Me levanto de la cama después de haber dormido francamente mal, toda la
noche soñando con superhéroes en mallas ajustadísimas y purgaciones varias, y
me siento poseído por una sed de venganza que no puede calmar, por una vez, el
café amargo del desayuno. Tengo una misión, me lo ha dicho la rubia teñida que
se convierte en papel de cebolla cuando le incide en la frente la luz del
arcoíris, y no puedo defraudar a la humanidad, ávida como está de justicia
aunque no lo sepa por su dependencia de la telebasura. Solo tengo que teñir de
colores ácidos una camiseta de manga larga y unos panties de quirófano,
peinarme como el Pájaro Loco y ajustarme unas gafas de solo un euro de Alain Afflelou,
y ya estoy todo listo para rescatar al mundo de la maldad que lo asola. He
quedado francamente bien, me digo mirándome con gusto en el espejo; hasta le
parecería bien a la madre de Ignatitus J. Reilly si me viera paseando por las
calles de Nueva Orleans en un día soleado.
La primera misión de la lista que
guardo en el bolsillo y que solo daré a conocer conforme vaya culminando con
éxito no puede ser más diver. Armado con mis superpoderes y una pancarta de
cartón al modo de los activistas de los años setenta, me encadeno al león
derecho del Congreso de los Diputados, solicitando la libertad de los que
sufren injustamente persecución por la Justicia. Como no me acuerdo de muchos
nombres, hasta ayer ni soñaba remotamente con ser un superhéroe de la Marvel,
mi primera opción es devolver la libertad a mi heroína particular, la excelsa y
maravillosa Isabel Pantoja, a la que pretenden enjaular por no sé sabe qué
bolsas de basura llenas de billetes que le traían por amor a su casa y que, por
amor, guardaba con todo celo para que su amante las reencontrara cuando
volviera de despojar las sierras y las playas de Andalucía. No podría tener
mejor primera misión que devolver a las calles a mi admirada coplista, me
autoanimo. Unos periodistas me tiran unas fotos y me preguntan con la alcachofa;
estoy contestando tan feliz y cantando “Marinero de luces” cuando llega un
guardia civil de los que vigilan el congreso, llegan tres más, doce, me dan un
palo en las costillas, tres collejas, doce zurriagazos con unos cinturones de
cuero mugriento, y decido que mejor me desencadeno y busco una misión menos
peligrosa, que no entraba en mis planes convertirme en un fenómeno social tan
pronto, que me falta preparación y asesoría legal. Perdóname, Maribel, pero
hubiera sido mejor que no te pillaran con el dinero…
La segunda misión resulta ser mucho menos comprometida para mí. Ha
habido rumores de que ciertos periodistas de la prensa rosa han comenzado a
atacar a la infanta Leonor, que solo tiene ocho años y no se entera de nada la
pobre, porque dicen que es muy sosa, que mira torcido y que le ha tocado un
ramalazo de sangre paterna de cagarse por la pata abajo. El principal cabecilla
de la trama es un afamado cronista que fuera amigo de su abuela, que es
acérrimo enemigo de su madre y que tiene el colmillo retorcido de una hiena entrada
en años y relegada en su estatus. Bueno, pues esto es más fácil, porque me
disfrazo de chulazo de la isla de Capri en los sesenta, me presento en su casa
y, con la excusa de que quiero inspeccionar las conducciones del gas, le
maltrato en el dormitorio hasta que me promete, una hora después y con la vehemencia
necesaria, que no se propasará nunca más con el mundo de la infancia.
Con el éxito de la segunda misión en el cuerpo, con el subidón de
adrenalina que me ha producido la victoria sobre la hiena y la felicidad de
haber contribuido a crear un mundo más justo para los niños y las niñas
inocentes, me voy directo a un bar de copas que está cerca del congreso y al
que acuden sus señorías después de terminar sus largas sesiones de trabajo, y
me tomo hasta tres brandies de solera esperando que comiencen a animar la noche
madrileña con su rumbo. Llegan de muchos en muchos, presumiendo de tarjetas
negras, dietas interminables y gastos pagados, con sus putas canarias y los bolsillos
repletos de Viagra; se las dan de hombres de honor, de padres de la patria, de
abnegados defensores de la familia, que piensan, siempre, antes en los demás
que en sí mismos. Qué asco me dan, todos en conjunto y cada uno por sí mismo.
Les voy echando, como me mandó la rubia, un poquito de algo diabólico en sus
copas en cuanto se despistan con el puterío. Tal vez mañana no haya gobierno,
pero seguro que no lo vamos a notar nada de nada.