viernes, 23 de diciembre de 2016

La libertad



   Había pensado en titular este articulillo con el sugestivo nombre de “El hombre que se sentía cansado de hacer lo mismo todos los días y una mañana dejó de hacerlo”, pero, después de darle unas cuantas vueltas al asunto, agotarme, levantarme un rato para mirar por la ventana y descansar los ojos al menos cinco minutos, rehidratarme y proceder a sentarme todavía con dudas, me he percatado de que es demasiado largo y que no va a caber en los caracteres habituales de titulación. Lo he pospuesto para otro día y para otro medio que me permita una mayor libertad formal, que no está el mundo precisamente para experimentos, ni los lectores le agradecen a uno el esfuerzo por proponer perspectivas diferentes cuando se supone que todo tiene que ser indignación, protesta y lamentaciones. Vamos, que me he autocensurado y he decidido no aventurarme a cambios, al menos por el momento; al fin y al cabo ya no queda nada para el 2017 y lo puedo procrastinar con poco coste hasta las resoluciones habituales para el año nuevo.
   Así las cosas y sin el menor convencimiento, le he puesto el más poético título de “Mariposillas”, aun sabiendo que puede parecer un pelín cursi y caer de lleno en el mundo de los talleres de creación literaria, autoayuda y terapia ocupacional, confiando, sin embargo, en que muchos lectores lo acogerán con curiosidad y una sonrisilla irónica y, claro, no tardarán en leerlo, pensando en las tonterías intrascendentes que escribimos en los medios. De tan banal, no tardarán en olvidarlo, tal vez un tanto confusos porque para nada correspondía el anuncio con lo anunciado, quejosos de las celadas que inventamos para conseguir que nos lean por muy poco que tengamos que decir. Pero este descenso a las catacumbas de la creación me parece en el fondo, cuando ya damos con la roca y ésta no tiene fisuras, una gran inutilidad, como la de los escritores que se autoeditan, muchos en estos tiempos de mercachifles y egocentrismo, y luego se pasan las tardes tratando de timar a amigos y conocidos para que no solo les compren su libro, sino para que lo pongan en los cuernos de la luna de la audacia y la belleza.
   Ciertamente, he tenido que cambiar de título, no sea que me acabe convirtiendo en un acartonado eterno aspirante a las mieles del éxito y eso me termine por amargar el día. ¿Qué tal estaría este “Los hartos”? Teniendo en cuenta la enormidad de personas que conozco que están hasta el moño de interminables jornadas laborales, salarios miserables, jefes explotadores, noticias manipuladas, mentiras gubernamentales, fines de semana de fútbol perenne y telebasura de luxe, sin duda sería un buen reclamo para la minoría que lee todavía, no olvidemos que con el tiempo solo deben quedar las novelas pseudo históricas y las sentimentales rosa o semi eróticas: falta hace ya otro Cervantes que las parodie y las liquide de un certero disparo en la entrepierna. Pero no sé, me da la impresión de que ya he escrito mucho sobre temas tan manidos y me da un súbito ataque de aburrimiento.
   Acabo de cambiar el título anterior por otro que, siendo común, promete mucho más: “La libertad”. Claro que esto de hablar de algo que casi no conozco me parece, cómo decirlo certeramente, una inconsciencia, como andar por un cable y con una pértiga por encima de los rascacielos de Nueva York, a mí, un españolito de a pie que no ha cruzado el charco, tengo un vértigo de mil demonios y aborrezco todo tipo de espectáculos, no digo ya el circo o los debates parlamentarios. A lo mejor me gusta hablar de la libertad porque, allá, muy adentro, la echo mucho de menos: estos sistemas democráticos parlamentarios no solo no son simpáticos, es que resultan muy insatisfactorios. De repente me gustaría dar conferencias subido a un elefante, como dicen que hacía Gómez de la Serna, o embutido en un casco de buzo, como se promocionaba Dalí cuando era Ávida Dollars. Pero los tiempos han cambiado y a los excéntricos los atiborran de pastillas para que no salgan casi de casa. Y yo no quiero acabar en un campo de concentración.
   Finalmente, no sé qué hacer. Estoy sumido en un parón creativo. A lo mejor en el 2017 hago las paces con las musas. Mientras tanto, me voy a hacer libaciones a Baco antes de que también le suban el precio al tinto de garrafa.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Radiobasura



   Tengo la mala costumbre de oír mucho la radio. E incluso de ser fiel casi siempre a la misma emisora, pese a que a ciertas horas del día, y sobre todo los fines de semana, los alaridos de los comentaristas de fútbol la conviertan en un mercado persa o en un plató de televisión dedicado a la telebasura. No podría afirmar, seguramente, que la mayoría de los programas son buenos, ya me gustaría a mí que lo fueran, pero proporcionan un agradable discurrir de las horas creando, a la vez, la estúpida idea de que estás informado de los últimos sucesos mundiales: noticias sobre la bolsa, bombardeos sobre la ciudad de Alepo, sondeos de las elecciones estadounidenses, actualizaciones de la boina de contaminación sobre Madrid… La radio te hace compañía mientras cocinas, haces pis, pones la lavadora, te duchas, friegas los suelos, lees o te cortas las uñas, y lo hace con unos presentadores que parece que siempre están de fiesta, contentos como unas castañuelas, felices de la vida y coleando, de tal modo que, si no tienes tu mejor día, al final te crees que los malos rollos y los problemas te los creas solo tú y que no tiene la culpa el gobierno.

   Estaba el otro día ordenando concienzudamente los calcetines de los cajones de mi dormitorio, cuando algo de las ondas hertzianas captó mi atención inopinadamente. Acababan de interrumpir una anodina tertulia de expertos sobre la (increíble) recuperación económica, para dar paso a una felicísima señora que traía noticias (¿noticias?) de una conocida cadena de hipermercados: los televisores de muchas pulgadas estaban de oferta durante tres días a precios increíbles y te los financiaban sin intereses y te los llevaban a casa en veinticuatro horas. Antes de que me decidiera a encargar uno como quien pide una pizza margarita, me asaltó desde el transmisor otra señora encantada de haberse conocido que traía testigos de que en su clínica una amargada treintañera había perdido veinte kilos sin pasar hambre (increíble) en menos de dos meses y que ahora estaba también feliz como unas pascuas y ligera como una lombriz. Antes de que me decidiera a llamar a ese teléfono que me rescataría del aburrimiento de los calcetines para llevarme al éxtasis de la plenitud física, llegaron seguidos una conocida actriz ofreciéndome una solución para mi cuarto de baño, un dúo de cómicos promocionando las cien mejores rancheras de la historia, un barítono ofreciendo el oro y el moro por el alquiler de mi vivienda, un abogado llamándome indirectamente tonto por no haber reclamado todavía el dinero de las preferentes bancarias y un charlatán de telediario ofreciendo las acciones de una multinacional de la telefonía… No pude seguir escuchando: apagué la radio antes de que me quisiera vender el planeta Marte, un camión para transporte internacional o el champú que usa el presidente para tener esa prestancia aterciopelada (increíble).

   Desde entonces mi concepción de la programación de la radio ha cambiado radicalmente; soy más consciente que nunca de la abrumadora presencia de la publicidad en su parrilla de programas y, claro, he buscado un antídoto: en cuanto la detecto por sus músicas animadas o por sus voces súper optimistas, dejo lo que estoy haciendo y la apago. Me doy un tiempo razonable antes de volverla a conectar y evitar así los comerciales de loterías, apuestas deportivas online, ofertas de alimentación del día y remedios contra el olvido, pero para mi desgracia no siempre es suficientemente razonable y la tengo que volver a apagar.
   Ni que decir tiene que esta actitud no es la más conveniente si uno pretende seguir estando entretenido con la radio: en mi caso, ahora, en mi casa se pasa más tiempo apagada que encendida. Mis amigos me dicen que qué quiero, que la publicidad es la que paga los programas y la hace rentable, y que sería imposible que existiera sin ella. Supongo que tienen razón y que mi postura es demasiado radical para los tiempos que corren, pero lo cierto es que no quiero seguir prestando atención a supuestas informaciones (increíbles) sobre lociones contra los piojos, coleccionables vintages de latas de cacao y reediciones de discos imprescindibles de grupos de antes del cambio de milenio. A lo mejor el silencio actual no sirve para nada, es más que posible, pero estoy seguro también de que tanto comercial publicitario (increíble) tampoco me va a permitir alcanzar la trascendencia.

domingo, 25 de septiembre de 2016

La frontera



Sin duda uno de los peores momentos del fin del verano es regresar a la rutina diaria y descubrir que, pese al martilleo de la publicidad prometiendo el paraíso en la tierra, en realidad no ha cambiado nada. Nada de nada. De ese prometido edén, con las figuras juveniles deslumbrando en las playas y el tinto de verano tentando en los chiringuitos con sus cantos de sirenas, poco a poco no queda sino la resaca: hay que rebajar como sea, desde luego antes de las navidades, los cuatro kilos que ahora desbaratan las tallas del armario y tratar de conservar un poco más ese moreno que tanto costó alcanzar y por el que te va a caer la bronca del dermatólogo de nuevo. Puestas las fotos en el Facebook y echas las últimas reuniones con amigos para enseñarles las instantáneas del crucero, debidamente omitidas las de los días de mareo y los de bronca, no queda sino echar el cierre al verano y convertirlo de nuevo en objeto de nostalgia, aunque para ello haya que correr un triste velo sobre el exceso de calor, el inaguantable gentío invadiendo la primera línea de playa y el chunda chunda de los garitos que se convierte en tu desagradable compañero de apartamento quieras o no.
Uno sabe que las vacaciones han terminado el día en que los transportes públicos recuperan esa frecuencia que sin ser buena es adecuada para llegar al trabajo y cuando percibe que los centros comerciales vuelven a estar a reventar sea la hora que sea. Algunos publicistas apelan a la necesidad, no siempre nueva, de llenar el frigorífico, empezar un estúpido coleccionable de tanques de la segunda guerra mundial, aprender inglés de una vez por todas y renovar la suscripción a la televisión de pago para poder ver el inevitable partido del siglo de todas las temporadas. El cerebro se nos descoloca más que con el cambio horario de todos los otoños y todas las primaveras y, mientras tratamos de apurar los últimos baños en la piscina a la vez que vamos sacando chaquetas y mantas de entretiempo, somos habitantes de una frontera cuyos límites no sabemos quién fija ni cuánto durarán en pie.
Y como una maldición nos alcanzan también los problemas económicos. No solo hemos gastado más de la cuenta en rebajas, comilonas, gasolina, habitaciones de hotel y souvenirs, sino que no hemos tenido en cuenta, porque de esta no se hace publicidad, que en septiembre llega otra cuesta, una gran cuesta arriba, en la que pesan como fardos los uniformes escolares y los libros nuevos adaptados a la Lomce y fabricados a mayor gloria de las editoriales. De repente hay que desembolsar una media de 250 euros por niño para adquirir los libros y será mejor hacerlo sin quejarse mucho, pues ya se sabe y se asume que la única posibilidad de tener un futuro mejor es, desde luego, tratar de superarse en los estudios, porque todo lo demás está cerrado a cal y canto para los pobres. Los centros comerciales y las librerías se llenan de los devotos de esta última posibilidad de éxito social, que encargaron con tiempo los volúmenes y se marchan a casa con cajas y bolsas repletas, aunque nadie sepa aún cómo serán las temidas reválidas que están vigentes y podrían mandar al limbo escolar a los estudiantes que no las superen.
Esos mismos centros comerciales ofrecen en ocasiones algunos cómodos créditos que permiten a todos los incautos que no han tenido las debidas reflexión y prudencia el acceso a unas cantidades suficientes para llegar a fin de mes, al menos por ahora. Pero una mirada superficial ya permite comprender dónde está su negocio: en un tiempo en que el dinero no produce intereses bancarios, estos créditos rápidos tienen una rentabilidad muy alta, que en algunos casos se convierte directamente en usura, y no son sino una forma más, desvergonzada y legal, de explotar a los más necesitados. También ellos se mueven en esa frontera de ladrones y pistoleros que acaban por imponer la ley del más fuerte: poco importa ahora que meses después ese préstamo para libros o para llenar la nevera se acabe por convertir en un impagado, una deuda lacerante, el inicio de un expediente de desahucio, mientras el dinero no vale nada y la cultura, para colmo, está infravalorada.

domingo, 28 de agosto de 2016

Los que bailaban


Los que bailaban yacen bajo la colina.

Algunos delincuentes han cartografiado la ciudad
y la han llenado de líneas y de puntos,
donde, dicen, se puede robar mejor
a los incautos.
Y hemos caído en sus redes,
con la misma facilidad que los tranvías
nos hurtan el sonrojo.

Es inevitable dejarse matar al pie de las estatuas.

¿Acaso tú podrías dibujar mejor esta cuadrícula,
superar su magnífica geometría,
y evitar que las niñas buenas se suiciden
arrojándose a los pozos?

Siempre fue el amor un accidente enojoso.
Algo que ocultar a la familia del muerto.
Un asunto turbio
que pasará al olvido si no se mienta demasiado.

Pero el mar se fabrica sus propias pesadillas
y acaba por levantarse insomne.
¿Qué era yo antes de ser esta muerte?
¿Acaso no bailaba un pentagrama mojado
con los pies desnudos?
Y en su busca
              qué nostalgia no habré de sentir
              ahora que estoy roto en la ribera,
trepa por los cipreses de Monsanto
para asomarse al parque de Placeres:

y me roe las tabas
insaciable.

lunes, 1 de agosto de 2016

Es inútil



Es inútil, doctor, que me busque las venas.

Ya solo tengo barcos,
naves viejas y negras
que me surcan de pies a testuz,
dejando una estela de delfines a mi espalda.
Si se fija bien, verá los chapoteos descuidados
a la altura del coxis
y algunas ballenas taponando la carótida.

Pero sangre,
lo que se dice sangre,
no me queda.

Si acaso fuera imprescindible para sus análisis,
búsquela en las paredes de la Alfama,
rastréela en las tabernas junto al Tajo,
despíntela de los azulejos
donde zurearon las palomas torcaces
de mi amor por Lisboa.

Nada más tengo.
Ya le he dado hasta la nostalgia de sus calles.
El resto es una historia de amor
tan intenso,
que no ha dejado en pie
ni el ardor de la sangre.

Ya solo tengo barcos.
Y el mar para desgarrarme.

martes, 19 de julio de 2016

Hora de cenar



Uno de los momentos del día que más me gusta es al final de la tarde, cuando ya ha pasado la jornada laboral, el jefe se ha quedado en la oficina sin mi amada presencia y sin la capacidad de exigirme un informe más, y tengo todo el tiempo para mí, para rascarme la entrepierna y disfrutar de una libertad que me gustaría haber conquistado para siempre. ¡Qué deseo de ser millonario, de estar jubilado, de no tener que ganarme el pan con el sudor de mi frente, y darle una patada en el culo a la maldición bíblica!
Como soy persona de costumbres metódicas y para no caer en la anarquía, que tiene tan mala prensa desde hace tantos siglos, ceno siempre a la misma hora. El ritual se repite: a las ocho en punto, mientras dan las señales horarias en la radio, la desconecto y enciendo la televisión para oír las noticias a la vez que preparo el refrigerio. Pongo el mantel, enciendo el fuego, bato los huevos, aderezo la ensalada y parto el pan, mientras en la caja tonta se suceden las últimas noticias de nuestros líderes políticos que pactan ahora no y ahora tampoco, oigo sesudos comentarios de analistas que hoy dicen una cosa y ayer decían la contraria, y proyectan imágenes de futbolistas que conocerán en su barrio pero que han costado una pasta gansa y que, parece ser, vienen a reforzar las plantillas de equipos que, entre sus mejores logros deportivos, está el de contar con deudas imposibles con Hacienda y sospechosos balances financieros. Luego me informan de que en verano hace calor y hay tormentas, y que en invierno hace frío y nieva en la sierra, todo con el horror añadido de unas alertas naranjas, rojas o amarillas, que ponen los pelos de punta, pero que en la calle ni se las ve ni se las huele.
Claro que no me creo nada de lo que narran estas supuestas noticias, no las escucho para informarme, que para eso ya he leído el periódico, visto internet y escuchado la radio, sino para divertirme profundamente con tanta pamema. Las noticias de televisión son el resumen diario más paródico de nuestro mundo supuestamente humano y nos presentan como un grupo de ciudadanos dispuestos a consumir tragedias mientras movemos la mandíbula, a horrorizarnos por la violencia terrorista mientras deshuesamos el pollo y prestos a pseudo-indignarnos por la bajada de los índices bursátiles o la subida de los precios de la electricidad mientras calentamos la leche en el microondas. Tenemos que sentirnos parte de un mundo cambiante, trepidante, imprevisible, aunque a ese mundo no le hagamos maldita la falta ni cuente con nosotros para la más nimia decisión.
Estas noticias generalmente las dan unos bustos parlantes con similitudes físicas: ellos son señores de mediana edad, de buena presencia y debidamente trajeados y con corbata, que tienen pinta de haber estudiado en una universidad de campanillas y pertenecer a familias bien de toda la vida; ellas, además de delgadas y muy finas, son mucho más jóvenes y parecen haber sido contratadas después de haber revisado concienzudamente los catálogos de modelos anoréxicas de las más afamadas marcas de moda. La guinda del pastel la ponen siempre los hombres y las mujeres de la información meteorológica, que son dinámicos, superguays y tienen un palmito que eclipsa de principio a fin las barras de las isobaras.
Para cuando termino de cenar, he asistido a un circo apasionante. Apenas me he creído nada, pero he disfrutado con los trucos de los malabaristas y magos, y me he estremecido con los políticos que avanzan por la cuerda floja sin caer nunca en la contradicción o en la corrupción, y hasta he sonreído con el payaso de turno con sus trabalenguas de tazas y vasos, vecinos y alcaldes. Si no fuera porque sé que todo es mentira, yo mismo podría participar en este secuestro de la realidad en que se han convertido los medios de comunicación de masas, que son una especie de iglesia moderna con millones de acólitos que comulgan con las mismas ruedas de molino. Pero yo ya he cenado, he cubierto mi cuota de literatura para el día, y apago la televisión: es divertida la ciencia ficción, claro que sí, pero basta con un rato. El resto del día se debe dedicar a cosas verdaderamente útiles.

domingo, 19 de junio de 2016

Muy serio



Llega un momento en la vida en que, por muy serio que seas y por muchos motivos que tengas para creerte importante y necesario, tienes que empezar a tomártelo todo a broma. Se trata de reírte de ti, y de todos, y de todo, para no sucumbir a la fealdad de la realidad. Reír para sobrevivir, para superar el día a día con éxito, para no acabar desencadenando un holocausto nuclear ante cualquiera de los muchos contratiempos de la vida cotidiana. Reír para que no te tengan que sacar en las noticias diciendo que te has convertido en un talibán, en un asesino en serie, en un loco peligroso, mientras tus vecinos de escalera de toda la vida se muestran sorprendidos y dicen el consabido veredicto: era un señor educado, correcto, muy atento con los niños; nunca nos hubiéramos imaginado que llegara a comportarse así. Qué miedo, oiga. Qué vecinos tan peligrosos tenemos todos.
Y es lo que me pasa a mí, que vivo asustado, muy asustado. Me he pasado toda la vida obedeciendo a mis mayores: que si no sorbas la sopa o te doy un sopapo, que si no te toques ahí o no te rasques en público, que estudia mucho para hacerte un hombre de provecho, que si acata la normativa e incorpórate al ejército para regalarle de gratis un año y pico de tu vida, que si trabaja animoso de sol a sol y no te quejes cuando tengas que pagar tus impuestos, que hay que hacer país, que si paga tus impuestos, apriétate el cinturón, colabora solidariamente con el prójimo y trata a los demás como te gustaría ser tratado a ti, y hazlo de buena gana, que tu conciencia te deje dormir por la noche. ¡Qué lavado de cerebro en toda regla! Y por eso me río tanto ahora, porque tanta obediencia, oiga usted, que me diga para qué me ha servido. No solo no he salido de pobre, sino que, además, veo que la mayoría que ha cumplido estos preceptos tampoco lo ha hecho. Como si nos hubieran dado un máster de muchos años y mucha especialización, no en ciudadanía responsable, sino en aborregamiento general y básico. Y todo vestido con una toga muy negra y muy seria. La universidad de la vida.
Veo ahora con toda claridad que me sobran estas telas de luto y estos trajes grises cortados con el patrón de la seriedad, pues nada hay más patético que hacerse mayor, aproximarse a la muerte a la velocidad de la luz y seguir manteniendo los principios del pasado mientras tu médico de cabecera te entretiene con placebos, te escatiman la pensión con técnicas de laboratorio, te cierran los centros de atención a la tercera edad y te niegan la ayuda a domicilio que solicitas de acuerdo con la ley de dependencia. Y todo bien escrito, redactado con sus magníficas frases aprendidas en los cursos de másteres en Economía Neoliberal o en Dirección Eficiente de Ancianos Estorbosos. Cómo no me voy a reír con toda esa prosa en la que me comunican pomposamente que me congelan la pensión, me suben los impuestos y me recortan los pocos servicios a los que hasta hace poco tenía derecho y ahora no.
Y llega el momento, uno cada cuatro años, en el que se supone que puedo expresar mi opinión y con un voto, un simple voto, puedo elegir un gobierno. Hasta me podría sentir importante. ¡Como si un voto, un simple voto, pudiera relatar la indignación que yo siento ante este atropello a mis canas! Y veo a todos esos políticos de medio pelo, con sus trajes caros, sus relojes de lujo, sus estilismos a la moda para ocultar la mediocridad, sus carteras repletas y sus feas palabras, prometerme un mañana mejor a cambio de mi confianza. Después de tanta promesa también los veo irse de putas. Y me río, claro que me río.
Algunos, incluso, quieren amenazarme y tratan de despertar viejos fantasmas, como los de los comunistas, para que no pueda dormir por las noches, pero a estas alturas de la película a mí ya no me asustan ni los unos ni los otros, faltaría más. Si acaso, lo que me gustaría es que cambiásemos el guion y los actores, para ver que no continuamos con más de lo mismo, con esta seriedad mediocre y triste que no ha servido para casi nada, excepto para que cuatro listos nos hayan chuleado hasta el día de hoy. Y para tomarse la vida con una seriedad inútil y ridícula.

martes, 24 de mayo de 2016

Desnudo




   Es cosa de risa lo feos que somos los seres humanos desnudos. Bueno, me corrijo, que lo he dicho casi sin pensar: lo feos que no sentimos cuando estamos desnudos. Son tantos años de culpabilidad religiosa, apostólica y romana, que necesitamos la hoja de parra del Vaticano para sentirnos seguros y a salvo de los demás, como si nuestra propia naturaleza fuese en sí misma pecaminosa, oscura, lasciva y sobre todo ridícula, muy ridícula. Así que nos ponemos la hojita de marras, si es posible de marca prestigiosa y carísima, y la vamos variando durante la temporada por otras similares pero de colores variados, no sea que los demás piensen que somos unos pobretones de aquellos del tebeo. Hay hojas de diseño ultramoderno, con joyas engarzadas, con plumas de pavo real y espejuelos de strass, como hay también idiotas de poco y mucho pelo en la cabeza y en el pecho.
   No obstante, en la vida hay momentos trascendentes e inevitables en que nos tenemos que mostrar sin tanto adorno ante algunos de los demases. Y no me refiero a los momentos íntimos eróticos, que como todo el mundo sabe no son ni mucho menos para luces y taquígrafos: hay quien no se quita la ropa ni debajo de las sábanas, quien no va a la playa para que no se intuya la celulitis debajo del pareo, e incluso quien simula que le han cortado la energía eléctrica de la casa antes que enseñar el comienzo mismo de la hucha. ¡Cuántos hijos se han concebido a oscuras y con aquellos camisones que tenían su agujerito bien discreto para ejercer el uso del matrimonio! Me refería más bien a esos momentos incómodos y desagradables en que por necesidades médicas se tiene que despojar el paciente de todo glamour para asistir a la consulta del urólogo, el ginecólogo o el dermatólogo, y quedan en evidencia, esta vez con toda claridad, las partes pudendas: menos mal que estas situaciones chuscas pasan rápidamente, nos las echamos a la espalda y nos damos un atracón de chocolate con churros en la cafetería más próxima al consultorio médico para olvidar pronto el malestar y el disgusto.
    El resto de la existencia es textil, muy textil. Incluso, cuando en el verano llega el buen tiempo y hay que combatir el calor, cuando se recurre a ropas escuetas y vaporosas por comodidad y necesidad, prima más el concepto de mantener tapadas las vergüenzas que el de sentirnos libres con nuestro cuerpo. Y con nuestra mente. Ha ganado tanto terreno la concepción religiosa del pecado original en nuestra sociedad, que a los nudistas se les ha relegado a cuatro ghettos para que puedan vivir, como los indios de las reservas, su diferencia de a poquitos. En la mayoría de municipios, algunos tan cosmopolitas como Barcelona, te multan por ir desnudo por la calle, aunque ninguna constitución moderna obligue a nadie a tener que comprar ropa: vestir es un derecho, sí, pero ¿puede ser una obligación en una sociedad de personas libres? Así nos lo están legislando, con esas censuras en Facebook, esas multas en las calles y esos dedos apuntando directamente contra la naturaleza humana. Si es que ya está prohibido hasta mear en la calle en un caso de urgencia y hay que encomendarse al santísimo para que no te pillen delinquiendo…  
   Es en este contexto de libertad, fútbol y Telecinco, en el que tenemos que comprender que una mujer semidesnuda en una plaza, una capilla universitaria o en un parque, puede ser llamada puta, bollera y cualquiera otra cosa furibunda, por un representante de la ley que, sin embargo, no se inmuta ante esos políticos bien vestidos y aforados por su vinculación a un partido que visten ropas caras, a veces regalo sucio de sus protectores, y que tratan de tapar sin éxito las vergüenzas de su iniquidad. Algo está podrido en este sistema político y económico en el que el olor a mierda se filtra por la ropa, dejando atrás corbatas de seda y collares de perlas, y nos atufa a todos con un hedor rancio y previsible: no obstante, el pueblo les volverá a elegir, hipnotizado por el glamour de su puesta en escena y sus cuentas en paraísos fiscales, para que sigan perpetuando la injusticia.
   Que detengan este mundo de corrupción ya, que, si no, me bajo en marcha.  Como dice el refrán: “Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano.”  Y, por cierto, así no me siento nada mal.