y durmiendo a matacaballo. Para muchos los viajes son un fastidio y añoran los paseos vespertinos por las orillas del río de su tierra casi tanto como la propia infancia.
   Otros, sin embargo, nos pasamos la vida entre cuatro paredes, viendo el cielo allá a lo lejos y cumpliendo de buena gana nuestras obligaciones, aunque eso suponga que el mundo nos sea ajeno e inalcanzable. Amamos la vida, la celebramos, pero siempre en un entorno reducido y físicamente estrecho que nos hace crecer en espíritu pero nos encoge para la luz como si fuéramos calcetines demasiado lavados y encerrados en el cajón de la ropa olvidada.
   Por eso fue una bendición que en marzo pasado nos sorprendieran con la noticia de un viaje, organizado sí, como de empresa, el primer viaje en treinta años desde que llegué a esta casa para afincarme en ella. Y los elegidos, yo estaba entre ellos, éramos tan solo doce, como los antiguos apóstoles, que seríamos los representantes de los demás en nuestro periplo. No es de extrañar los nervios, las inseguridades, las dudas, que tuvimos durante el mes anterior; hubo noches en las que apenas pude dormir y, cuando lo hacía, mis sueños se poblaban de viejas casas, familiares ya fallecidos y exóticas aventuras por junglas amenazantes. De día me decía a mí mismo que los miedos son una oportunidad para el conocimiento y trataba de imbuirme del espíritu bíblico que nos recuerda que finalmente todo es vanidad.
   El viaje fue estupendo. Salimos desde el aeropuerto de Madrid y en dos horas ya estábamos en Italia. Roma nos encantó, con sus calles estrechas, sus conductores vertiginosos y la historia latiendo en las piedras milenarias… En los Estados Vaticanos nos recibió el Papa Francisco, nos animó a perseverar en la fe, a profundizar en el mensaje de Jesucristo y a ser esencialmente buenos; lo que más me gustó fue que no hubo necesidad de un traductor para comprenderlo, así de importante es compartir la misma lengua, pensé. Y luego todavía hubo tiempo para viajar a Florencia, pasear junto al Arno y visitar con un guía la Galería de la Academia. El David de Miguel Ángel me impresionó: tenía una tensión vital y una majestuosidad que apenas podía retener. Creo que merece la pena vivir para disfrutar un día al menos de tanta belleza.
   La vuelta fue un regreso al mundo rutinario, no siempre exento de fealdad. A los tres días del regreso, el padre prior nos convocó a su despacho y nos riñó por la fotografía que nos habíamos hecho ante la estatua del David. No sé quién fue el acusador, nuestro Judas particular, pero el prior nos conminó a entregar todas las fotos que habíamos hecho en nuestro viaje y a rezar por todos los pecados que hubiéramos cometido nosotros o nuestros acompañantes. Por primera vez en mucho tiempo me pareció ridículo, pero la autoridad es así, en ocasiones ciega y absurda. Castigado durante una semana en mi celda, decidí que nunca renunciaría al recuerdo del viaje, a la foto con la estatua, ni a la belleza que había podido percibir en ella y, sí, decidí rezar por los pecadores, por todos aquellos que no saben valorar la alegría en la carita de un niño, la imagen de Dios en la belleza de la adolescencia, la enérgica templanza del adulto o la suave resignación del anciano, y recé, recé toda la semana, por esa pobre gente, como el padre prior de mi congregación, que, pese a sus años y su mucha sabiduría, todavía tiene la cabeza atormentada y comida por la miseria de la culpa y el pecado. Que Dios se apiade de él.

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