Hasta donde yo recuerdo, y cuento ya con ochenta noviembres sobre mi
conciencia y mis espaldas, en España jamás, jamás, hemos sido racistas.
En mi infancia y mi juventud, allá por los años cuarenta y cincuenta, la
mayoría éramos pobres de solemnidad, pasábamos un hambre canina y nos
conformábamos con lo poquito que se les caía a los patrones de las manos
y, un poco más tarde, con la leche en polvo y la margarina amarilla de
la ayuda americana. Pero no éramos racistas; además de nosotros, pobres
pero dignos y muy calladitos siempre, estaban los gitanos en sus calles
como guetos: ellos eran los que no querían integrarse en nuestro mundo,
no nosotros quienes les excluíamos. Si no iban a la escuela de pequeños,
tampoco nos llevaban mucho a los de mi generación; si robaban gallinas o
mercadeaban con sal o con baratijas, los míos hacían exactamente lo
mismo. No los sentíamos como competencia, sino como algo extraño, ajeno,
lleno de folklore y sueños de color aceituna.
La primera vez que yo sentí algo que con el tiempo podría llamar
racismo fue ya en los años sesenta. Pobres como ratas, con los hijos
recién nacidos y negándonos a seguir aceptando las nanas de la cebolla y
el pan duro para hacer sopas con agua azucarada, muchos salimos al
mundo en pos de la riqueza que prometía el capitalismo. Muchos se fueron
para Alemania (“vente a Alemania, Pepe”), otros para Francia, Holanda…
Yo me marché a Suiza, donde trabajé como una bestia en la construcción y
dormí en barracones donde se nos hacinaba por cientos. Con muchas
privaciones, pude volver a casa un año después con algo de dinero en el
bolsillo y algunas chucherías que entonces me parecían el tesoro de un
pirata: queso de bola, chocolate y algunos relojes como de rico de
pueblo. También regresé con la amargura de haber comprobado que allí
ningún suizo me consideró nunca un igual, que me miraban por encima del
hombro y hasta me trataban con desprecio en cuanto notaban por mi acento
o por mis pobres ropas que era solo un español, ignorante y miserable.
Tal vez pensaran de mí que no quería integrarme en su mundo, pero lo
cierto es que nunca lo soñé. Los pocos que se quedaron definitivamente
en el país helvético, tal vez acertaran, pero lo cierto es que lo
tuvieron francamente difícil.
España no fue racista hasta principios de los años noventa. Uno iba
por Europa en los años ochenta, hablo de Portugal, Holanda, Bélgica,
Francia, por ejemplo, y veía negros, hindúes, caboverdianos, polinesios,
congoleños, y notaba en el ambiente, porque eso se notaba, que eran
sociedades que iban al mestizaje. Y luego volvía a España, y excepto las
nórdicas que se tostaban al sol en las playas mediterráneas y que
dejaban las divisas que nos convertían en un país de algún futuro, en el
interior todo seguía como si no hubiera ocurrido aún el desastre de
Cuba.
Pero en los años noventa empezaron a llegar, con aquella súbita
riqueza que procedía sobre todo de los fondos de cohesión europea y de
los créditos fáciles del por fin somos europeos, los marroquíes, los
argelinos, los peruanos, los ecuatorianos…, dispuestos a hacer las
faenas del campo que los españoles despreciábamos por ínfimas, o a
cuidar niños y ancianos, limpiar las casas de los nuevos ricos o incluso
a prostituirse para ellos. Fue entonces cuando, sin que nadie hubiera
regado la semilla de racismo, surgió un sentimiento de europeo rancio
que se permitía mirar por encima del hombro a cualquiera que tuviera
otro color de piel, otra ropa u otro acento.
La vergüenza debería haber sido mucha, pero la gente que se cree rica
tiende a despreciar lo que no conoce y que considera inferior, casi
siempre por pura ignorancia. Es evidente, porque para eso llevamos ahora
varios años de crisis económica, que el dinero de Europa no iba a durar
siempre y que alguna vez nos habrían de reclamar lo que nos prestaron y
no supimos administrar. Tras el expolio de unos cuantos ladrones de
guante blanco, se fueron los emigrantes en pos del sueño capitalista a
otros países más pujantes, y nosotros nos quedamos en esta tierra para
ver, con pesar en mi caso y a mis ochenta años, cómo se marchan mis
nietos a otros países en busca de una oportunidad con la que aquí no
pueden contar. Seguro que tendrán que sufrir muchas privaciones, como
las pasé yo en Suiza. Y total, ¿para qué? Tengo una pensión de mierda,
que ha subido ochenta céntimos de euro en el 2015, y siento que el mundo
entero me mira por encima del hombro, sin piedad, sin compasión.
Otra vez has acertado con este historia triste, todo para poder comer sin ilusión y alegría, la única razón: un sueño poder volver un día con algo de calderilla.
ResponderEliminarPara ser racista solo necesitas personas a las que consideras superiores y personas a las que consideras inferiores..., es igual que para ser rico..., necesitas que haya gente más rica que tú, pero además que haya muchos pobres en los que hacer valer tu condición.
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