Recorrí más de dos mil
ochocientos kilómetros en coche para llegar a las doce de la mañana del día 6
de julio a Pamplona. Podría parecer que huía de algo o de alguien, pero lo
cierto es que no quería cumplir los veinticinco años sin alcanzar un sueño:
fundirme en rojo y blanco con la ciudad que aprendí a amar en reportajes de
viajeros célebres, en bandas de música y en el cine. Viví los encierros en la
calle Estafeta, los desayunos de chocolate con churros, el kalimotxo del
tendido de sol en la plaza de toros, las noches de borrachera de la parte
vieja… Y perdí la noción del tiempo, del mundo, de mi personalidad, hasta el
punto de que durante varios días no supe quién era ni dónde había aparcado el
coche. Dormía poco y a deshoras; el sitio no importaba y la compañía era tan
cambiante como aquella gente con la que compartía las cervezas. No era nadie y,
sin embargo, podía alcanzarlo todo tan solo con intentarlo. Cuando la ciudad se
deshizo en el postrero pobre de mí, recuperé por fin cierta lucidez: era libre.
De ninguna manera llegaría ya a casarme el 10 de julio en Bergen.
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