lunes, 29 de junio de 2015

Reencuentro



Recorrí más de dos mil ochocientos kilómetros en coche para llegar a las doce de la mañana del día 6 de julio a Pamplona. Podría parecer que huía de algo o de alguien, pero lo cierto es que no quería cumplir los veinticinco años sin alcanzar un sueño: fundirme en rojo y blanco con la ciudad que aprendí a amar en reportajes de viajeros célebres, en bandas de música y en el cine. Viví los encierros en la calle Estafeta, los desayunos de chocolate con churros, el kalimotxo del tendido de sol en la plaza de toros, las noches de borrachera de la parte vieja… Y perdí la noción del tiempo, del mundo, de mi personalidad, hasta el punto de que durante varios días no supe quién era ni dónde había aparcado el coche. Dormía poco y a deshoras; el sitio no importaba y la compañía era tan cambiante como aquella gente con la que compartía las cervezas. No era nadie y, sin embargo, podía alcanzarlo todo tan solo con intentarlo. Cuando la ciudad se deshizo en el postrero pobre de mí, recuperé por fin cierta lucidez: era libre. De ninguna manera llegaría ya a casarme el 10 de julio en Bergen.

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