viernes, 16 de junio de 2017

Turismo



   Se acerca el verano una vez más y, como en otras ocasiones, la publicidad empieza con el bombardeo de anuncios en los que jovencitas semi anoréxicas se exhiben en minúsculos bikinis por playas de medio mundo. Es el momento, dicen, de invadir El Corte Inglés y, sin pensárselo, comprarse las novedades en moda estival, para lo que ya se lleva sufriendo debidamente la dieta desde que terminó la Semana Santa, que las lorzas combinan muy mal a cualquier hora del día con el blanco Ibiza de la ropa. Tampoco debe faltar la reserva en el hotel con bufet libre en el que nos garantizamos ya la pelea por el arroz con pollo y la consabida gastroenteritis de todos los años o el alquiler del estrecho apartamento en el que alguno tendrá que dormir en la terraza si no quiere quedarse en casa. Billetes de avión, de tren, puesta a punto del coche, seguros de cancelación y compra anticipada de entradas a monumentos súper solicitados, se convierten en el negocio padre para las agencias de viajes, que ya te programan, aunque llueva a mares, la entrada a la Alhambra el martes 8 de agosto a las 11 y diez de la mañana y pretenden, a la vez, que tú te relajes y disfrutes de tus vacaciones.
   No crean ustedes que estoy en contra del turismo, ni mucho menos. Siendo español y no pensando en marcharme todavía de este paraíso en la tierra que es la piel de toro, no se me ocurrirá, ni muchísimo menos, criticar la principal fuente de riqueza de mi país. Nuestro producto interior bruto depende tanto de la visita de esos extranjeros en pantalón corto y piel blanquísima que todos los años se beben por litronas las sangrías y que aplauden a rabiar en los tablados flamencos, las corridas de toros y los trenecitos turísticos que dan la vuelta a pueblos pintorescos y encalados, que uno piensa que, si no fuera por ellos, nos íbamos a tener que contentar con comer higos chumbos y paisaje. Hemos descuidado la agricultura y la pesca tradicionales, y reconvertido en nada la industria nacional, para regentar esta inmensa sala de fiestas donde se pueden cometer todos los excesos posibles con o sin dinero. La España de la movida sigue bien viva, así que ¡arriba el negocio!
   Cuando se acerca el verano, yo también me quiero marchar lejos, ver mundo y dejar atrás este calor mesetario que en los últimos años ha aumentado tanto que casi ya no quedan ni moscas. Ni la tradicional siesta después de comer, ni las tazas de gazpacho con hielo, ni el moderno aire acondicionado consiguen paliar esta canícula que viene a menudo acompañada de polvo sahariano. Y como no te puedes pasar el día en remojo para no convertirte en un garbanzo, lo mejor es empezar a calcular hasta dónde te llega el presupuesto de este sueldo de antes de la crisis. Descartando todos los países que tienen vigente la pena de muerte por motivos obvios, aquellos en los que las mafias organizan secuestros exprés, los que no recomiendan los gobiernos europeos por falta de seguridad, y los que tienen mayores posibilidades de sufrir terremotos, tsunamis, atentados, plagas bíblicas y rencillas religiosas enconadas, mis posibilidades se reducen a cuatro países europeos que ya he visitado un sinfín de veces y que no me apetecen mucho, la verdad, porque son como España pero con el horario mermado y los precios más caros.
   Y si descarto pasar mis vacaciones en las Rías Baixas, donde ya casi no llueve, o en Málaga, porque no se puede dar un paso sin tropezarse con un chiringuito envuelto en el humo de los espetos de sardinas, el personal abotargado por las litronas de tinto de verano, la gente en casi cueros mostrando las lorzas como quien expone las longanizas en el escaparate de la carnicería, o en cualquier otro punto apasionante de este país de charanga y pandereta también por motivos obvios, después de todo, lo mejor será que me quede en casa soñando con un mundo de luz y color, de paz y armonía, que solo existe en la publicidad.