En febrero el sol comienza a calentar
levemente y llega a mi balcón con cierta timidez. No dura mucho, apenas un
cuarto de hora al principio; poco a poco, sin embargo, va extendiendo sus alas
sobre mis dominios y yo aprovecho los treinta minutos de paz para salir un rato
a dejarme acariciar por sus rayos benéficos. Claro que salgo embadurnada con un
factor de protección bestial para que no me deje marcas en la cara ni en las
manos. Pero es un placer en cualquier caso. En el campanario de enfrente, el de
la iglesia de Santa María, hay varias cigüeñas en sus nidos, cigüeñas que no
abandonan ya la ciudad en el invierno, y yo las veo esmerarse en la
reconstrucción de sus nidos, trayendo ramitas y palos y ensartándolos con
habilidad entre los palitroques resecos de la estación anterior. Mis ojos
también se pierden siguiendo a los inquietos gorriones, viendo cómo se pelean
por los restos de patatas fritas y cacahuetes que quedan debajo de las mesas de
los veladores una vez que se han marchado los comensales del restaurante de
abajo. Y un poco más lejos, entre los setos del parque, a estas horas desierto,
veo cómo un mirlo de negro pelaje y pico naranja busca insectos en la tierra
tibia. De tres y media a cuatro, mis ojos se pierden en los cielos azules del
mes de febrero y se ennovian de los pájaros que vuelan libres del campanario a
la orilla del río, de la terraza de la plaza al parque para niños, dibujando
unas líneas que parecen los pasos de un ballet aéreo.
Porque a las cuatro en punto tengo que
salir de casa e ir a buscar a Cristina a la escuela, llevarla luego al parque
para que juegue con sus amigas del colegio y vigilarla bien, no vaya a tener
una desgracia y la pague cara; luego debo darle la merienda a las cinco y media
en punto, y regresar a casa a las seis y media como muy tarde, antes de la
llamada puntual para preguntarnos cómo nos ha ido la salida, a quién hemos
visto y qué hemos hecho. Todo milimétrico, como esa coreografía de los pájaros,
pero en el suelo, como si fuéramos reptiles. Y siempre teniendo mucho cuidado
de no vacilar en la respuesta, de no aportar matices nuevos, de no sugerir
alegría alguna, no sea que luego le pregunte también a la niña y acabemos las
dos llorando.
Y porque a las tres y media en punto,
cuando Cristina ya está en el colegio y él a punto de entrar en su trabajo,
desde donde no puede llamar afortunadamente hasta la hora de la salida, me telefonea
para preguntar si ya estoy en casa, inquiere qué estoy haciendo y me recuerda
lo que me falta para hacer, pasándome esa lista inacabable de obligaciones que
tanto me pesan. “No te olvides de plancharme el traje para mañana y no pierdas
el tiempo con tonterías, que tú eres muy fantástica”, me dice. Y yo que sí, que
descuide, que como siempre. Pero en cuanto cuelga el teléfono porque son las
tres y media, yo me digo que fuera hace sol, que no le debo ninguna explicación
a nadie, y cambio la plancha y la lista por unos minutos al sol de febrero,
envidiando a los pájaros que vuelan libres por el cielo de mi ciudad, ese que
yo no puedo tocar nunca con mis dedos, por más que me ponga de puntillas
sigilosamente y trate de dejar muy abajo el suelo.
El protector solar me lo compré a
escondidas para evitar una desgracia, porque hace tan solo unos días, una vez
que había salido a deshoras a la terraza, me notó un poco de color en la cara y
se pensó que había estado en la calle ganduleando, tal vez tomando café con
alguien y hablando de más, y me arrinconó en la cocina, vociferando y
aturdiéndome con acusaciones terribles, mientras Cristina lloraba en su cuarto
y yo no entendía lo que me decía, pero sí lo que me quería decir. Y yo ni
muerta le iba a decir la verdad, que si se enteraba de que había estado en el
balcón de tres y media a cuatro haría como aquella vez que, de recién casada,
llamé a mi madre entre semana para contarle lo mal que me sentía y luego me dio
una paliza, me cortó el teléfono y me prohibió hablar con ella si él no estaba
presente. Y como ya había aprendido aquella amarga lección bien, no le confesé
la verdad, porque no quería perder mi derecho al balcón y a ver mis pájaros, y me
mordí la lengua para no hablar y él se creyó no sé qué cosa y me agarró por el
cuello, me dijo que estaba loca y me empujó contra el fregadero, hasta que me
derrumbé todo lo larga que soy y perdí la conciencia de mi dolor y de mi
angustia, hasta la conciencia de mi hija perdí. Luego se me quedó dentro como
un dolor sordo, una agonía que parecía un huevo y que tuve que incubar como una
enfermedad sombría y negra, hasta que, a la vez que me desaparecían los
arañazos del cuello y los moratones de la cadera, me quedó dentro como una paz
triste que desde entonces convive conmigo.
En silencio, engañándolo, he continuado
saliendo al balcón a disfrutar de mi media hora de luz y descanso, sin testigos
que puedan alterar esta calma plácida que tengo de tres y media a cuatro, si no
son estos pájaros que vuelan libres y que estoy aprendiendo a amar. Me gusta
que ellos sí estén alegres y que se atrevan a cantar a todos los vientos esa
alegría que es como contagiosa y que a mí tanto bien me hace, porque en los
pájaros veo que solo existe un límite para ellos y que en su caso solo lo ponen
las alas. La pena es que yo no las tengo, que el pequeño pajarillo que nació
del huevo de la agonía apenas si se atreve todavía a asomar el pico fuera del
nido. Pero yo sé que, si febrero se convierte en marzo, y el invierno en la
primavera, y yo sigo haciendo mis prácticas de vuelo en este balcón que mira al
sur, tarde o temprano voy a salir volando hacia el cielo azul que me espera
allá arriba, tan lejos del suelo donde los golpes duelen y dejan marcas
indelebles, y voy a ir al colegio a recoger a Cristina con mi pico y nos vamos
a ir las dos surcando los espacios a un reino de alas y caricias, adonde él no
llegue con sus manos y sus sucias palabras, esas que pesan tanto y te entierran
en vida.
De tres y media a cuatro, viendo las
cigüeñas, viendo a los mirlos y a los gorriones, allá en lo alto, he aprendido
a tener sueños de altura, a confiar en mis torpes alas y a aspirar a una vida
mejor para mi hija y para mí, dejando la tierra para los reptiles; tan solo
unos días más al sol, unos pocos ejercicios más al calor para fortalecer las
alas y, al fin, la libertad, no solo de tres y media a cuatro de la tarde, sino
para siempre.
(Este cuento obtuvo el primer premio en el II Certamen de Relato Corto contra la Violencia de Género del Centro de la Mujer de Tomelloso 2013)
Precioso cuento, me ha encantado.
ResponderEliminarEl clamor de la libertad cautiva por el quien quiere más que ama. Gracias, Jesús.
ResponderEliminarCorrijo: El clamor de la libertad cautiva de quien "quiere" más que ama. Gracias, Jesús.
ResponderEliminarHermoso cuento Jesús. Un canto de la esperanza por la libertad. Enhorabuena y un beso.
ResponderEliminarMuy bueno. Saludos desde los montes de Puerto Rico en el Caribe!
ResponderEliminarJesús, me ha gustado mucho y me ha conmovido. Gracias y enhorabuena. Un abrazo
ResponderEliminarMarina
Siempre contenta de saber de tí y leerte Un beso
ResponderEliminarMaría Jesús
Emotivo y potente. Con tu facilidad habitual para recrear sensaciones. Aunque -me temo- con el tiempo, la única que volará será Cristina. Y no está claro hacia dónde.
ResponderEliminarAbrazos, siempre
No me extraña que tenga un premio Jesús, un cuento así, no podía pasar inadvertido. Felicidades.
ResponderEliminarFELi
En la misma línea que mi novela de realismo mágico.Tal vez no puedo hacer justicia a tanta injusticia socio laboral, pero al menos, mi verdad queda reflejada en la misma, a pesar de que pasa inadvertida en el "salvaje" mundo de la literatura.Y digo salvaje porque al menos antes llegaban los mejores.Ahora parece que primero llegan los reptiles, como tú dices, los del lado oscuro,los amorales, los orgiásticos, o sea, que aquí quien gana es Sodoma y Gomorra. Ya sabes quien soy, por mi estilo.Saludos.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestra atención y por vuestros comentarios. Abrazos.
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