El vacío del desierto resulta
inconcebible. Lo más parecido a perder la vista. Una ceguera momentánea causada
por el exceso de luz. Solo de vez en cuando algunas ramas, como ardiendo en la
distancia, una serpiente huyendo, un oasis traicionero. Las pocas hojas de las
plantas autóctonas están cubiertas cada una con una voraz oruga oscura. Atrás,
la nada absoluta. Camino adelante, la cordillera del Atlas. Y después, con los
pies sangrantes, las casas rojizas en el espejismo de Marrakech. Entrar en la
ciudad inmensa como quien entra en una mezquita para dar gracias al altísimo
por velar por su siervo en un viaje tan terrible y salir, hipnotizado, por el
aluvión de mariposas amarillas oscureciendo el cielo más azul como en días de
tormenta. Cantar, bailar ante el milagro, ante el augurio. Casi se pueden
sentir un poco más allá los confines del continente y el mar, el salto sin red
hacia el archipiélago volcánico. Solo un poco más, un poco más tan solo, para
teñir la voz de nuevos sonidos. Para dejar de avariciar el agua. Y abandonar
para siempre la solitaria hoja, convertido en un prodigio de reflejos
tornasolados y aleteos iridiscentes.
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