A lo mejor porque me crié con aquellos absurdos libros para
aprender inglés en la Educación General Básica me ha quedado
residualmente una cierta antipatía hacia las conversaciones basadas en
tópicos. Ya se sabe, te subes a un ascensor porque con los años has
acabado por odiar las escaleras y tienes que soportar subir acompañado,
aunque con los años también has acabado por odiar a los compañeros
ocasionales del elevador, y dices buenos días porque te educaron en eso,
y ves la respuesta forzada de tu interlocutor, una mueca que no llega a
ser sonrisa, incómoda, y de buenas a primeras ya estás hablando de si
hoy hace frío, menos que ayer, pero al menos no llueve, y como decía
Cecilia tal vez mañana nieve. Que a ti no te importa lo más mínimo, la
verdad, que en invierno ya se sabe que hace frío y en verano el sol te
torra como a un cacahuete, aunque los medios de comunicación se empeñen
en amargarnos la temporada con las alertas amarillas y naranjas. El caso
es tenernos entretenidos y que no pensemos ni mucho ni poco.
Y de un tiempo a esta parte, los tópicos sobre el tiempo es que te
asaltan en cualquier sitio y de la manera más inesperada. Que voy el
otro día a una cena, a una de esas desmadradas cenas de despedida de
soltero, el novio era bastante mayorcito y estaba más para hacerse una
dentadura nueva que para casarse de primeras, pero el amor tiene eso,
que llega cuando quiere y te convierte en un títere, y como decía la
canción de María Dolores Pradera, cuando el amor llega así de esta
manera, uno no tiene la culpa, y en mitad de la cena, agotadas varias
botellas de vino de Rueda, el padrino, que era al menos tan viejo como
el novio, se pone estupendo y no para de reflexionar imitando a
Aristóteles sobre lo humano y lo divino. Si no estuvo perorando media
hora, debió de ser más, porque algunos nos dormimos a ratos, alguno
incluso roncó, y la cháchara siguió su ritmo monótono como las aguas del
Ebro desembocan poco a poco en Tortosa. Bueno, abreviando, que el
padrino nos informó concienzudamente de que el único tiempo real es el
presente, que el pasado no existe y el futuro es una mera entelequia, y
que por eso la verdadera sabiduría consiste en disfrutar del hoy y del
ahora, que carpe diem, collige virgo rosas, tempus fugit y que el último
apague la luz ahora que tiene estos picos de tarifa no sea que al final
no podamos pagar la factura. Que fue tan aburrido y tan deprimente que
todos todos, hasta el novio, estuvimos por agarrarnos una buena moña y
que fuera a la boda al día siguiente, si es que existía, Rita Pavone o
Rita la cantaora.
Con el grupo de conocidos con los que hago senderismo una vez al mes
por aquello de la mente sana en el cuerpo sano trato de no entrar en
conversaciones delicadas, es decir, que no hablo ni de política, ni de
religión, ni de sexo, que ya son varios los grupos estos artificiales
que he visto estallar por tratar de temas poco adecuados al ejercicio
físico y la tonificación de piernas, y eso que siempre hay alguno, o
alguna, con mala baba o ignorancia supina, que mienta la soga en casa
del ahorcado y acaba por ponernos en riesgo a todos. Para esas ocasiones
los más avezados tienen un repertorio que ni Rocío Jurado: fauna
salvaje, flora de los montes, recolección de fósiles, filatelia y
colombofilia nunca están de más y encajan siempre en el momento preciso.
Y el tiempo, el consabido tiempo, nublado, aquí y ahora, con el
sonsonete democrático de que antes, cuando todos éramos más jóvenes,
todos lo hemos sido aunque ahora tengamos una edad, el tiempo pasaba más
despacio y sin embargo a día de hoy todo lo arrasa que es una
barbaridad y hasta hay quien afirma que cumple los años de dos en dos.
Hasta yo le echo la culpa de todo al tiempo. Si no tengo ganas de ir a
hacer la compra, si no me apetece ver a la petarda de mi mejor amiga,
si me olvido de una cita médica o si me paso un mes sin cortarme las
uñas, siempre puedo esgrimir el argumento de que lo que me falta es
tiempo: qué cruel y qué implacable. Qué socorrido. ¡Qué hartura de
tiempos y costumbres!