domingo, 15 de junio de 2014

Español




La gente se está volviendo loca, definitivamente loca. Debe de ser uno de los efectos de la domesticación colectiva, que hay un día aciago en que se pierde el sentido de la realidad y uno sale a la calle con una olla en la cabeza y el móvil en la mano, intercambiando whatsapps con sus grupos como quien mira el mundo por un agujerito y cree que ha visto el cosmos. Por el agujerito, claro, apenas si se ve más allá de los partidos del siglo, la envidia de la mujer del jefe o las playas paradisiacas para las vacaciones, asuntos todos tan importantes al parecer, que a la gran mayoría no la saques del fútbol, el tiempo meteorológico o los colores de la temporada de moda, que pensar, lo que se dice pensar, eso lo hacen cuatro listeras desde los medios de comunicación y lanzan las consignas colectivas como si fueran la propaganda catódica del Big Brother de Orwell. Los demás, con olla en la cabeza, o la cabeza en la olla, nos repetimos como el eco en nuestras apasionantes relaciones sociales de cada día.
Entro en el supermercado a comprar unas cerezas porque, según dicen ahora en todos los foros, son estupendas por sus carótenos para combatir los signos visibles o invisibles del envejecimiento. Voy a pagarlas a un precio tal, de tan elevado, que hará que mis escasos euros no se oxiden en mis bolsillos, cuando oigo a la cajera quejarse a una clienta del robo del árbitro de la final de la Champions, que si el Atlético de Madrid, que si el Real Madrid, y la madre que los parió a todos; me acuerdo de todos sus muertos, que no me explico que una empleada que apenas cobra setecientos euros de porquería por un trabajo de más de ocho horas al día y festivos disponibles por parte de la empresa se crea en la obligación de defender a unos sinvergüenzas que cobran lo que no está declarado y encima sean sus héroes nacionales. Como si lo difícil no fuera sobrevivir en estos tiempos sin dignidad; que si el dios bíblico mandara a Lot a buscar cinco hombres justos por el orbe, no encontraría uno ni en los cementerios del siglo XVIII. Me ajusto la olla bien al cráneo y salgo del supermercado convencido de que no me han entendido tampoco en esta ocasión.
Dos horas después me voy al centro a manifestarme en una marea de humanidad comprometida. Al menos, aquí, estaré entre los disidentes de la publicidad institucional y no tendré que pelearme con nadie por las primas abusivas de los jugadores de la selección, que está claro que, de representar a alguien, se representan muy bien a sí mismos, que a mí desde luego no, nada, nunca. Pero no salgo de mi asombro: mis compañeros de ola, además de consignas compartidas contra la privatización de la sanidad pública, comienzan a discutir entre ellos de los independentistas catalanes, que Cataluña es España, y España es nuestra, nuestra, nuestra. Y como es así, nosotros decidimos y decidimos que se queden con nosotros, que es lo que tiene que ser. Y ahora, los comentarios son contra la monarquía, que un rey abdica, otro se corona y todo cambia para que no cambie nada. Y aquí sí, todos piensan que España es nuestra, como Cataluña, y que solo los españoles debemos decidir si España es una, monárquica o republicana, además de mojigata, paleta y tópica, al modo televisivo de las casi siempre denostadas películas nacionales.
Como no entiendo, ni de lejos, que los mismos que piden elegir por referéndum un sistema político nieguen que otros puedan votar del mismo modo el destino de su patria chica, qué difícil es esto de la democracia y de los derechos de los demás, y que, todavía más, no se den cuenta de que son siempre otros los que deciden por qué se privatiza, a quién se corona y en qué país se pagan los impuestos, me salgo de la marea, mareado. Me aferro a la olla para no caerme al suelo, no sea que me pisotee la turba del whatsapp mientras jalea un gol pseudohistórico, qué grande es esta tierra desde el mundial de Suráfrica, con el emotivo sonsonete de que yo soy español, español, español…