sábado, 7 de mayo de 2016

Inconcebible




El vacío del desierto resulta inconcebible. Lo más parecido a perder la vista. Una ceguera momentánea causada por el exceso de luz. Solo de vez en cuando algunas ramas, como ardiendo en la distancia, una serpiente huyendo, un oasis traicionero. Las pocas hojas de las plantas autóctonas están cubiertas cada una con una voraz oruga oscura. Atrás, la nada absoluta. Camino adelante, la cordillera del Atlas. Y después, con los pies sangrantes, las casas rojizas en el espejismo de Marrakech. Entrar en la ciudad inmensa como quien entra en una mezquita para dar gracias al altísimo por velar por su siervo en un viaje tan terrible y salir, hipnotizado, por el aluvión de mariposas amarillas oscureciendo el cielo más azul como en días de tormenta. Cantar, bailar ante el milagro, ante el augurio. Casi se pueden sentir un poco más allá los confines del continente y el mar, el salto sin red hacia el archipiélago volcánico. Solo un poco más, un poco más tan solo, para teñir la voz de nuevos sonidos. Para dejar de avariciar el agua. Y abandonar para siempre la solitaria hoja, convertido en un prodigio de reflejos tornasolados y aleteos iridiscentes.

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