Hoy tengo una preocupación que no
me deja vivir. Verán, ser madre, o padre, de un hijo adolescente no es nada
fácil. Cuando son niños son muy cariñosos, confían en uno, te abrazan
espontáneamente y parece que no te los vas a quitar de encima ni con medidas
legales: si los dejas un sábado por la noche al cuidado de un canguro, te hacen
sentir como un delincuente que abandona a sus hijos en el desierto; te vas con
la intención de desconectar por una vez de tanto moco y tanta gaita infantil, para
luego pasarte la velada completa pensando en su llanto desconsolado, con la ocasión
arruinada por el remordimiento. Y, aunque te digas mil veces que el berrinche
se le habrá pasado a los dos minutos de la partida y que ya estará soñando con
los angelitos, no puedes dejar de pensar en lo desvalido que está tu bebé y lo
mal que te estás portando con él. Eso lo aprenden pronto, lo explotan, lo
perfeccionan, y ya para siempre saben cómo hacerte sentir culpable aunque no
hayas abierto la boca, levantado la mano o cerrado la cartera. Has caído en sus
redes, que nacen enseñados por un don maléfico parece.
Cuando llegan a la adolescencia, hay una cosa que les posee entre
estirón y estirón, pelos y protuberancias: las llaman hormonas y sirven para
justificarlo todo. Si tu hijo te maltrata, eso es por las hormonas. Si te
ignora, te grita, se avergüenza de ti en público, se ríe de tu ropa o duda de
tu inteligencia, todo es por culpa de las hormonas de las narices. Y luego están
los cambios de humor, los cambios de amigos, la falta de higiene, que algunos
no se cambian ni de ropa, el descubrimiento de las redes sociales y el
desprecio de los suyos, que parecen abducidos por el espíritu de Graham Bell en
versión móvil. Es el momento, famoso en todo el globo terráqueo, en el que los
padres clamamos por un manual de instrucciones que al menos indique cómo se
desconecta el engendro, a sabiendas de que mientras coma como una lima el
morlaco no parará de aumentar de talla y masa corporal.
Mi hijo mayor está en algún momento de ese desatino, ya les adelanté
antes que hoy tengo una preocupación terrible y es por su culpa. Al comienzo de
curso escolar, el primer día de clase, cuando volvió a casa y estaba comiendo
lo único que le puedes poner, las malditas patatas fritas con filete, se me
ocurrió preguntarle si le habían gustado los profesores, quién me mandará a mí.
La de Sociales le había caído fatal y encima era su tutora, con la pinta de
amargada que tenía. El de Matemáticas le parecía salido de un psiquiátrico y la
de Lengua, bueno, a esta no le encontró nada humano en cinco minutos. Feo el de
Música, con tics de ponerte nervioso el de Educación Física, y antinatural por
su tamaño y su vocabulario la de Ciencias Naturales. Que solo le había caído
bien, mire usted por dónde, la de Inglés. Y empezó a relatar una lista tan
grande de virtudes que pensé que por una vez no le iba a quedar al angelito la
lengua de William Shakespeare para septiembre.
Pero en menos de tres meses hemos pasado de la idealidad al fundido en
negro: si antes le parecía estupendo que fuera ingeniera aeronáutica y que se
hubiera sacado las oposiciones de la lengua de la Gran Bretaña, ahora la
critica porque tiene el acento de un mecánico de la aviación rusa borracho en
un bar de Dublín; cuando la admiraba antes por su sentido del humor, ahora la
odia porque le ridiculizó un día delante de sus compañeros por no saber decir
la expresión caer en picado en el idioma de los hermanos Wright; si antes se la
hubiera comido por los pies porque hasta estaba buena, ahora le ha llamado en
clase vieja, cegata, ceporra, marimandona, egipcia y beata. Me ha telefoneado
hace media hora muy indignada y me ha pedido que la vaya a ver mañana por la
mañana a las nueve en punto, o´clock me ha dicho, que me tiene que narrar sí sé
qué cosas. Pero yo no voy a ir a ver a esta doña Rogelia de la enseñanza, que
ya estoy muy mayor para disgustos así: si no tiene paciencia para jóvenes como
el mío, mejor que se dedique a otra cosa menos difícil. Solo me faltaba cargar
con mi hijo y tener que cargar también con ella. Acabáramos.