domingo, 25 de septiembre de 2016

La frontera



Sin duda uno de los peores momentos del fin del verano es regresar a la rutina diaria y descubrir que, pese al martilleo de la publicidad prometiendo el paraíso en la tierra, en realidad no ha cambiado nada. Nada de nada. De ese prometido edén, con las figuras juveniles deslumbrando en las playas y el tinto de verano tentando en los chiringuitos con sus cantos de sirenas, poco a poco no queda sino la resaca: hay que rebajar como sea, desde luego antes de las navidades, los cuatro kilos que ahora desbaratan las tallas del armario y tratar de conservar un poco más ese moreno que tanto costó alcanzar y por el que te va a caer la bronca del dermatólogo de nuevo. Puestas las fotos en el Facebook y echas las últimas reuniones con amigos para enseñarles las instantáneas del crucero, debidamente omitidas las de los días de mareo y los de bronca, no queda sino echar el cierre al verano y convertirlo de nuevo en objeto de nostalgia, aunque para ello haya que correr un triste velo sobre el exceso de calor, el inaguantable gentío invadiendo la primera línea de playa y el chunda chunda de los garitos que se convierte en tu desagradable compañero de apartamento quieras o no.
Uno sabe que las vacaciones han terminado el día en que los transportes públicos recuperan esa frecuencia que sin ser buena es adecuada para llegar al trabajo y cuando percibe que los centros comerciales vuelven a estar a reventar sea la hora que sea. Algunos publicistas apelan a la necesidad, no siempre nueva, de llenar el frigorífico, empezar un estúpido coleccionable de tanques de la segunda guerra mundial, aprender inglés de una vez por todas y renovar la suscripción a la televisión de pago para poder ver el inevitable partido del siglo de todas las temporadas. El cerebro se nos descoloca más que con el cambio horario de todos los otoños y todas las primaveras y, mientras tratamos de apurar los últimos baños en la piscina a la vez que vamos sacando chaquetas y mantas de entretiempo, somos habitantes de una frontera cuyos límites no sabemos quién fija ni cuánto durarán en pie.
Y como una maldición nos alcanzan también los problemas económicos. No solo hemos gastado más de la cuenta en rebajas, comilonas, gasolina, habitaciones de hotel y souvenirs, sino que no hemos tenido en cuenta, porque de esta no se hace publicidad, que en septiembre llega otra cuesta, una gran cuesta arriba, en la que pesan como fardos los uniformes escolares y los libros nuevos adaptados a la Lomce y fabricados a mayor gloria de las editoriales. De repente hay que desembolsar una media de 250 euros por niño para adquirir los libros y será mejor hacerlo sin quejarse mucho, pues ya se sabe y se asume que la única posibilidad de tener un futuro mejor es, desde luego, tratar de superarse en los estudios, porque todo lo demás está cerrado a cal y canto para los pobres. Los centros comerciales y las librerías se llenan de los devotos de esta última posibilidad de éxito social, que encargaron con tiempo los volúmenes y se marchan a casa con cajas y bolsas repletas, aunque nadie sepa aún cómo serán las temidas reválidas que están vigentes y podrían mandar al limbo escolar a los estudiantes que no las superen.
Esos mismos centros comerciales ofrecen en ocasiones algunos cómodos créditos que permiten a todos los incautos que no han tenido las debidas reflexión y prudencia el acceso a unas cantidades suficientes para llegar a fin de mes, al menos por ahora. Pero una mirada superficial ya permite comprender dónde está su negocio: en un tiempo en que el dinero no produce intereses bancarios, estos créditos rápidos tienen una rentabilidad muy alta, que en algunos casos se convierte directamente en usura, y no son sino una forma más, desvergonzada y legal, de explotar a los más necesitados. También ellos se mueven en esa frontera de ladrones y pistoleros que acaban por imponer la ley del más fuerte: poco importa ahora que meses después ese préstamo para libros o para llenar la nevera se acabe por convertir en un impagado, una deuda lacerante, el inicio de un expediente de desahucio, mientras el dinero no vale nada y la cultura, para colmo, está infravalorada.