martes, 19 de abril de 2016

Cervantes



   Así, como quien no quiere la cosa, se ha presentado de repente el cuarto centenario del fallecimiento del autor de “El Quijote”. Hace poco más de diez años celebramos el mismo aniversario de la publicación de la primera parte de la novela más universal y tan solo hace un año celebramos lo mismo con respecto a la segunda parte de la misma obra. Si alguna vez de joven pensé que estos aniversarios serían espectaculares y relanzarían el interés por el ilustre alcalaíno, sin duda todas mis esperanzas se han truncado desde ese 2005 en el que el acontecimiento pasó sin pena ni gloria, máxime cuando los años se han sucedido uno tras otro y lo poco que queda en la memoria de las gentes es la patética búsqueda de los huesos del autor para convertir su supuesta tumba en lugar de peregrinaje para japoneses.
   Si ya la vida le sonrió poco al autor de “La Galatea”, que acabó sus días luchando a brazo partido contra la miseria, lo que faltaba es que cuatrocientos años después lo rematáramos con un olvido institucional tan grande y tan grave.  Poco se puede esperar de un país que dedica mucho más tiempo en sus medios de comunicación a informar sobre la lesión de tobillo de cualquier futbolista que a conocer su cultura, o que impulsa a sus ciudadanos a recrearse con estúpidos programas de teleficción en los que supuestamente compiten entre sí cuatro incompetentes por alcanzar fama como cocineros o bailarines antes que a leer a sus clásicos. La cultura se banaliza, se desdeña y se pisotea, bajo el aplauso de una masa enfervorecida por los gurús de la televisión, que nos vienen a descubrir que la existencia son cuatro días, que hay que disfrutar el presente y no preocuparse por entender nada, pues la vida no hay dios que la entienda. Y así subsistimos bajo la presión de una gran capa de estulticia, convencidos de que lo único importante es tener dinero, medrar sin trabajar y consumir por consumir.
    No les voy a decir ahora que lean a Cervantes, no se teman semejante cosa. Si ya es costoso, aunque pueda ser muchas veces satisfactorio, sumergirse en la obra de un autor clásico cuando se tiene cierta costumbre de leer novelas contemporáneas y cierta afición a la lectura, imagínense lo difícil que puede resultar desembarcar así de repente en una obra de la complejidad de las andanzas de don Quijote y Sancho Panza: cuando faltan las referencias idealizadas de la novela de caballerías, los apuntes mitológicos, los datos históricos de la antigüedad clásica, los recuerdos orales de los romanceros viejos…, resulta casi imposible entender la visión pesimista y desencantada, no exenta de socarronería, de nuestro Miguel más universal.
    Para acercarnos a cualquiera de sus obras, sin embargo, también lo podemos hacer desde una perspectiva que compartimos al ciento por ciento: tanto nosotros como el autor de “El Persiles” sobrevivimos en una época de crisis y decepción: Cervantes, que había creído en el imperio español y se había educado en el optimismo renacentista, no tardó en comprender que el sueño de aquella grandeza no era sino un espejismo, una ilusión, acaso una pesadilla, y nosotros, a quienes nos vendieron un día la esperanza de que España iba bien y nos hicieron creer que éramos ricos porque sí y que nos lo merecíamos todo porque nosotros lo valíamos, tampoco hemos tardado mucho en comprender que no existe el país de Jauja y que nadie ata los perros con longanizas, aunque sí que estamos seguros de que chorizos, lo que se dice chorizos, hay más que unos cuantos.
    Si Cervantes tuviera la mala suerte de vivir en esta España de hoy, que le da la espalda de modo tan flagrante como es obvio, con toda esa caterva de ladrones, chulos, hipócritas, aprovechados y delincuentes que desde las instituciones han expoliado al pueblo como en su época Felipe II exprimió a sus súbditos para construir la Armada Invencible, seguramente tendría un argumento perfecto para hacer otra novela inmortal: imaginemos a un obrero que de tanto oír hablar de justicia social y de pactos para la gobernabilidad del país, da en loco y decide salir a la calle a reclamar sus derechos y los de los demás. Imaginemos a todo un pueblo saliendo a la calle para exigir esa justicia. A lo mejor don Quijote nunca estuvo loco y los locos somos nosotros, que nos quedamos en casa viendo la televisión e ignorando las lecciones de los grandes clásicos.

lunes, 4 de abril de 2016

La música




    Siempre he tenido un oído enfrente del otro y mis capacidades musicales no han pasado de la percusión de la primera infancia, cuando resulta divertido golpear el tablero de la mesa con una cuchara, a la par que se derrama la papilla con la misma prestancia que tiene el Papa de Roma repartiendo bendiciones “urbi et orbi”. Tal vez por eso el único instrumento musical que he tenido en mi vida fue un xilófono de teclas de colores vivos que me trajeron unas navidades los reyes magos de Oriente y que aporreé debidamente con aquellas dos  curiosas baquetas que traía el kit hasta que lo rompí o lo extravié, qué sé yo ahora. Años más tarde también llegó a mis manos una armónica, que era de mi primo, y, aunque soplé y soplé más que el lobo de los tres cerditos contra la casa de cemento del cuento, no conseguí más que estridencias y algún dolor de cabeza de familiares que me miraban torcidamente. Fue entonces, a finales de los años cincuenta, cuando se me acusó de invocar la lluvia y causar las catastróficas inundaciones de Valencia, pero yo lo negaré ante quien haga falta como un político de carrera.
    Uno de los momentos más dramáticos de mi infancia fue cuando el profesor de música de la desaparecida E.G.B. hizo una audición en clase con la intención de formar un grupo musical. Cuando me tocó repetir una secuencia de notas que me dictó de repente, me miró como si se hubiese tragado sin masticar un rinoceronte y luego me embistió: primero me regaló un palmetazo con la regla y luego un bofetón que sonó hasta en la cocina donde preparaban los filetes rusos. A consecuencia de aquello, en las clases de música siempre me sentaban al final, me endosaban un triángulo con su correspondiente baqueta y allí me estaba hasta que le daba un golpecito o dos y se acababa la sesión. No me lo pasaba mal del todo, porque conmigo estaban también otros inútiles, armados con platillos, sonajas y bloques, con los que hasta me divertía. Ni que decir tiene que mis notas en esa asignatura no me hacían sentirme especialmente orgulloso, pero eran tiempos en que no valorábamos ni la música, ni la gimnasia, ni casi nada, la verdad. También fue doloroso cuando se hizo una “master class” para seleccionar txistularis entre los alumnos de mi escuela y no me invitaron, pero a esas alturas yo ya había comprendido que era mejor irse con la música a otra parte y prefería jugar en el recreo al marro antes que oficiar ridículamente como adepto de Euterpe.
    Nunca he echado de menos las tardes que pasábamos en la escuela cantando aquellas canciones raras en las que Fernando VIII usaba paletó o se moría el abuelo cuando cumplía noventa años y su reloj de cucú ya no daba la hora. La infancia de uno está llena de tantas cosas absurdas y sinsentido que para qué las va a añorar, si de aquello no salieron más que dolores craneales y algún sopapo que otro.
    Pero he aquí que llega un día, un día impensado, imprevisible, inesperado, en el que vas por ahí sin prestar atención, como un inocente, como un niño, aunque cargado de años y sordos reumatismos, y de repente suenan los primeros acordes de una canción, una vieja canción, una de esas que parecía que habías olvidado para siempre, y de repente despierta en ti un algo antiguo, dormido, extraño, y entonces, con tan solo unas pocas notas de aquellas que nunca conseguiste entender del todo, te devuelve de pronto a aquellos tiempos en que tú no lo supiste nunca pero fuiste feliz, y eran felices todos lo que te amaban, todos los que te conocían, y la vida parecía detenida en sí misma, como un espejismo. Es un momento de plenitud: toda la vida podría tener sentido en sus latidos. Pero luego la vida empieza a correr de nuevo, desesperadamente, como en las tontas aventuras de los “Autos locos” y se lo lleva todo por delante. Ahora sí que sé cómo es el sonido amargo de las cosas cuando desafinan ya sin remedio.