Uno de los momentos del día que más me gusta es al final de la tarde,
cuando ya ha pasado la jornada laboral, el jefe se ha quedado en la
oficina sin mi amada presencia y sin la capacidad de exigirme un informe
más, y tengo todo el tiempo para mí, para rascarme la entrepierna y
disfrutar de una libertad que me gustaría haber conquistado para
siempre. ¡Qué deseo de ser millonario, de estar jubilado, de no tener
que ganarme el pan con el sudor de mi frente, y darle una patada en el
culo a la maldición bíblica!
Como soy persona de costumbres metódicas y para no caer en la
anarquía, que tiene tan mala prensa desde hace tantos siglos, ceno
siempre a la misma hora. El ritual se repite: a las ocho en punto,
mientras dan las señales horarias en la radio, la desconecto y enciendo
la televisión para oír las noticias a la vez que preparo el refrigerio.
Pongo el mantel, enciendo el fuego, bato los huevos, aderezo la ensalada
y parto el pan, mientras en la caja tonta se suceden las últimas
noticias de nuestros líderes políticos que pactan ahora no y ahora
tampoco, oigo sesudos comentarios de analistas que hoy dicen una cosa y
ayer decían la contraria, y proyectan imágenes de futbolistas que
conocerán en su barrio pero que han costado una pasta gansa y que,
parece ser, vienen a reforzar las plantillas de equipos que, entre sus
mejores logros deportivos, está el de contar con deudas imposibles con
Hacienda y sospechosos balances financieros. Luego me informan de que en
verano hace calor y hay tormentas, y que en invierno hace frío y nieva
en la sierra, todo con el horror añadido de unas alertas naranjas, rojas
o amarillas, que ponen los pelos de punta, pero que en la calle ni se
las ve ni se las huele.
Claro que no me creo nada de lo que narran estas supuestas noticias,
no las escucho para informarme, que para eso ya he leído el periódico,
visto internet y escuchado la radio, sino para divertirme profundamente
con tanta pamema. Las noticias de televisión son el resumen diario más
paródico de nuestro mundo supuestamente humano y nos presentan como un
grupo de ciudadanos dispuestos a consumir tragedias mientras movemos la
mandíbula, a horrorizarnos por la violencia terrorista mientras
deshuesamos el pollo y prestos a pseudo-indignarnos por la bajada de los
índices bursátiles o la subida de los precios de la electricidad
mientras calentamos la leche en el microondas. Tenemos que sentirnos
parte de un mundo cambiante, trepidante, imprevisible, aunque a ese
mundo no le hagamos maldita la falta ni cuente con nosotros para la más
nimia decisión.
Estas noticias generalmente las dan unos bustos parlantes con
similitudes físicas: ellos son señores de mediana edad, de buena
presencia y debidamente trajeados y con corbata, que tienen pinta de
haber estudiado en una universidad de campanillas y pertenecer a
familias bien de toda la vida; ellas, además de delgadas y muy finas,
son mucho más jóvenes y parecen haber sido contratadas después de haber
revisado concienzudamente los catálogos de modelos anoréxicas de las más
afamadas marcas de moda. La guinda del pastel la ponen siempre los
hombres y las mujeres de la información meteorológica, que son
dinámicos, superguays y tienen un palmito que eclipsa de principio a fin
las barras de las isobaras.
Para cuando termino de cenar, he asistido a un circo apasionante.
Apenas me he creído nada, pero he disfrutado con los trucos de los
malabaristas y magos, y me he estremecido con los políticos que avanzan
por la cuerda floja sin caer nunca en la contradicción o en la
corrupción, y hasta he sonreído con el payaso de turno con sus
trabalenguas de tazas y vasos, vecinos y alcaldes. Si no fuera porque sé
que todo es mentira, yo mismo podría participar en este secuestro de la
realidad en que se han convertido los medios de comunicación de masas,
que son una especie de iglesia moderna con millones de acólitos que
comulgan con las mismas ruedas de molino. Pero yo ya he cenado, he
cubierto mi cuota de literatura para el día, y apago la televisión: es
divertida la ciencia ficción, claro que sí, pero basta con un rato. El
resto del día se debe dedicar a cosas verdaderamente útiles.