sábado, 20 de febrero de 2016

Extremaunción



De joven siempre tuve una imaginación desbordante. Durante mucho tiempo creí firmemente en que no había diferencia alguna entre la realidad y la ficción, sin duda por el peso de la educación católica que me diluvió como un maná incesante en los estertores de la dictadura de aquel gallego de voz meliflua y cuerpo rechoncho, bigotito cursi, y al que no voy a nombrar porque no quiero amargarme más el día. Lo cierto es que, si uno cree de niño sin dudar en una cosa tan compleja como es el misterio de la santísima trinidad y en la sangre licuada de San Jenaro, sin duda tiene derecho también a tener fe en elfos, condes dráculas y héroes de la Marvel. Se puede admirar del mismo modo y con la misma devoción a San Juan y sus alucinaciones conmovedoras del apocalipsis, con sus rameras sentadas y lúbricas sobre dragones de siete cabezas, como en el escudo a prueba de granadas y misiles de largo alcance del Capitán América. Los disfraces de Mortadelo pueden ser tan ciertos como la sangre derramada de María Goretti.
Sin embargo, no tardé mucho en darme cuenta de que no todo el monte era orégano, por decirlo con una frase que aprendí en el T.B.O. Al llegar a la plena adolescencia, habiendo alcanzado de repente el pensamiento abstracto tal y como describe la psicología evolutiva de Piaget, dejé de creer en todo lo que no se podía ver y tocar, desterrando al otro mundo las creencias y fes que me habían alimentado durante mis primeros años de vida; dije adiós con toda certeza al hombre del saco y al coco, al ratoncito Pérez y a las películas de Disney, a los dos evangelios y a las novelas de los cinco, todo de golpe y porrazo y sin salvar a nada ni a nadie.
Me hice racionalista, marxista, ateo y hasta un poco filisteo. Con mis pizcas de pragmatismo y socarronería, no tardé en comprender que tan falsas eran las tres aventuras de don Quijote, como las desdichas por el desierto del pueblo elegido en busca de la tierra prometida. Me iba yo a creer que los magos barbudos de antaño convirtieran varas de mando en serpientes o que fueran capaces de abrir el mar Rojo en dos para que pasara por él y a lo loco una cabalgata de carnaval… Lo mismo que se quemó la gran biblioteca de Alejandría y se hundió en las aguas de proceloso olvido, así desaparecieron de mí el mundo remoto de la Atlántida, el Triángulo de las Bermudas y las reliquias del apóstol en Compostela, todo ello fruto amargo y feo de la imaginación, la superstición y la ignorancia. A ver, si no, por qué no existen hoy los milagros de tiempos pasados…
Y así he pasado mi vida, entre personas sensatas sin falsas creencias ni tontas imaginaciones. En el mundo de los abogados, los registradores de la propiedad, los directores de banco, los comerciantes de textiles, los representantes de maquinaria industrial y los pescadores de bajura, no hay apenas tiempo para los asuntos que no se pueden pesar o medir; como mucho, para ir con la familia a misa los domingos y siempre con la esperanza de tomarse después un vermú y unas gambas con gabardina para que la salida de casa salga a cuenta. La cartera repleta y la vejiga vacía hacen la existencia cómoda y divertida.
Y ahora que estoy a punto de morirme me viene el cura con la monserga de que ponga mi alma en paz con dios para, me dice, hacer el tránsito del buen cristiano. Y le veo con esas ropas negras tan raídas y esas manos sarmentosas, y es que siento hasta miedo de que pueda acercarse a mí y, con ese olor a cosa revenida, pretenda siquiera pringarme con alguno de esos mejunjes que aplican a los pobres moribundos para congraciarlos con dios. Se lo he dicho de buenas, pero se ha sentado a la puerta para estar preparado por si cambio de opinión, como acecha el buitre a su víctima, así que voy a tener que llamar a la autoridad a ver si le echan y, por esta vez, me deja ser el protagonista de mi muerte, a la que quiero recibir con los ojos abiertos, descreído y con el dedo corazón vuelto hacia arriba. Porque si tuviera que recibir a un ser de ficción para cerrar mi paso por el mundo, el elegido sería Merlín el encantador envuelto en las brumas del viejo Camelot.