jueves, 28 de enero de 2016

Cactus



 Cuando me siento a media mañana a tomarme un café con leche junto al ventanal, lo que más me gusta es que llueva copiosamente. Ver el agua caer rebotando en los adoquines del suelo, embalsarse junto a los bordillos de las aceras y saltar como un gimnasta contra el vidrio cuando la sacude un vehículo precipitado, me reconforta y me recuerda aquellos tiempos en que yo vivía en una ciudad de lluvia y jugaba a sacudir los falsos plátanos hasta que volvía a casa completamente chipiado, calado hasta la pituitaria.
Con el paso del tiempo la lluvia se ha hecho rara en mi vida de secano, y mis sentimientos de nostalgia por las tardes de charcos y nubes reflejadas en el suelo han brotado al mismo ritmo que mis canas. Yo que tenía alma de sireno me conformo ahora con la breve ducha diaria y estas observaciones matutinas al resguardo del calorcito de la cafetería. Es como si todas mis ilusiones se hubieran quedado en agua de borrajas, una baratija que solo sirve para regar cuatro macetas con cuatro estúpidos cactus.
Me hubiera gustado tanto tener otra vida... Haber sido capaz de engendrar en mí un monstruo de curiosidad que no se hubiera detenido nunca ni ante el mayor de los horrores y se hubiera aventurado con frialdad en un mundo sin prejuicios, con la extrema lucidez de quien no tiene nada que justificar ni perder. Siempre en busca de la belleza, incluso en sus formas más groseras o hirientes. Me hubiera gustado tanto ser valiente…, aunque en el proceso hubiera perdido las manos, o la lengua, y tuviera que tomar este café con leche haciendo equilibrio con los muñones o sorbiendo el líquido con la ayuda de una prótesis vulgar. Al menos ahora no tendría esta sensación de vacío ante el espectáculo urbano del agua que cae como una maldición sobre esta ciudad muerta, mientras maduro cómo esviejar los trapos de la decepción.
A veces fantaseo con mis ojos perdidos en la alcantarilla, allí donde se forma un torbellino feroz que engulle los desechos tras un breve pero brillante giro. Pienso en salir con los brazos abiertos bajo la manta de agua y dejarme arrastrar por la corriente como un trozo de corcho, hasta alcanzar el borde del abismo en el que acabe de naufragar mi nostalgia. En ese último giro, en esa suprema belleza del corcho antes de caer por el albollón, habría una pizca de vértigo, como la del niño que sacude el árbol esperando que caiga, no ya el agua perlada en minúsculas gotas, sino el universo entero dentro de un agujero negro. Eso sería suficiente: un instante de densa lucidez, un relampagueo en la desnudez antes del suicidio ritual. Pero para eso hace falta un valor que no presta esta cafetería, este café con leche caliente, esta suma de valores y prejuicios que me conforman desde el final de la infancia.
Ensayo unas pocas palabras, a modo de discurso un tanto peripatético, para la despedida. Pero lo más que consigo es una sarta de lugares comunes sobre la vida y la muerte, que me acerca terriblemente a la sociedad tópica de la que tanto reniego y de la que soy, desgraciadamente, parte. En este trance preferiría, incluso, no ser humano, para no parecerme a lo que soy sino superficialmente, pero ni eso se me ha concedido. Con lo que yo daría por un final redondo y poético, como el del replicante de Blade Runner, soltando la paloma al cielo justo en el momento en que reclino la cabeza sobre mi pecho y el agua arrastra mis lágrimas. Todo esto se perderá como mi carne en el barro, me digo, como mis cenizas en la brisa marina, para nada, lo cual es desconsideradamente lógico porque para nada sirve.
A refugio de la lluvia termino muy a pesar mi café con leche y abono en la barra el euro con setenta que me piden. Rechazo el vasito de agua que me ofrece obsequiosa, yo diría que con maldad, la camarera, sin presentir que no solo no obtendrá con ello mi propina, sino que invocaré al destino para que le alcance una muerte seca y repentina. Menos mal que he sido previsor y me he traído un paraguas gigante que me dieron en una promoción de Coca Cola. Por esta vez, parece, tampoco me voy a mojar.