viernes, 18 de diciembre de 2015

Tiempos modernos



Cuando era pequeño me gustaba ir al cine los domingos y me divertían tanto las películas en blanco y negro como las de color. Creo que nunca se me hubiera ocurrido decir que el cine de Charlot me parecía antiguo o que las películas de El Gordo y el Flaco estaban pasadas de moda; en todo caso me hubiera ganado un buen soplamocos por no valorar debidamente el genio de los demás. Ni entonces ni ahora me parece que las películas de los grandes del cine mudo fueran antiguallas que no merecieran mi atención; más bien al contrario, aun hoy me encanta revisar de vez en cuando “El maquinista de la general” de Buster Keaton o la magnífica “El gran dictador” de Chaplin, tan llenas de valores, certezas y fe en el futuro del ser humano. Nada me indigna más, ahora que estoy en el otoño de mi existencia, que esos niños repelentes que consideran antigua una película de 1999 y que se niegan sistemáticamente a conocer su pasado, como si hubieran nacido espontáneamente en una lechuga galáctica.

Es cierto que los tiempos han cambiado mucho. Si mis abuelas levantaran la cabeza se sorprenderían con todo ese ejército de zombies que llevan la suya agachada y fija en la pantalla del móvil, sin enterarse de los lugares por donde pasan ni de las caras de las personas con las que se cruzan todos los días. También se alegrarían, claro, con esto de la democracia participativa, ellas que se pasaron parte de sus vidas bajo una dictadura que todavía no ha sido condenada unánimemente. Desgraciadamente apenas tuvieron alguna vez derecho al voto, lo que no quiere decir que no tuvieran conciencia política. Llamadas a las urnas hoy, no creo que votaran con miedo a perder comodidades materiales, ellas que tuvieron tan poco y tanto se esforzaron para vivir con dignidad de su trabajo. Dudo que fueran conservadoras, dudo que apoyaran un gobierno de corruptos, prevaricadores y ladrones pensando que así garantizaban su exigua pensión de viudas. Dudo que fueran cobardes. Pero su integridad y su entereza ya no serían de estos tiempos.
El sistema político de esta España antigua y señoritinga se ha quedado bastante obsoleto. Es más antiguo que el cine mudo. Se lee uno cualquier novela de Pérez Galdós y se encuentra que en el siglo XIX ya existía esta mamandurria de partidos políticos alternantes que cambiaban cíclicamente para que no cambiase realmente nada. Y lo que es peor, para que después de tantos años de alternancias, la sociedad se viese inmersa en una crisis tan seria como para que todo el país entrase en un coma generalizado que, no sé por qué, tanto se parece al que ahora mismo nos sacude y nos acongoja.
Y será porque no me resigno, pero no me parece que ejercer el voto una vez cada cuatro años sea realmente una democracia participativa, más cuando el voto lo secuestran los partidos para sus fines particulares mientras dicen que los legitimiza el resultado en las urnas. Si voto a un partido, no quiero que durante cuatro años haga lo que quiera con mi papeleta; yo quiero tener la oportunidad de controlar, supervisar, gestionar mi elección y, si fuera el caso, retirar el apoyo a quien miente, manipula y roba amparado en él.
Por eso soy partidario de una reforma global de la democracia para que sea realmente participativa; ahora que todos tenemos móviles, acceso a internet, wifi y mil formas de comunicación tecnológica, ahora que tantos de nosotros no despegamos la cara de la pantalla de la tablet, del ordenador, del smartphone, ahora sería un buen momento para una revolución tecnológica y política de primer orden: para que esta democracia lo sea realmente y no secuestre los votos de los ciudadanos, propongo que todas las leyes del gobierno decisivas sean votadas inmediatamente online por todos los ciudadanos de nuestro país, para que el ciudadano decida realmente.
Las elecciones cada cuatro años son un mal pasado, un tiempo antiguo, que debe ser superado cuanto antes. Seguro que nuestros políticos no quieren que decidamos tanto y eso es porque prefieren gobernar sin nosotros como en el despotismo ilustrado. Pero yo quiero tener la dignidad de mis abuelas y vivir entre gente honrada y comprometida, con la fe en el ser humano del cine mudo, alejando del poder a todo aquel que no merece nuestra confianza. Exijo una política moderna y transparente para un país que se merece ya salir del siglo XIX y de esta alternancia de poder rancia y desvergonzada.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Otoños



Los poetas románticos vistieron el otoño con ropajes de hojas caídas y frutos asados en la lumbre. Eran tiempos de hambrunas y en su mayoría ellos no las padecían como buenos parásitos de las clases pudientes. Solo los ricos podían dedicarse a actividades sin sentido práctico, como la filosofía o el arte; para lo demás, ya estaba el vulgo, encargado de producir la riqueza a la que no tenía acceso por la injusticia mundana. Eso sí, la poesía ensalzaba a los rebeldes y alentaba una revolución campesina, que luego sería obrera y que iba contra los mismos parásitos que la arengaban desde posturas estéticas y elitistas. Era el romántico un claro ejemplo de elegancia mundana, clase y hastío vital, lo que no siempre, por desgracia y como ejemplo de graves contradicciones humanas, acababa en un suicidio glorioso.
El otoño, no obstante, es un tiempo oscuro, casi lúgubre. A las tardes brevísimas y los primeros fríos, se unen como en un puzzle las enfermedades, las depresiones, el desaliento… A nadie en su sano juicio se le ocurriría empezar una guerra con el inicio del mal tiempo o confiar en un enamoramiento que no tuviese un porcentaje de horas de sol más que mediado; a las grandes empresas les convienen los brotes de juventud, la luminosidad, el brillo efímero de la plenitud física. Tal vez por eso, y por esa cercanía a la muerte que se presiente hasta en el refranero (“Por Todos los Santos nieve en los altos”), el otoño viene acompañado de historias de terror alrededor de la chimenea; cuando todo está oscuro y el viento ulula entre los árboles del bosque, los relatos de muertos vivientes y zombies, criaturas arrojadas al mundo desde los límites del más allá, alimentan las pesadillas de los seres humanos condenados a largas noches sin sueño en las que crepitan los muebles y los demonios rondan las cabeceras de las camas de los recién nacidos.
El otoño es un viejo verde vestido con hojas de parra al que se le ve el trasero cuando se agacha a levantar las faldas de las mozuelas. Tiene las digestiones lentas y la cabeza repelada de tiña y mugre. Sonríe con dos dientes mal pareados y te mira esquinado con un gesto bizco y desafiante. Se diría que te podría morder como un perro en cuanto le dieras la primera patada, aunque se dejara la caries en tu muslo. No parece elegante al modo romántico; más bien, es un defecto derivado del hambre, los malos hábitos, el exceso de trabajo y la rijosidad. Lo celebramos como se merece un único día y luego lo escondemos con sus calabazas y harapos en lo más profundo de los trasteros, de donde no sale si no es para el cementerio.
Sin embargo, hay quienes creen que ya no hay otoños. La misma gente que cree en Batman, en dios, en el deshielo del Ártico (como si no hubiera Antártico también) y en los beneficios para la salud del jamón serrano (la OMS es mala remala y solo busca torpedear la economía del país del ibérico y el lacón), te puede decir de buenas a primeras que estos tiempos ya no son como los de antes: para tal cosa, lo primero es ser decididamente mayor, pues, si no, a santo de qué se podría hablar con experiencia de hogaño; y lo segundo es tener mala memoria, porque mira que no hay cientos de cuadros de otoños verdes y marrones entre los pintores realistas del siglo XXI, que como todo el mundo sabe son los que más se venden en las exposiciones porque, junto con las marinas, quedan muy bien en los salones de las chalets adosados.
Que el otoño existe lo saben mis huesos, que lo anticipan con esos malestares cíclicos que piden cama y calorcito. Lo aprovechan también los publicistas, que te venden miles de aparatos para que te quedes en casa viendo la tele mientras pedaleas, corres o te masturbas bajo la manta. Es conocido por los ladrones a domicilio, que entran en temporada baja en cuanto triunfa octubre y cambian las casas por las calles tumultuosas, los bares y los centros comerciales en fin de semana. Y lo descubrieron muy pronto, también los poetas románticos, que se sentían juguetes del viento y se despeñaron con las hojas por paisajes que comprendían la melancolía y la desesperación.
He tratado de cerrarle la puerta, pero el otoño ya se ha instalado en la parra del jardín y me temo que no tardará mucho en enseñar las vergüenzas de la pared desnuda.

sábado, 24 de octubre de 2015

A tiempo



Me cansan los tópicos, me aburren profundamente. No hay nada que me desmotive más que esa gente que se queda mirando a los ojos con intensidad, como si de verdad entendiera algo de lo que pasa, para liquidar las expectativas de una conversación inteligente con un “poco a poco” o “ya verás cómo se soluciona”. En esas ocasiones estoy seguro de que un perro me comprende mejor y, además de la fidelidad y el afecto, no me carga con tales majaderías; un perro como mucho me saca la lengua y espera que le lance la pelota para ir a recogerla, y hasta se divierte y me divierte. Pero esa gentuza de frases hechas e ideas publicitarias lo invade todo y me tortura con sus “que tú puedes” y “más se perdió en Cuba”, como si a mí me importara un pimiento la geografía mundial, sus accidentes y clima.
Yo sé que la mayoría, cuando se separa de sus parejas, después de haberlas amado hasta el abuso, estrujado, exprimido, desecado y aniquilado, trata de dejarlas atrás lo antes posible, intentando tan solo conservar el odio a quien no supo valorar la calidad de su persona; ponen tierra de por medio, ponen de por medio a los hijos para crear un colchón de desafecto que haga olvidar los tiempos primeros del sexo, ponen de por medio a los abogados, las sentencias de divorcio, los acuerdos de negación y menosprecio… “No sabes cómo me maltrataba”, “era cruel y egoísta”, “me exigía una perfección que para sí quisiera”, “me hacía sentirme inferior”, “con nuestros amigos siempre me ridiculizaba”… Las mismas cantinelas para los mismos fracasos, clavos que no sacan otros y moras cuyas manchan no salen ni con la muerte.
Por eso tengo fama de huraño. No me gusta relacionarme con el mundo para hacer pronósticos del tiempo, criticar al presidente del gobierno por más tonto que sea o predecir quién de los de siempre ganará la liga de fútbol; más bien, en un ejercicio de cinismo, prefiero incomodar a la concurrencia preguntando yo si recuerdan quién era el ministro de cultura español en el primer gobierno de Felipe González, si llovió mucho en la primavera de 1988 o en qué año ganó la liga el Real Betis Balompié. Reconozco que casi nadie lo sabe o lo recuerda, pero es que vivimos en un tiempo sin memoria y por eso este pueblo está condenado a repetir los mismos errores y a que le tomen el pelo los tuertos del país de Nunca Jamás.
Algunos dicen que soy un rebelde, otros que un misántropo, los más que estoy “como una cabra” y que me deberían poner la camisa de fuerza antes de que me estalle la chola y cometa “una barbaridad de esas que salen por la tele en las noticias”. Lo cierto es que me gusta expansionarme y salirme del carril preestablecido, ver las cosas del revés, casi siempre del lado más cómico y darle una patada de vez en cuando al trasero de la autoridad. No diré que no haya tenido problemillas, pero eso es lo menos cuando uno decide opinar de verdad y no callarse nada de nada. Pues no ha llovido ni nada desde que mi madre me dijera aquello de “tú escucha y calla”.
Pondré un ejemplo, tonto, pero que es muy ilustrativo de cómo se puede vivir en la cuerda floja, sin red y dando la cara. Desde hace cuarenta años, cada cierto tiempo me toca renovar el carné de identidad como a cada hijo de vecino, pero para mí es un momento sublime, importante, generoso... Me hago una sola foto, la primera que me toman, sin retoques ni mejoras, y hago veinte o treinta copias, según los tiempos. Después, a cada una de las personas que han sido importantes de verdad en mi vida y a las que ya no veo por decisión propia o ajena se la mando por correo para que vean de primera mano en lo que me ha convertido el paso del tiempo. Evito decir cosas tales como “mira lo bien que me ha tratado la vida” o “¿a qué estoy igual que entonces?; si no quiero mentir, lo que no ocurre siempre porque mentir es muy divertido, lo que anoto es una verdad como un templo: mira bien la foto y da gracias a dios, porque de este pobre imbécil es del que te libraste a tiempo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Ma non troppo



La vida es pura rutina, aburrimiento y tedio, hasta que un día deja de serlo. Nos pasamos media existencia tratando de convertir el caos en costumbre, haciéndonos a la idea de que hemos domesticado al tiempo y a la naturaleza, hasta que, de repente muchas veces, o como en un zarpazo brutal en otras, nos damos cuenta de que estamos enredados en una telaraña viscosa de acontecimientos raros y nada deseados. Ya nada será como fue; nosotros, los de entonces, ya no seremos los mismos.
A mí me ocurrió un miércoles de enero, después de una noche de liga de campeones en la que había ganado mi equipo. Lo celebré debidamente bebiéndome un par de copas antes de irme a dormir a pierna suelta pensando que ese año sí, ese año por fin ganaríamos la liga de los campeones. Dormí, ronqué, soñé cosas agradables que ahora no vienen al caso, y me desperté como se levanta un triunfador: pensando en cómo entraría en el trabajo con la camiseta de mi equipo como signo de superioridad. Lo que iban a sufrir con mi alegría, con mi saber estar comedido, de gente de mundo y éxito. Y si no hablaban, peor para ellos, porque el tema lo pensaba sacar yo con cada frase; solo era cuestión de ingenio y de estar como un cazador avezado a la que salta. El resto era a cuenta de la casa: me lo iba a pasar pipa.
El primer paso era llegar con un aspecto impecable, de dandy, para que quedase claro quién cortaba esa mañana el bacalao. Pero fue muy raro, todo muy raro, desde que entré en el cuarto de baño. Por el grifo, en vez de agua, ese agua insípida que tanto me aburre en general, empezó a salir un líquido amarillento, ligeramente anaranjado, que yo no sabía si era pis o los restos de una tormenta. ¿Cómo me afeitaba yo entonces? ¿Y la ducha matutina? ¿Me esperaba ir hecho un guarro al trabajo y la mirada despectiva de todos ante la negritud de mi rostro y la falta de brillo en el pelo? La idea era molesta, estomagante. Pero entonces noté algo peculiar, un olor como a pimienta, a planta tostada, a burbujeante alegría, y no tardé en comprender que lo que salía por el grifo, ¡oh sueño del pobre y del dipsómano!, era una cerveza rubia, concentrada y sabrosa que estaba diciéndome que me la bebiera gratis y sin contemplaciones.
Como a las seis de la mañana es muy pronto para empezar a hacer libaciones a los dioses, al menos en mi casa, me quedé perplejo, eso sí solo después de empezar a llenar cacharros de plástico y metal por si el prodigio no duraba mucho, que a la ocasión la pintan calva. Cuando también la bañera estuvo llena, comprendí que la ducha se había convertido en una entelequia y que, o me peinaba el tupé con el zumo de malta, o me iba a trabajar con el pelo pegado tipo mala noche y qué se le va a hacer, no siempre salen las cosas como uno quiere. En esas estaba, cuando se me ocurrió que aún no había probado ni una gota del prodigio y que a lo mejor todo era un espejismo, como en los cuentos de las mil y una. Me pellizqué varias veces en el muslo, hasta que me dolió tanto que me pareció que ya estaba bien de hacer el jamelgo, y le di un sorbito al vasito del cepillo de dientes. No solo era cerveza, ¡estaba fresquita y era rica rica!
El resto lo cuento porque me lo contaron, pero mejor me lo callaba y estaría más guapo. Dejé la casa abierta y me la saquearon durante la ausencia, me salté varios semáforos en rojo y acabé empotrado en el edificio de la Sony, antes de darme a la fuga por las calles, perseguido por un ejército de coches policías con sirenas amenazantes. No sé cómo, porque esto no me lo han dicho, llegué a mi oficina, con la cabeza sangrando y varios cortes en los brazos, borracho como una cuba y viendo doble, solo para darme cuenta de que, en mi inconsciencia, me había olvidado la elástica de mi club del alma y cómo todos se daban codazos de complicidad. Nadie aceptó mis explicaciones, ni mis familiares ni mis amigos, y el juez no tuvo en cuenta los atenuantes para su veredicto. A los ojos de todos he quedado como un farsante, pero les juro que no miento, que el episodio de la cerveza ocurrió y mi condena es injusta. Por el amor de Dios, ¡hagan un change.org y libérenme!

viernes, 14 de agosto de 2015

Fujiyamasplit




-Los occidentales sois ingenuos- me había espetado la japonesa, mientras se subía los trousers como un estibador.
Pero sus provocaciones no le servirían.
“No es tan adolescente como quiere aparentar, casi no tiene mofletes”.
Convertir su ausencia de carrillos en words fue el impulso que necesitaba para abandonar el postre.
Balanceé las piernas, me impulsé con el coxis y me curvé en un estadio olímpico. My last train. Un golpe contra el suelo, varios aplausos furiosos.
“Estoy lejanísimamente, en la región del ajenjo”, me dije para animarme.
But la nipona tarareó la melodía. Llovían dollars americanos.

domingo, 19 de julio de 2015

Cuadriculado



   No se trata de que tenga una vida cuadriculada, sino de que no me gusta improvisar, que no es lo mismo. Se lo digo, doctor, porque usted, en ocasiones, ha puesto en duda mis hábitos y mis costumbres, aunque ahora lo niegue con la cabeza y se sonría con ese gesto de prepotencia que tanto he llegado a odiar en el transcurso de estas sesiones. Usted no lo sabe todo, acabáramos, ni puede conocer a ciencia cierta las ideas que se retuercen por los laberintos de mi mente, día sí y día también. Ni soy un libro, ni me puede usted leer, por más que me trate de convencer de lo contrario. Y si tiene alguna vaga idea del atlas de mi cerebro, se debe, no a su inteligencia, que hasta se podría dudar de que la posea, sino a que en ocasiones le he cartografiado para no desanimarlo del todo algo así como la ruta de la seda de mi pensamiento, aunque le haya puesto trampas en el recorrido como Ayers Rock y el Gran Cañón del Colorado. Sí, me divierte cuando pica y se le queda la cara de atorrado que debía de tener antes de empezar su licenciatura universitaria. Es parte del juego, en el que, ya ve, cabe la improvisación. Pasa que entonces resulta que es a usted al que no le gustan estos giros inesperados del arroyo de la conciencia. Me temo que está usted hecho un alemanote de los pies a la cabeza.
   Le voy a poner un ejemplo: si usted me llama por teléfono dos días antes de la consulta y me propone posponer la cita porque, digamos, ha conocido una muchacha en un bar y en la fogosidad de los primeros encuentros no puede apenas salir de la cama para ir a la ducha o a la farmacia, pues a mí no me importa un pimiento si entra o si sale, cuántas veces y cómo. Cambio la anotación en mi agenda y me quedo tan tranquilo, incluso más porque he tenido la fortuna de atrasar un poco estas estúpidas conversaciones por las que percibo una ayuda social tan exigua como su amabilidad para conmigo. Pero, si por el contrario, se atreve usted a interferir en mi independencia llamándome por teléfono con la absurda intención de adelantar la fecha de la consulta porque, digamos, tiene que atender un asunto familiar en Holanda y las fechas no son negociables, ya sabe asunto de notarios, abogados y administraciones públicas, pues no espere de mí más que una patada en el trasero, porque no habrá nada, pero nada en el mundo, que me haga modificar una cita ya establecida debidamente para que se acomode a sus intereses.
    No, a mí no me importa que me llame egoísta. Es lo que soy y se lo reconozco abiertamente. Yo no vengo a verlo por gusto ni por placer. Estoy aquí porque el juez me impuso esta penitencia si quiero percibir la cantidad con la que malvivo todo el mes; y bastante es que tenga que verle el rostro cada quince días, como para que encima pretenda que lo haga con alegría, colaboración y afecto. Es usted verdaderamente un ser abyecto, entregado como un idiota a esa tonta actividad de tratar de comprenderme, como si eso fuera posible para usted, que no pasaría nunca de las primeras líneas de “American Psycho” porque le ahogaría su falta de ética. El mundo está mál hecho, sí, ya lo sabemos, pero usted no está capacitado para cambiarlo, ni mucho menos para sobrevivir en él más de dos domingos de ramos. 
   Mientras hablaba, usted ha estado tomando notas y dibujando esas extrañas cuadrículas con las que trata de ocultar su nerviosismo ante el desprecio que me merece. Le parecerá mentira pero si lo compara con el de la semana pasada, si es que sabe qué fue de él, verá que es prácticamente el mismo, porque la conversación es prácticamente idéntica y el dibujo también. No me diga que no se ha dado cuenta. Resulta usted bastante previsible, incluso cuadriculado me atrevería a decir, si no fuera porque es ahora cuando me pone ese rictus de mala leche con el que pretende asustarme y me dice amablemente, ¡qué civilizado!, que ya es la hora y que vuelva dentro de dos martes, si no hay cambios. Y usted ya lo sabe: llámeme solo si tiene que posponer la consulta; si no, más vale que no salga a establecer contactos sociales en ningún bar.



lunes, 29 de junio de 2015

Reencuentro



Recorrí más de dos mil ochocientos kilómetros en coche para llegar a las doce de la mañana del día 6 de julio a Pamplona. Podría parecer que huía de algo o de alguien, pero lo cierto es que no quería cumplir los veinticinco años sin alcanzar un sueño: fundirme en rojo y blanco con la ciudad que aprendí a amar en reportajes de viajeros célebres, en bandas de música y en el cine. Viví los encierros en la calle Estafeta, los desayunos de chocolate con churros, el kalimotxo del tendido de sol en la plaza de toros, las noches de borrachera de la parte vieja… Y perdí la noción del tiempo, del mundo, de mi personalidad, hasta el punto de que durante varios días no supe quién era ni dónde había aparcado el coche. Dormía poco y a deshoras; el sitio no importaba y la compañía era tan cambiante como aquella gente con la que compartía las cervezas. No era nadie y, sin embargo, podía alcanzarlo todo tan solo con intentarlo. Cuando la ciudad se deshizo en el postrero pobre de mí, recuperé por fin cierta lucidez: era libre. De ninguna manera llegaría ya a casarme el 10 de julio en Bergen.

jueves, 18 de junio de 2015

La cultura


 Hay días en que uno no gana para disgustos. Se levanta tan contento de la cama, aun habiendo dormido mal, enciende la radio y a partir de ahí todo son malas noticias: que si a fulanita le han imputado por un caso de corrupción, que si no habrá acuerdo para la constitución del nuevo gobierno de la comunidad porque muchos vienen del equipo anterior y están más pringados que el pañal de un bebé, que si van a subir otra vez los precios de la luz, que si los jóvenes siguen abandonando España a la busca de un trabajo digno en cualquier otro lugar del mundo… Lo primero, claro, es calcular cuánta merma supone al raído subsidio de jubilación la nueva tarifa energética y decidir qué lujo, si es que me queda alguno, puedo dejar para no tener que vivir a oscuras, como dicen que subsisten miles de familias en Grecia y algunas aquí mismo. Al no poder prescindir sin serios peligros para mi salud de ninguno de los medicamentos que se llevan una buena parte de mi peculio, esta vez será el café, uno de mis últimos amigos, el que más me anima, el que caerá en esta batalla contra la miseria. Tantos años trabajando de sol a sol para levantar el país y ahora me toca luchar contra las aves de rapiña que, poco a poco y sin guerra civil, están asolando la patria y destruyendo cínicamente a sus habitantes. Me siento víctima de una guerra subrepticia que el gobierno, claro, siempre negará.

Por la tarde y para olvidar, me voy un rato al casino. No tengo la cabeza ya para jugar al dominó, por lo que me siento un rato a ver cómo se desenvuelven otros y la cara que se les queda cuando no pueden endosar el seis doble. Estoy a gusto porque, afortunadamente, ya no se puede fumar en la sala de juegos y gracias a esa ley el casino poco a poco ha dejado de oler a humedad y a humo rancio. El que quiera fumar, puede salirse un rato a la calle y darle allí al vicio, que hace falta ser idiota, me digo, para quemarse la salud mientras el gobierno saquea las carteras de los enganchados a la nicotina. ¡Vaya ruina de droga legal! En el casino se está bien: en invierno tienen una buena calefacción, organizan charlas y hasta nos dan algunos regalos promocionales. El año pasado, sin ir más lejos, hubo un mes en que nos llevamos a casa maquinillas de afeitar, pañales, desodorantes, latas de fabada de las de abrir y calentar, y hasta participaciones de lotería por asistir a una charla sobre la Thermomix. No nos tocó ni el reintegro, pero esa semana tuvimos al menos una ilusión.
Con el tiempo y la costumbre, es la verdad, me he hecho un especialista en muestras gratuitas y regalos promocionales. Se ahorra mucho dinero con un poco de imaginación y algo de jeta. Lo mejor es lo de asistir a las inauguraciones de exposiciones: quedo con un par de viudas que no se pierden ninguna y, juntos los tres, como si fuéramos expertos compradores, nos presentamos en la muestra con la mejor de las devociones; con una actitud casi mística, ensalzamos los cuadros, que casi siempre son de manchurrones de lo más colorido o de paisajes cursis, caballos de color canela y mujeres desnudas que no se sabe hacia dónde miran. Nosotros, en cambio, no le quitamos ojo al catering y generalmente nos vamos a casa cenados y satisfechos. Alguna vez hasta dando algún traspiés por causa del tinto.
Esta tarde, en el casino, hacia las siete, se presenta un libro de poesía que ha publicado la concejala de asuntos sociales. Creo que viene acompañada del editor, con el que algunos dicen que tiene un lío, y del presidente de la asociación de escritores del municipio, con el que se rumorea que también tiene un affaire. Oficiará de maestro de ceremonias el presidente del casino, a la sazón también ex marido de la poetisa. Me han dicho que son poemas de amor la mar de irreales, llenos de amor puro y limpios de polvo y paja, que no tienen nada que ver con el mundo que sufro a diario y que está lleno de traiciones, facturas y embargos. Pero al final, me animo, me voy a dar un homenaje de tortilla de patatas y canapés de jamón. ¡Viva la cultura!

lunes, 1 de junio de 2015

Espejo




    Al terminar el capítulo siento un dèjá vu. Me ha parecido que viajo solo en el vagón de cercanías. Me levanto para comprobarlo: en el asiento de detrás encuentro a un único usuario, muy joven, que lee concentrado “Extraños en un tren”. Curiosamente es el mismo que voy releyendo. No tardo en comprender que el chico soy yo mismo, hace muchos años, cuando compré la novela que ahora en mis manos aparece gastada por el tiempo. ¿Y si le informara de todo? Cuando me arrepiento, no me da tiempo suficiente para sustraerme a su mirada perspicaz. Estoy perdido.

(Microrrelato finalista en el II Certamen Solidario de Microrrelatos Ciudad de Redován 2015).




miércoles, 13 de mayo de 2015

XIII Edición de Teatro Mínimo Rafael Guerrero







Esta mañana, 13 de mayo de 2015, he recibido el libro de la XIII edición del "Certamen de teatro mínimo Rafael Guerrero", cuyo premio me fue concedido en el año 2011. No voy a poder asistir a su presentación, que será en Chiclana de la Frontera (Cádiz) el próximo 23 de mayo La obra ya se representó en Chiclana en abril de 2012 y la podéis ver, si estáis interesados, en el siguiente enlace (solo dura unos minutos): http://cristalesrotoseneleden.blogspot.com.es/2013/03/dos-en-un-coche.html