Los poetas románticos vistieron el otoño con ropajes de hojas caídas y
frutos asados en la lumbre. Eran tiempos de hambrunas y en su mayoría
ellos no las padecían como buenos parásitos de las clases pudientes.
Solo los ricos podían dedicarse a actividades sin sentido práctico, como
la filosofía o el arte; para lo demás, ya estaba el vulgo, encargado de
producir la riqueza a la que no tenía acceso por la injusticia mundana.
Eso sí, la poesía ensalzaba a los rebeldes y alentaba una revolución
campesina, que luego sería obrera y que iba contra los mismos parásitos
que la arengaban desde posturas estéticas y elitistas. Era el romántico
un claro ejemplo de elegancia mundana, clase y hastío vital, lo que no
siempre, por desgracia y como ejemplo de graves contradicciones humanas,
acababa en un suicidio glorioso.
El otoño, no obstante, es un tiempo oscuro, casi lúgubre. A las tardes
brevísimas y los primeros fríos, se unen como en un puzzle las
enfermedades, las depresiones, el desaliento… A nadie en su sano juicio
se le ocurriría empezar una guerra con el inicio del mal tiempo o
confiar en un enamoramiento que no tuviese un porcentaje de horas de sol
más que mediado; a las grandes empresas les convienen los brotes de
juventud, la luminosidad, el brillo efímero de la plenitud física. Tal
vez por eso, y por esa cercanía a la muerte que se presiente hasta en el
refranero (“Por Todos los Santos nieve en los altos”), el otoño viene
acompañado de historias de terror alrededor de la chimenea; cuando todo
está oscuro y el viento ulula entre los árboles del bosque,
los relatos de muertos vivientes y zombies, criaturas arrojadas al mundo
desde los límites del más allá, alimentan las pesadillas de los seres
humanos condenados a largas noches sin sueño en las que crepitan los
muebles y los demonios rondan las cabeceras de las camas de los recién
nacidos.
El otoño es un viejo verde vestido con hojas de parra al que se le ve
el trasero cuando se agacha a levantar las faldas de las mozuelas. Tiene
las digestiones lentas y la cabeza repelada de tiña y mugre. Sonríe con
dos dientes mal pareados y te mira esquinado con un gesto bizco y
desafiante. Se diría que te podría morder como un perro en cuanto le
dieras la primera patada, aunque se dejara la caries en tu muslo. No
parece elegante al modo romántico; más bien, es un defecto derivado del
hambre, los malos hábitos, el exceso de trabajo y la rijosidad. Lo
celebramos como se merece un único día y luego lo escondemos con sus
calabazas y harapos en lo más profundo de los trasteros, de donde no
sale si no es para el cementerio.
Sin embargo, hay quienes creen que ya no hay otoños. La misma gente
que cree en Batman, en dios, en el deshielo del Ártico (como si no
hubiera Antártico también) y en los beneficios para la salud del jamón
serrano (la OMS es mala remala y solo busca torpedear la economía del
país del ibérico y el lacón), te puede decir de buenas a primeras que
estos tiempos ya no son como los de antes: para tal cosa, lo primero es
ser decididamente mayor, pues, si no, a santo de qué se podría hablar
con experiencia de hogaño; y lo segundo es tener mala memoria, porque
mira que no hay cientos de cuadros de otoños verdes y marrones entre los
pintores realistas del siglo XXI, que como todo el mundo sabe son los
que más se venden en las exposiciones porque, junto con las marinas,
quedan muy bien en los salones de las chalets adosados.
Que el otoño existe lo saben mis huesos, que lo anticipan con esos
malestares cíclicos que piden cama y calorcito. Lo aprovechan también
los publicistas, que te venden miles de aparatos para que te quedes en
casa viendo la tele mientras pedaleas, corres o te masturbas bajo la
manta. Es conocido por los ladrones a domicilio, que entran en temporada
baja en cuanto triunfa octubre y cambian las casas por las calles
tumultuosas, los bares y los centros comerciales en fin de semana. Y lo
descubrieron muy pronto, también los poetas románticos, que se sentían
juguetes del viento y se despeñaron con las hojas por paisajes que
comprendían la melancolía y la desesperación.
He tratado de cerrarle la puerta, pero el otoño ya se ha instalado en
la parra del jardín y me temo que no tardará mucho en enseñar las
vergüenzas de la pared desnuda.