Siempre he tenido un oído
enfrente del otro y mis capacidades musicales no han pasado de la percusión de
la primera infancia, cuando resulta divertido golpear el tablero de la mesa con
una cuchara, a la par que se derrama la papilla con la misma prestancia que
tiene el Papa de Roma repartiendo bendiciones “urbi et orbi”. Tal vez por eso
el único instrumento musical que he tenido en mi vida fue un xilófono de teclas
de colores vivos que me trajeron unas navidades los reyes magos de Oriente y
que aporreé debidamente con aquellas dos
curiosas baquetas que traía el kit
hasta que lo rompí o lo extravié, qué sé yo ahora. Años más tarde también llegó
a mis manos una armónica, que era de mi primo, y, aunque soplé y soplé más que
el lobo de los tres cerditos contra la casa de cemento del cuento, no conseguí
más que estridencias y algún dolor de cabeza de familiares que me miraban
torcidamente. Fue entonces, a finales de los años cincuenta, cuando se me acusó
de invocar la lluvia y causar las catastróficas inundaciones de Valencia, pero
yo lo negaré ante quien haga falta como un político de carrera.
Uno de los momentos más
dramáticos de mi infancia fue cuando el profesor de música de la desaparecida
E.G.B. hizo una audición en clase con la intención de formar un grupo musical.
Cuando me tocó repetir una secuencia de notas que me dictó de repente, me miró
como si se hubiese tragado sin masticar un rinoceronte y luego me embistió:
primero me regaló un palmetazo con la regla y luego un bofetón que sonó hasta
en la cocina donde preparaban los filetes rusos. A consecuencia de aquello, en
las clases de música siempre me sentaban al final, me endosaban un triángulo
con su correspondiente baqueta y allí me estaba hasta que le daba un golpecito
o dos y se acababa la sesión. No me lo pasaba mal del todo, porque conmigo
estaban también otros inútiles, armados con platillos, sonajas y bloques, con
los que hasta me divertía. Ni que decir tiene que mis notas en esa asignatura no
me hacían sentirme especialmente orgulloso, pero eran tiempos en que no
valorábamos ni la música, ni la gimnasia, ni casi nada, la verdad. También fue
doloroso cuando se hizo una “master class” para seleccionar txistularis entre los
alumnos de mi escuela y no me invitaron, pero a esas alturas yo ya había
comprendido que era mejor irse con la música a otra parte y prefería jugar en
el recreo al marro antes que oficiar ridículamente como adepto de Euterpe.
Nunca he echado de menos las
tardes que pasábamos en la escuela cantando aquellas canciones raras en las que
Fernando VIII usaba paletó o se moría el abuelo cuando cumplía noventa años y
su reloj de cucú ya no daba la hora. La infancia de uno está llena de tantas
cosas absurdas y sinsentido que para qué las va a añorar, si de aquello no
salieron más que dolores craneales y algún sopapo que otro.
Pero
he aquí que llega un día, un día impensado, imprevisible, inesperado, en el que
vas por ahí sin prestar atención, como un inocente, como un niño, aunque
cargado de años y sordos reumatismos, y de repente suenan los primeros acordes
de una canción, una vieja canción, una de esas que parecía que habías olvidado
para siempre, y de repente despierta en ti un algo antiguo, dormido, extraño, y
entonces, con tan solo unas pocas notas de aquellas que nunca conseguiste
entender del todo, te devuelve de pronto a aquellos tiempos en que tú no lo
supiste nunca pero fuiste feliz, y eran felices todos lo que te amaban, todos
los que te conocían, y la vida parecía detenida en sí misma, como un espejismo.
Es un momento de plenitud: toda la vida podría tener sentido en sus latidos.
Pero luego la vida empieza a correr de nuevo, desesperadamente, como en las
tontas aventuras de los “Autos locos” y se lo lleva todo por delante. Ahora sí
que sé cómo es el sonido amargo de las cosas cuando desafinan ya sin remedio.
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