Sé que soy un poco raro, no crean.
En mi entorno encajo mal, muy mal diría sin temor a quedar retratado. No es que
no me gusten los seres humanos, que no me gustan nada, es que además rechazo de
plano las innovaciones tecnológicas que nos han convertido en unos peleles al
servicio del consumismo, unos inútiles que solo vivimos para ganar dinero y,
con él, poder comprar aún más utensilios y cacharros. Claro que hay algunas
cosillas que hacen mi vida más cómoda, pero no son por las que la gente de mi
generación y otras posteriores se matan de sol a sol: hoy por hoy el agua
corriente, las aspirinas y la radio no desequilibran mi presupuesto, y me temo
que el de nadie. Vamos, que no soy precisamente un negocio.
Me gusta ir andando a los sitios, y gracias a ello he aprendido a mirar
por dónde voy y he conseguido tener unas piernas fuertes que son la base para
una buena salud. Cada día más, en mis paseos sin prisa y a menudo sin rumbo, me
cruzo con personas que viven abstraídas en su mundo virtual de smartphones y
que ven la vida por una pantalla de pocas pulgadas: me da un poco de lástima
ese mundo de likes, selfies y postureo que a menudo esconde tan solo un miedo
terrible a la soledad, una huida a fondo, como el horror vacui del arte
barroco. No hay nada sano en ese mundo tecnológico que nos impulsa al silencio,
a la reconcentración, al aislacionismo, cuando es conocido que el ser humano
solo puede ser feliz, o aspirarlo al menos, en su dimensión social y preferentemente
solidaria.
Y aunque no me gusta caer en los brazos de esta sociedad consumista,
claro que yo también pago mis peajes, porque de no hacerlo mi vida sería, al
menos hoy por hoy, totalmente imposible: tengo mi tarjeta bancaria, mi nómina
domiciliada, receta electrónica y coche propio. Algunos quieren ver en este
último mi gran contradicción y me restriegan con saña las virtudes del
transporte público, como si no supieran lo difícil que es en algunas ciudades
como Madrid trasladarse de un punto no céntrico a otro aún menos céntrico. Que
si vives en la periferia, por más tranquila que pueda ser tu vida, es imposible
que el mundo esté a tu alcance excepto si te vas a donde van todos: al Primark
o a El Corte Inglés, que esos puntos sí que están bien comunicados. Y eso por
no hablar de los trayectos nocturnos…
Aún así yo uso muy poco mi coche. Creo que no conozco a nadie al que le
guste menos que a mí tener que ir a la gasolinera a repostar: ya no es que me
parezca un robo a mano armada por parte del gobierno de turno, que hace años
que tengo bien fundada esta opinión, y hasta oiga las monedillas sonar en las
manitas del Ministro de Hacienda, por no decir de todos esos gerifaltes que son
parte del negocio por tradición familiar y que, además, alardean de tener unas
magníficas relaciones con las monarquías árabes, es que también aborrezco el
olor a gasolina, el del pan precocido y las promociones de puntos para que tú
vuelvas. Y tampoco creo que conozca nunca a nadie al que le guste menos que a
mí llevar el coche a una simple revisión: el mecánico trata de ser amable y me
habla de pastillas de frenos, líquidos aditivos y cambios de filtros de los
que, no solo no entiendo nada, sino que no concibo que puedan interesarme
jamás. Cuando me entrega el presupuesto, para mí es como si me diera un
manuscrito en sánscrito que hubiera que guardar para siempre en una cueva de la
ribera del mar Negro.
No obstante, lo peor acecha de forma inesperada. Da lo mismo que te
sepas los horarios, las costumbres, las dinámicas y las sinergias: un día como
otro cualquiera sales de tu casa y de buenas a primeras te encuentras un atasco
donde habitualmente hay tres carriles y un tráfico fluido. Pasan los minutos, y
hasta las horas, te aburres de beber agua, se te acaban las aspirinas y hasta
te hartan las mismas noticias de la radio. Y así, casi sin saber cómo,
tragando humo y pasando calor, viendo
cómo otros conductores despotrican contra todo y pegan bocinazos a diestro y
siniestro, siendo consciente de que allí no hay orden urbano ni guardias de
movilidad siquiera para dar ánimos, abro la puerta y salgo por piernas,
abandonando para siempre la última ilusión que me quedaba de no ser un bicho
raro.