domingo, 23 de abril de 2017

Azul



Lo que me gusta, ahora que ya he perdido las tontas ilusiones juveniles, es estar de vacaciones, mano sobre mano, sin hacer nada, tomándome unas cañitas con calamares mientras miro al horizonte y no se atisba novedad alguna. Si además ese tiempo libre puede ser en verano y puedo aposentar mis reales en un lugar cercano a la playa, una que no esté atestada de gente jugando con niños, palas y frisbies, eso puede parecerse mucho al paraíso. Claro que no estoy hablando de Benidorm, la Manga del Mar Menor ni de Oropesa del Mar, lugares todos ellos que desgraciadamente me parecen el colmo de la chabacanería y lo cursi, eso tan español del quiero y no puedo, la apoteosis del mal gusto, la guerra por la croqueta revenida en los bufés de los hoteles con pensión completa… Que uno se va de vacaciones a descansar del mundanal ruido, no a sumergirse en él como si viviera en un primer piso exterior de la Gran Vía madrileña.
Me dirán entonces que lo mejor será quedarse en casa, porque no hay en nuestro litoral un metro cuadrado libre de la consabida sombrilla madrugadora, la familia con nevera que se reparte gazpacho y tortilla de patata, el abuelito que ronca como un leñador tumbado sobre la toalla de Frozen y la santa que discute con su maromo porque les mira los pechos libres y erectos a las nórdicas desatadas. Es lógico que a ustedes les falte fe, al fin y al cabo viven, vivimos todos nosotros, en un país que se ha acostumbrado a sostener a políticos corruptos, banqueros vividores, artistas mediocres y periodistas domesticados: cuando se consiente tanta mugre, es normal que la porquería se instale en cada rincón de la patria, incluida la playa, que es el experimento sociológico donde se tira a los pobres y los venidos a menos todos los veranos para ver cuánto más son capaces de tragar sin soliviantarse. Pero no se olviden ustedes de que quedan esos pocos sitios exclusivos donde se atracan yates fabulosos, se come marisco de primera y se liga con jóvenes de extrema perfección sin que llegue hasta allí el olor a ajo o a Nivea: esos son los sitios que me gustan y a ellos pertenezco por devoción, lo merezca o no, que eso no lo tiene nadie en cuenta mientras se descorcha el champán de marca y se reparten rayas.
No obstante, mi pasión es el submarinismo y a eso dedico todo el tiempo que puedo. Hay algo emocionante en conducir el yate hasta una isla tan pequeña como remota, atracar en sus aguas frías y solitarias, y zambullirse en ese mundo olvidado para pasar allí las horas muertas. En el momento en que caes al agua y comienzas a deslizarte hacia abajo, mecido por las corrientes, comienzas a ver el espectáculo de algas, peces y esponjas, y esa quietud, ese silencio, te transporta a una suerte de paz universal. Un azul delirante, unas luces secretas. Todo envuelto en una silenciosa cadencia, donde no tienen sentido la invención de la radio, el entretenimiento de los programas televisivos, la vibración del teléfono móvil avisando de la llegada de un mensaje de whatsapp… Ser consciente de que respirar, despacio y profundamente, es vivir, vivir con plenitud, como lo hacen los tiburones martillo, los atunes rojos y los gobios, es quizá lo más gratificante de la inmersión, que acaba, claro, cuando la prudencia avisa de que el oxígeno se agota y hay que regresar a ese mundo exterior de ruido y guerra, a la inconsciencia pesada de los seres terrenales.
Mi espíritu pertenece al mar, a su silencio, y no a este siglo agitado por el ruido tecnológico y la necesidad de no sentirse nunca solo: si se le quitara a esta humanidad entretenida ese contacto falso de las redes sociales y se la dejara sin sus series favoritas, sin sus canciones enlatadas, sin sus juegos estúpidos de frutas que estallan entre luces y puntos, es posible que, de repente, se sorprendiera porque todavía trinan los pájaros en sus ramas, suena el viento en las hojas de los plátanos y a lo lejos, muy a lo lejos, donde dicen que Alfonsina Storni sigue recitando sus versos, allá lejos, se oye cantar al mar.