Tengo la mala costumbre de oír
mucho la radio. E incluso de ser fiel casi siempre a la misma emisora, pese a
que a ciertas horas del día, y sobre todo los fines de semana, los alaridos de
los comentaristas de fútbol la conviertan en un mercado persa o en un plató de
televisión dedicado a la telebasura. No podría afirmar, seguramente, que la
mayoría de los programas son buenos, ya me gustaría a mí que lo fueran, pero
proporcionan un agradable discurrir de las horas creando, a la vez, la estúpida
idea de que estás informado de los últimos sucesos mundiales: noticias sobre la
bolsa, bombardeos sobre la ciudad de Alepo, sondeos de las elecciones
estadounidenses, actualizaciones de la boina de contaminación sobre Madrid… La
radio te hace compañía mientras cocinas, haces pis, pones la lavadora, te
duchas, friegas los suelos, lees o te cortas las uñas, y lo hace con unos
presentadores que parece que siempre están de fiesta, contentos como unas
castañuelas, felices de la vida y coleando, de tal modo que, si no tienes tu
mejor día, al final te crees que los malos rollos y los problemas te los creas solo
tú y que no tiene la culpa el gobierno.
Estaba el otro día ordenando concienzudamente los calcetines de los cajones
de mi dormitorio, cuando algo de las ondas hertzianas captó mi atención
inopinadamente. Acababan de interrumpir una anodina tertulia de expertos sobre
la (increíble) recuperación económica, para dar paso a una felicísima señora
que traía noticias (¿noticias?) de una conocida cadena de hipermercados: los
televisores de muchas pulgadas estaban de oferta durante tres días a precios increíbles
y te los financiaban sin intereses y te los llevaban a casa en veinticuatro
horas. Antes de que me decidiera a encargar uno como quien pide una pizza
margarita, me asaltó desde el transmisor otra señora encantada de haberse
conocido que traía testigos de que en su clínica una amargada treintañera había
perdido veinte kilos sin pasar hambre (increíble) en menos de dos meses y que
ahora estaba también feliz como unas pascuas y ligera como una lombriz. Antes
de que me decidiera a llamar a ese teléfono que me rescataría del aburrimiento
de los calcetines para llevarme al éxtasis de la plenitud física, llegaron
seguidos una conocida actriz ofreciéndome una solución para mi cuarto de baño,
un dúo de cómicos promocionando las cien mejores rancheras de la historia, un
barítono ofreciendo el oro y el moro por el alquiler de mi vivienda, un abogado
llamándome indirectamente tonto por no haber reclamado todavía el dinero de las
preferentes bancarias y un charlatán de telediario ofreciendo las acciones de
una multinacional de la telefonía… No pude seguir escuchando: apagué la radio
antes de que me quisiera vender el planeta Marte, un camión para transporte
internacional o el champú que usa el presidente para tener esa prestancia
aterciopelada (increíble).
Desde entonces mi concepción de la programación de la radio ha cambiado
radicalmente; soy más consciente que nunca de la abrumadora presencia de la
publicidad en su parrilla de programas y, claro, he buscado un antídoto: en
cuanto la detecto por sus músicas animadas o por sus voces súper optimistas,
dejo lo que estoy haciendo y la apago. Me doy un tiempo razonable antes de volverla
a conectar y evitar así los comerciales de loterías, apuestas deportivas
online, ofertas de alimentación del día y remedios contra el olvido, pero para
mi desgracia no siempre es suficientemente razonable y la tengo que volver a
apagar.
Ni que decir tiene que esta actitud no es la
más conveniente si uno pretende seguir estando entretenido con la radio: en mi
caso, ahora, en mi casa se pasa más tiempo apagada que encendida. Mis amigos me
dicen que qué quiero, que la publicidad es la que paga los programas y la hace
rentable, y que sería imposible que existiera sin ella. Supongo que tienen
razón y que mi postura es demasiado radical para los tiempos que corren, pero
lo cierto es que no quiero seguir prestando atención a supuestas informaciones
(increíbles) sobre lociones contra los piojos, coleccionables vintages de latas
de cacao y reediciones de discos imprescindibles de grupos de antes del cambio
de milenio. A lo mejor el silencio actual no sirve para nada, es más que
posible, pero estoy seguro también de que tanto comercial publicitario
(increíble) tampoco me va a permitir alcanzar la trascendencia.