miércoles, 19 de julio de 2017

El coche




   Sé que soy un poco raro, no crean. En mi entorno encajo mal, muy mal diría sin temor a quedar retratado. No es que no me gusten los seres humanos, que no me gustan nada, es que además rechazo de plano las innovaciones tecnológicas que nos han convertido en unos peleles al servicio del consumismo, unos inútiles que solo vivimos para ganar dinero y, con él, poder comprar aún más utensilios y cacharros. Claro que hay algunas cosillas que hacen mi vida más cómoda, pero no son por las que la gente de mi generación y otras posteriores se matan de sol a sol: hoy por hoy el agua corriente, las aspirinas y la radio no desequilibran mi presupuesto, y me temo que el de nadie. Vamos, que no soy precisamente un negocio.
   Me gusta ir andando a los sitios, y gracias a ello he aprendido a mirar por dónde voy y he conseguido tener unas piernas fuertes que son la base para una buena salud. Cada día más, en mis paseos sin prisa y a menudo sin rumbo, me cruzo con personas que viven abstraídas en su mundo virtual de smartphones y que ven la vida por una pantalla de pocas pulgadas: me da un poco de lástima ese mundo de likes, selfies y postureo que a menudo esconde tan solo un miedo terrible a la soledad, una huida a fondo, como el horror vacui del arte barroco. No hay nada sano en ese mundo tecnológico que nos impulsa al silencio, a la reconcentración, al aislacionismo, cuando es conocido que el ser humano solo puede ser feliz, o aspirarlo al menos, en su dimensión social y preferentemente solidaria.
   Y aunque no me gusta caer en los brazos de esta sociedad consumista, claro que yo también pago mis peajes, porque de no hacerlo mi vida sería, al menos hoy por hoy, totalmente imposible: tengo mi tarjeta bancaria, mi nómina domiciliada, receta electrónica y coche propio. Algunos quieren ver en este último mi gran contradicción y me restriegan con saña las virtudes del transporte público, como si no supieran lo difícil que es en algunas ciudades como Madrid trasladarse de un punto no céntrico a otro aún menos céntrico. Que si vives en la periferia, por más tranquila que pueda ser tu vida, es imposible que el mundo esté a tu alcance excepto si te vas a donde van todos: al Primark o a El Corte Inglés, que esos puntos sí que están bien comunicados. Y eso por no hablar de los trayectos nocturnos…
   Aún así yo uso muy poco mi coche. Creo que no conozco a nadie al que le guste menos que a mí tener que ir a la gasolinera a repostar: ya no es que me parezca un robo a mano armada por parte del gobierno de turno, que hace años que tengo bien fundada esta opinión, y hasta oiga las monedillas sonar en las manitas del Ministro de Hacienda, por no decir de todos esos gerifaltes que son parte del negocio por tradición familiar y que, además, alardean de tener unas magníficas relaciones con las monarquías árabes, es que también aborrezco el olor a gasolina, el del pan precocido y las promociones de puntos para que tú vuelvas. Y tampoco creo que conozca nunca a nadie al que le guste menos que a mí llevar el coche a una simple revisión: el mecánico trata de ser amable y me habla de pastillas de frenos, líquidos aditivos y cambios de filtros de los que, no solo no entiendo nada, sino que no concibo que puedan interesarme jamás. Cuando me entrega el presupuesto, para mí es como si me diera un manuscrito en sánscrito que hubiera que guardar para siempre en una cueva de la ribera del mar Negro.
   No obstante, lo peor acecha de forma inesperada. Da lo mismo que te sepas los horarios, las costumbres, las dinámicas y las sinergias: un día como otro cualquiera sales de tu casa y de buenas a primeras te encuentras un atasco donde habitualmente hay tres carriles y un tráfico fluido. Pasan los minutos, y hasta las horas, te aburres de beber agua, se te acaban las aspirinas y hasta te hartan las mismas noticias de la radio. Y así, casi sin saber cómo, tragando  humo y pasando calor, viendo cómo otros conductores despotrican contra todo y pegan bocinazos a diestro y siniestro, siendo consciente de que allí no hay orden urbano ni guardias de movilidad siquiera para dar ánimos, abro la puerta y salgo por piernas, abandonando para siempre la última ilusión que me quedaba de no ser un bicho raro.

lunes, 3 de julio de 2017

Padre


Me baño en tus ojos azules, prístinos
-como la mecánica de los ritos estacionales,
la terquedad en estado puro-,
y me veo en el azul no limpio de los míos;
me gustaría recuperar aquella caja de pinturas,
mi premio de caligrafía de primaria,
y emborronar con el marrón y el negro
mis iris y mis cejas; dejar atrás
los espacios en blanco del silencio,
la huida amarilla hacia los campos,
la solitaria amapola, y subrayar
la energía del ánimo, la madrugada,
la tenacidad de la vida saludable,
sin complicaciones ni afectos,
manchando de negro los contornos
de la herencia y la genética,
desdibujando el rito,
estampando mi propio exlibris
con letras góticas y negras.

(publicado en "Los útiles del alquimista" -información en este enlace-, Tafalla 2010)