lunes, 4 de abril de 2016

La música




    Siempre he tenido un oído enfrente del otro y mis capacidades musicales no han pasado de la percusión de la primera infancia, cuando resulta divertido golpear el tablero de la mesa con una cuchara, a la par que se derrama la papilla con la misma prestancia que tiene el Papa de Roma repartiendo bendiciones “urbi et orbi”. Tal vez por eso el único instrumento musical que he tenido en mi vida fue un xilófono de teclas de colores vivos que me trajeron unas navidades los reyes magos de Oriente y que aporreé debidamente con aquellas dos  curiosas baquetas que traía el kit hasta que lo rompí o lo extravié, qué sé yo ahora. Años más tarde también llegó a mis manos una armónica, que era de mi primo, y, aunque soplé y soplé más que el lobo de los tres cerditos contra la casa de cemento del cuento, no conseguí más que estridencias y algún dolor de cabeza de familiares que me miraban torcidamente. Fue entonces, a finales de los años cincuenta, cuando se me acusó de invocar la lluvia y causar las catastróficas inundaciones de Valencia, pero yo lo negaré ante quien haga falta como un político de carrera.
    Uno de los momentos más dramáticos de mi infancia fue cuando el profesor de música de la desaparecida E.G.B. hizo una audición en clase con la intención de formar un grupo musical. Cuando me tocó repetir una secuencia de notas que me dictó de repente, me miró como si se hubiese tragado sin masticar un rinoceronte y luego me embistió: primero me regaló un palmetazo con la regla y luego un bofetón que sonó hasta en la cocina donde preparaban los filetes rusos. A consecuencia de aquello, en las clases de música siempre me sentaban al final, me endosaban un triángulo con su correspondiente baqueta y allí me estaba hasta que le daba un golpecito o dos y se acababa la sesión. No me lo pasaba mal del todo, porque conmigo estaban también otros inútiles, armados con platillos, sonajas y bloques, con los que hasta me divertía. Ni que decir tiene que mis notas en esa asignatura no me hacían sentirme especialmente orgulloso, pero eran tiempos en que no valorábamos ni la música, ni la gimnasia, ni casi nada, la verdad. También fue doloroso cuando se hizo una “master class” para seleccionar txistularis entre los alumnos de mi escuela y no me invitaron, pero a esas alturas yo ya había comprendido que era mejor irse con la música a otra parte y prefería jugar en el recreo al marro antes que oficiar ridículamente como adepto de Euterpe.
    Nunca he echado de menos las tardes que pasábamos en la escuela cantando aquellas canciones raras en las que Fernando VIII usaba paletó o se moría el abuelo cuando cumplía noventa años y su reloj de cucú ya no daba la hora. La infancia de uno está llena de tantas cosas absurdas y sinsentido que para qué las va a añorar, si de aquello no salieron más que dolores craneales y algún sopapo que otro.
    Pero he aquí que llega un día, un día impensado, imprevisible, inesperado, en el que vas por ahí sin prestar atención, como un inocente, como un niño, aunque cargado de años y sordos reumatismos, y de repente suenan los primeros acordes de una canción, una vieja canción, una de esas que parecía que habías olvidado para siempre, y de repente despierta en ti un algo antiguo, dormido, extraño, y entonces, con tan solo unas pocas notas de aquellas que nunca conseguiste entender del todo, te devuelve de pronto a aquellos tiempos en que tú no lo supiste nunca pero fuiste feliz, y eran felices todos lo que te amaban, todos los que te conocían, y la vida parecía detenida en sí misma, como un espejismo. Es un momento de plenitud: toda la vida podría tener sentido en sus latidos. Pero luego la vida empieza a correr de nuevo, desesperadamente, como en las tontas aventuras de los “Autos locos” y se lo lleva todo por delante. Ahora sí que sé cómo es el sonido amargo de las cosas cuando desafinan ya sin remedio.

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