lunes, 28 de abril de 2014

Doña Rogelia




   Hoy tengo una preocupación que no me deja vivir. Verán, ser madre, o padre, de un hijo adolescente no es nada fácil. Cuando son niños son muy cariñosos, confían en uno, te abrazan espontáneamente y parece que no te los vas a quitar de encima ni con medidas legales: si los dejas un sábado por la noche al cuidado de un canguro, te hacen sentir como un delincuente que abandona a sus hijos en el desierto; te vas con la intención de desconectar por una vez de tanto moco y tanta gaita infantil, para luego pasarte la velada completa pensando en su llanto desconsolado, con la ocasión arruinada por el remordimiento. Y, aunque te digas mil veces que el berrinche se le habrá pasado a los dos minutos de la partida y que ya estará soñando con los angelitos, no puedes dejar de pensar en lo desvalido que está tu bebé y lo mal que te estás portando con él. Eso lo aprenden pronto, lo explotan, lo perfeccionan, y ya para siempre saben cómo hacerte sentir culpable aunque no hayas abierto la boca, levantado la mano o cerrado la cartera. Has caído en sus redes, que nacen enseñados por un don maléfico parece.
   Cuando llegan a la adolescencia, hay una cosa que les posee entre estirón y estirón, pelos y protuberancias: las llaman hormonas y sirven para justificarlo todo. Si tu hijo te maltrata, eso es por las hormonas. Si te ignora, te grita, se avergüenza de ti en público, se ríe de tu ropa o duda de tu inteligencia, todo es por culpa de las hormonas de las narices. Y luego están los cambios de humor, los cambios de amigos, la falta de higiene, que algunos no se cambian ni de ropa, el descubrimiento de las redes sociales y el desprecio de los suyos, que parecen abducidos por el espíritu de Graham Bell en versión móvil. Es el momento, famoso en todo el globo terráqueo, en el que los padres clamamos por un manual de instrucciones que al menos indique cómo se desconecta el engendro, a sabiendas de que mientras coma como una lima el morlaco no parará de aumentar de talla y masa corporal.
   Mi hijo mayor está en algún momento de ese desatino, ya les adelanté antes que hoy tengo una preocupación terrible y es por su culpa. Al comienzo de curso escolar, el primer día de clase, cuando volvió a casa y estaba comiendo lo único que le puedes poner, las malditas patatas fritas con filete, se me ocurrió preguntarle si le habían gustado los profesores, quién me mandará a mí. La de Sociales le había caído fatal y encima era su tutora, con la pinta de amargada que tenía. El de Matemáticas le parecía salido de un psiquiátrico y la de Lengua, bueno, a esta no le encontró nada humano en cinco minutos. Feo el de Música, con tics de ponerte nervioso el de Educación Física, y antinatural por su tamaño y su vocabulario la de Ciencias Naturales. Que solo le había caído bien, mire usted por dónde, la de Inglés. Y empezó a relatar una lista tan grande de virtudes que pensé que por una vez no le iba a quedar al angelito la lengua de William Shakespeare para septiembre.  
   Pero en menos de tres meses hemos pasado de la idealidad al fundido en negro: si antes le parecía estupendo que fuera ingeniera aeronáutica y que se hubiera sacado las oposiciones de la lengua de la Gran Bretaña, ahora la critica porque tiene el acento de un mecánico de la aviación rusa borracho en un bar de Dublín; cuando la admiraba antes por su sentido del humor, ahora la odia porque le ridiculizó un día delante de sus compañeros por no saber decir la expresión caer en picado en el idioma de los hermanos Wright; si antes se la hubiera comido por los pies porque hasta estaba buena, ahora le ha llamado en clase vieja, cegata, ceporra, marimandona, egipcia y beata. Me ha telefoneado hace media hora muy indignada y me ha pedido que la vaya a ver mañana por la mañana a las nueve en punto, o´clock me ha dicho, que me tiene que narrar sí sé qué cosas. Pero yo no voy a ir a ver a esta doña Rogelia de la enseñanza, que ya estoy muy mayor para disgustos así: si no tiene paciencia para jóvenes como el mío, mejor que se dedique a otra cosa menos difícil. Solo me faltaba cargar con mi hijo y tener que cargar también con ella. Acabáramos.
  

domingo, 6 de abril de 2014

La primavera




   Nada más triste que el comienzo de la primavera. Ya ha pasado otro año y en el espejo, lejos de verte mejor, te das cuenta de que poco a poco te pareces cada vez más a tu padre, o a tu madre, con lo que tú los has odiado, y ahora te ves condenado a recordarlos día sí y día también en los gestos del afeitado, en el modo en que suplicas que te rasquen la espalda o en el angioma que te crece poderoso en el brazo izquierdo y que tiene además la virtud de ponerte mitad cabreado, mitad melancólico.
    Otra primavera más para reconocer que no solo no eres mejor que ellos, sino que posiblemente has sido una pérdida de tiempo para la evolución, que contigo la especie no ha dado un paso al frente. Y, aún más, que tenían mucha razón cuando te decían que ya comprobarías por tu propia experiencia que el tiempo vuela pasados los cuarenta, que nadie ata los perros con longaniza y que el ser humano es el único imbécil que tropieza dos veces en la misma piedra. No es que no hayas cumplido ni una sola de las grandes resoluciones del último uno de enero, como siempre; es que, además, aún temes como posible que Rajoy se presente a las próximas elecciones y, sin cumplir su primer programa electoral, las vuelva a ganar con mayoría absoluta.
    La realidad es, por cierto, mucho más cruel. Ya no se trata de valorar el fracaso de los últimos meses o de los últimos años: con la llegada de la primavera toca enfrentarse a la evidencia de que el mundo con el que soñaste en la adolescencia, sin duda con el candor de los ilusos, no solo no existe, sino que es posible que nunca más puedas volver a creer en él; es cierto que en otros tiempos, cada vez más lejanos, estuviste a punto de tocar ese cielo con las manos, pero fue tal vez un espejismo, un barrunto pasajero, porque de aquel cielo azul y refulgente se precipitó un diluvio como castigo divino contra la soberbia para barrer el optimismo, la libertad, la fe en la vida, el progreso y la alegría de fin de mes. Polvo eres y en polvo te convertirán, pobre romántico que buscabas en la tarde de primavera el trébol de cuatro hojas y la paz de espíritu. Eres la pobre sombra de una generación que salió brevemente de los tiempos de la dictadura nacional católica para caer en las garras feroces del neoliberalismo poco después.
    Te dirán que has tenido suerte. Tus padres, tus abuelos, sufrieron la guerra, el hambre, la opresión… Pero tú has tenido la fortuna de vivir siempre en tiempos de paz, con el estómago lleno y la conciencia limpia; has podido estudiar, leer, expresarte libremente, viajar… Sería un consuelo si no fuera porque, cuando uno mira a su alrededor, ve otra vez los jinetes del hambre, de la opresión y del miedo. Hay mucho miedo, un terror paralizante y oscuro, porque sabemos que mandan los de siempre y tienen la sartén por el mango, porque legislan para sus intereses y no para los de la mayoría, y de seguir así las cosas comprendemos que acabarán por quitarnos el agua, la luz y hasta el oxígeno.
    Así las cosas, esta primavera tiene un aura fantasmal, un cierto olor acre a la España triste del estraperlo, un aroma sucio a cárceles por crímenes de opinión, un enfadoso regusto a condenas de muerte por la defensa de valores solidarios, un eco atroz de purgas inclementes contra maestros republicanos, un salobre sabor a mujeres oprimidas, niños sometidos y ancianos olvidados. Esta primavera se parece mucho a aquel insomnio de Dámaso Alonso de 1944: España es hoy un país de casi cincuenta millones de muertos. No podría soportarla, si no fuera porque hay todavía en mí un poco de mis mayores, de mi padre, de mi madre, de mis abuelos, y a veces toca a rebato contra la comodidad diaria y me pide con fuerza que saque mis puños a la calle.