No se trata de que tenga una vida
cuadriculada, sino de que no me gusta improvisar, que no es lo mismo. Se lo
digo, doctor, porque usted, en ocasiones, ha puesto en duda mis hábitos y mis
costumbres, aunque ahora lo niegue con la cabeza y se sonría con ese gesto de
prepotencia que tanto he llegado a odiar en el transcurso de estas sesiones.
Usted no lo sabe todo, acabáramos, ni puede conocer a ciencia cierta las ideas
que se retuercen por los laberintos de mi mente, día sí y día también. Ni soy
un libro, ni me puede usted leer, por más que me trate de convencer de lo
contrario. Y si tiene alguna vaga idea del atlas de mi cerebro, se debe, no a
su inteligencia, que hasta se podría dudar de que la posea, sino a que en
ocasiones le he cartografiado para no desanimarlo del todo algo así como la
ruta de la seda de mi pensamiento, aunque le haya puesto trampas en el
recorrido como Ayers Rock y el Gran Cañón del Colorado. Sí, me divierte cuando
pica y se le queda la cara de atorrado que debía de tener antes de empezar su
licenciatura universitaria. Es parte del juego, en el que, ya ve, cabe la
improvisación. Pasa que entonces resulta que es a usted al que no le gustan
estos giros inesperados del arroyo de la conciencia. Me temo que está usted
hecho un alemanote de los pies a la cabeza.
Le voy a poner un ejemplo: si
usted me llama por teléfono dos días antes de la consulta y me propone posponer
la cita porque, digamos, ha conocido una muchacha en un bar y en la fogosidad
de los primeros encuentros no puede apenas salir de la cama para ir a la ducha
o a la farmacia, pues a mí no me importa un pimiento si entra o si sale,
cuántas veces y cómo. Cambio la anotación en mi agenda y me quedo tan
tranquilo, incluso más porque he tenido la fortuna de atrasar un poco estas
estúpidas conversaciones por las que percibo una ayuda social tan exigua como
su amabilidad para conmigo. Pero, si por el contrario, se atreve usted a
interferir en mi independencia llamándome por teléfono con la absurda intención
de adelantar la fecha de la consulta porque, digamos, tiene que atender un
asunto familiar en Holanda y las fechas no son negociables, ya sabe asunto de
notarios, abogados y administraciones públicas, pues no espere de mí más que
una patada en el trasero, porque no habrá nada, pero nada en el mundo, que me
haga modificar una cita ya establecida debidamente para que se acomode a sus
intereses.
No, a mí no me importa que me llame egoísta.
Es lo que soy y se lo reconozco abiertamente. Yo no vengo a verlo por gusto ni
por placer. Estoy aquí porque el juez me impuso esta penitencia si quiero
percibir la cantidad con la que malvivo todo el mes; y bastante es que tenga
que verle el rostro cada quince días, como para que encima pretenda que lo haga
con alegría, colaboración y afecto. Es usted verdaderamente un ser abyecto,
entregado como un idiota a esa tonta actividad de tratar de comprenderme, como
si eso fuera posible para usted, que no pasaría nunca de las primeras líneas de
“American Psycho” porque le ahogaría su falta de ética. El mundo está mál
hecho, sí, ya lo sabemos, pero usted no está capacitado para cambiarlo, ni
mucho menos para sobrevivir en él más de dos domingos de ramos.
Mientras hablaba, usted ha estado
tomando notas y dibujando esas extrañas cuadrículas con las que trata de
ocultar su nerviosismo ante el desprecio que me merece. Le parecerá mentira
pero si lo compara con el de la semana pasada, si es que sabe qué fue de él,
verá que es prácticamente el mismo, porque la conversación es prácticamente
idéntica y el dibujo también. No me diga que no se ha dado cuenta. Resulta
usted bastante previsible, incluso cuadriculado me atrevería a decir, si no
fuera porque es ahora cuando me pone ese rictus de mala leche con el que
pretende asustarme y me dice amablemente, ¡qué civilizado!, que ya es la hora y
que vuelva dentro de dos martes, si no hay cambios. Y usted ya lo sabe: llámeme
solo si tiene que posponer la consulta; si no, más vale que no salga a establecer
contactos sociales en ningún bar.
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