martes, 24 de mayo de 2016

Desnudo




   Es cosa de risa lo feos que somos los seres humanos desnudos. Bueno, me corrijo, que lo he dicho casi sin pensar: lo feos que no sentimos cuando estamos desnudos. Son tantos años de culpabilidad religiosa, apostólica y romana, que necesitamos la hoja de parra del Vaticano para sentirnos seguros y a salvo de los demás, como si nuestra propia naturaleza fuese en sí misma pecaminosa, oscura, lasciva y sobre todo ridícula, muy ridícula. Así que nos ponemos la hojita de marras, si es posible de marca prestigiosa y carísima, y la vamos variando durante la temporada por otras similares pero de colores variados, no sea que los demás piensen que somos unos pobretones de aquellos del tebeo. Hay hojas de diseño ultramoderno, con joyas engarzadas, con plumas de pavo real y espejuelos de strass, como hay también idiotas de poco y mucho pelo en la cabeza y en el pecho.
   No obstante, en la vida hay momentos trascendentes e inevitables en que nos tenemos que mostrar sin tanto adorno ante algunos de los demases. Y no me refiero a los momentos íntimos eróticos, que como todo el mundo sabe no son ni mucho menos para luces y taquígrafos: hay quien no se quita la ropa ni debajo de las sábanas, quien no va a la playa para que no se intuya la celulitis debajo del pareo, e incluso quien simula que le han cortado la energía eléctrica de la casa antes que enseñar el comienzo mismo de la hucha. ¡Cuántos hijos se han concebido a oscuras y con aquellos camisones que tenían su agujerito bien discreto para ejercer el uso del matrimonio! Me refería más bien a esos momentos incómodos y desagradables en que por necesidades médicas se tiene que despojar el paciente de todo glamour para asistir a la consulta del urólogo, el ginecólogo o el dermatólogo, y quedan en evidencia, esta vez con toda claridad, las partes pudendas: menos mal que estas situaciones chuscas pasan rápidamente, nos las echamos a la espalda y nos damos un atracón de chocolate con churros en la cafetería más próxima al consultorio médico para olvidar pronto el malestar y el disgusto.
    El resto de la existencia es textil, muy textil. Incluso, cuando en el verano llega el buen tiempo y hay que combatir el calor, cuando se recurre a ropas escuetas y vaporosas por comodidad y necesidad, prima más el concepto de mantener tapadas las vergüenzas que el de sentirnos libres con nuestro cuerpo. Y con nuestra mente. Ha ganado tanto terreno la concepción religiosa del pecado original en nuestra sociedad, que a los nudistas se les ha relegado a cuatro ghettos para que puedan vivir, como los indios de las reservas, su diferencia de a poquitos. En la mayoría de municipios, algunos tan cosmopolitas como Barcelona, te multan por ir desnudo por la calle, aunque ninguna constitución moderna obligue a nadie a tener que comprar ropa: vestir es un derecho, sí, pero ¿puede ser una obligación en una sociedad de personas libres? Así nos lo están legislando, con esas censuras en Facebook, esas multas en las calles y esos dedos apuntando directamente contra la naturaleza humana. Si es que ya está prohibido hasta mear en la calle en un caso de urgencia y hay que encomendarse al santísimo para que no te pillen delinquiendo…  
   Es en este contexto de libertad, fútbol y Telecinco, en el que tenemos que comprender que una mujer semidesnuda en una plaza, una capilla universitaria o en un parque, puede ser llamada puta, bollera y cualquiera otra cosa furibunda, por un representante de la ley que, sin embargo, no se inmuta ante esos políticos bien vestidos y aforados por su vinculación a un partido que visten ropas caras, a veces regalo sucio de sus protectores, y que tratan de tapar sin éxito las vergüenzas de su iniquidad. Algo está podrido en este sistema político y económico en el que el olor a mierda se filtra por la ropa, dejando atrás corbatas de seda y collares de perlas, y nos atufa a todos con un hedor rancio y previsible: no obstante, el pueblo les volverá a elegir, hipnotizado por el glamour de su puesta en escena y sus cuentas en paraísos fiscales, para que sigan perpetuando la injusticia.
   Que detengan este mundo de corrupción ya, que, si no, me bajo en marcha.  Como dice el refrán: “Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano.”  Y, por cierto, así no me siento nada mal.

sábado, 7 de mayo de 2016

Inconcebible




El vacío del desierto resulta inconcebible. Lo más parecido a perder la vista. Una ceguera momentánea causada por el exceso de luz. Solo de vez en cuando algunas ramas, como ardiendo en la distancia, una serpiente huyendo, un oasis traicionero. Las pocas hojas de las plantas autóctonas están cubiertas cada una con una voraz oruga oscura. Atrás, la nada absoluta. Camino adelante, la cordillera del Atlas. Y después, con los pies sangrantes, las casas rojizas en el espejismo de Marrakech. Entrar en la ciudad inmensa como quien entra en una mezquita para dar gracias al altísimo por velar por su siervo en un viaje tan terrible y salir, hipnotizado, por el aluvión de mariposas amarillas oscureciendo el cielo más azul como en días de tormenta. Cantar, bailar ante el milagro, ante el augurio. Casi se pueden sentir un poco más allá los confines del continente y el mar, el salto sin red hacia el archipiélago volcánico. Solo un poco más, un poco más tan solo, para teñir la voz de nuevos sonidos. Para dejar de avariciar el agua. Y abandonar para siempre la solitaria hoja, convertido en un prodigio de reflejos tornasolados y aleteos iridiscentes.