Se acerca el verano una vez más
y, como en otras ocasiones, la publicidad empieza con el bombardeo de anuncios
en los que jovencitas semi anoréxicas se exhiben en minúsculos bikinis por playas
de medio mundo. Es el momento, dicen, de invadir El Corte Inglés y, sin
pensárselo, comprarse las novedades en moda estival, para lo que ya se lleva
sufriendo debidamente la dieta desde que terminó la Semana Santa, que las
lorzas combinan muy mal a cualquier hora del día con el blanco Ibiza de la
ropa. Tampoco debe faltar la reserva en el hotel con bufet libre en el que nos
garantizamos ya la pelea por el arroz con pollo y la consabida gastroenteritis
de todos los años o el alquiler del estrecho apartamento en el que alguno
tendrá que dormir en la terraza si no quiere quedarse en casa. Billetes de
avión, de tren, puesta a punto del coche, seguros de cancelación y compra
anticipada de entradas a monumentos súper solicitados, se convierten en el
negocio padre para las agencias de viajes, que ya te programan, aunque llueva a
mares, la entrada a la Alhambra el martes 8 de agosto a las 11 y diez de la
mañana y pretenden, a la vez, que tú te relajes y disfrutes de tus vacaciones.
No crean ustedes que estoy en contra del turismo, ni mucho menos. Siendo
español y no pensando en marcharme todavía de este paraíso en la tierra que es
la piel de toro, no se me ocurrirá, ni muchísimo menos, criticar la principal
fuente de riqueza de mi país. Nuestro producto interior bruto depende tanto de
la visita de esos extranjeros en pantalón corto y piel blanquísima que todos
los años se beben por litronas las sangrías y que aplauden a rabiar en los
tablados flamencos, las corridas de toros y los trenecitos turísticos que dan
la vuelta a pueblos pintorescos y encalados, que uno piensa que, si no fuera
por ellos, nos íbamos a tener que contentar con comer higos chumbos y paisaje.
Hemos descuidado la agricultura y la pesca tradicionales, y reconvertido en
nada la industria nacional, para regentar esta inmensa sala de fiestas donde se
pueden cometer todos los excesos posibles con o sin dinero. La España de la
movida sigue bien viva, así que ¡arriba el negocio!
Cuando se acerca el verano, yo también me quiero marchar lejos, ver
mundo y dejar atrás este calor mesetario que en los últimos años ha aumentado
tanto que casi ya no quedan ni moscas. Ni la tradicional siesta después de
comer, ni las tazas de gazpacho con hielo, ni el moderno aire acondicionado
consiguen paliar esta canícula que viene a menudo acompañada de polvo
sahariano. Y como no te puedes pasar el día en remojo para no convertirte en un
garbanzo, lo mejor es empezar a calcular hasta dónde te llega el presupuesto de
este sueldo de antes de la crisis. Descartando todos los países que tienen
vigente la pena de muerte por motivos obvios, aquellos en los que las mafias
organizan secuestros exprés, los que no recomiendan los gobiernos europeos por
falta de seguridad, y los que tienen mayores posibilidades de sufrir
terremotos, tsunamis, atentados, plagas bíblicas y rencillas religiosas enconadas,
mis posibilidades se reducen a cuatro países europeos que ya he visitado un
sinfín de veces y que no me apetecen mucho, la verdad, porque son como España
pero con el horario mermado y los precios más caros.
Y si descarto pasar mis vacaciones en las Rías Baixas, donde ya casi no
llueve, o en Málaga, porque no se puede dar un paso sin tropezarse con un
chiringuito envuelto en el humo de los espetos de sardinas, el personal
abotargado por las litronas de tinto de verano, la gente en casi cueros
mostrando las lorzas como quien expone las longanizas en el escaparate de la
carnicería, o en cualquier otro punto apasionante de este país de charanga y
pandereta también por motivos obvios, después de todo, lo mejor será que me
quede en casa soñando con un mundo de luz y color, de paz y armonía, que solo
existe en la publicidad.