Cuando me siento a media mañana a tomarme un café con leche junto al
ventanal, lo que más me gusta es que llueva copiosamente. Ver el agua
caer rebotando en los adoquines del suelo, embalsarse junto a los
bordillos de las aceras y saltar como un gimnasta contra el vidrio
cuando la sacude un vehículo precipitado, me reconforta y me recuerda
aquellos tiempos en que yo vivía en una ciudad de lluvia y jugaba a
sacudir los falsos plátanos hasta que volvía a casa completamente
chipiado, calado hasta la pituitaria.
Con el paso del tiempo la lluvia se ha hecho rara en mi vida de
secano, y mis sentimientos de nostalgia por las tardes de charcos y
nubes reflejadas en el suelo han brotado al mismo ritmo que mis canas.
Yo que tenía alma de sireno me conformo ahora con la breve ducha diaria y
estas observaciones matutinas al resguardo del calorcito de la
cafetería. Es como si todas mis ilusiones se hubieran quedado en agua de
borrajas, una baratija que solo sirve para regar cuatro macetas con
cuatro estúpidos cactus.
Me hubiera gustado tanto tener otra vida... Haber sido capaz de
engendrar en mí un monstruo de curiosidad que no se hubiera detenido
nunca ni ante el mayor de los horrores y se hubiera aventurado con
frialdad en un mundo sin prejuicios, con la extrema lucidez de quien no
tiene nada que justificar ni perder. Siempre en busca de la belleza,
incluso en sus formas más groseras o hirientes. Me hubiera gustado tanto
ser valiente…, aunque en el proceso hubiera perdido las manos, o la
lengua, y tuviera que tomar este café con leche haciendo equilibrio con
los muñones o sorbiendo el líquido con la ayuda de una prótesis vulgar.
Al menos ahora no tendría esta sensación de vacío ante el espectáculo
urbano del agua que cae como una maldición sobre esta ciudad muerta,
mientras maduro cómo esviejar los trapos de la decepción.
A veces fantaseo con mis ojos perdidos en la alcantarilla, allí donde
se forma un torbellino feroz que engulle los desechos tras un breve pero
brillante giro. Pienso en salir con los brazos abiertos bajo la manta
de agua y dejarme arrastrar por la corriente como un trozo de corcho,
hasta alcanzar el borde del abismo en el que acabe de naufragar mi
nostalgia. En ese último giro, en esa suprema belleza del corcho antes
de caer por el albollón, habría una pizca de vértigo, como la del niño
que sacude el árbol esperando que caiga, no ya el agua perlada en
minúsculas gotas, sino el universo entero dentro de un agujero negro.
Eso sería suficiente: un instante de densa lucidez, un relampagueo en la
desnudez antes del suicidio ritual. Pero para eso hace falta un valor
que no presta esta cafetería, este café con leche caliente, esta suma de
valores y prejuicios que me conforman desde el final de la infancia.
Ensayo unas pocas palabras, a modo de discurso un tanto peripatético,
para la despedida. Pero lo más que consigo es una sarta de lugares
comunes sobre la vida y la muerte, que me acerca terriblemente a la
sociedad tópica de la que tanto reniego y de la que soy,
desgraciadamente, parte. En este trance preferiría, incluso, no ser
humano, para no parecerme a lo que soy sino superficialmente, pero ni
eso se me ha concedido. Con lo que yo daría por un final redondo y
poético, como el del replicante de Blade Runner, soltando la paloma al
cielo justo en el momento en que reclino la cabeza sobre mi pecho y el
agua arrastra mis lágrimas. Todo esto se perderá como mi carne en el
barro, me digo, como mis cenizas en la brisa marina, para nada, lo cual
es desconsideradamente lógico porque para nada sirve.
A refugio de la lluvia termino muy a pesar mi café con leche y abono
en la barra el euro con setenta que me piden. Rechazo el vasito de agua
que me ofrece obsequiosa, yo diría que con maldad, la camarera, sin
presentir que no solo no obtendrá con ello mi propina, sino que invocaré
al destino para que le alcance una muerte seca y repentina. Menos mal
que he sido previsor y me he traído un paraguas gigante que me dieron en
una promoción de Coca Cola. Por esta vez, parece, tampoco me voy a
mojar.