lunes, 10 de marzo de 2014

Tiempo libre




   Quizá una de las cosas que peor lleve con el paso de los años sean las obligaciones: tener que ir al médico para las revisiones de rutina, visitar regularmente al peluquero para que no se apoderen de mí las greñas, mantener un contacto regular con amigos y familiares de tal modo que nadie se sienta ofendido ni por exceso ni por defecto, trabajar lo justo, dormir lo justo, comer lo justo y sonreír lo justo. Da igual que con cada nuevo año anote en la primera página de la agenda que no voy a sobrecargarla nuevamente de actos, porque mi optimismo es tan grande, tan vasto, que no tardo en tener demasiados compromisos y poco tiempo para atenderlos. Eso es así siempre, como que hay gobierno. Y todavía se puede complicar aún más la cosa, porque en la agenda nunca dejo sitio, ni de lejos, para un imprevisto: basta que un familiar tenga un accidente doméstico, por pequeño que sea, y que necesite mi ayuda, para que toda mi organización casera, laboral y social se vaya al carajo. Y la vida está llena de situaciones estupendas, raras y sorprendentes, vaya que sí.
   Así las cosas, en la agenda me dejé libre el tercer sábado de un mes invernal, sin nada que hacer, nada que atender, tiempo libre para mí, para no preocuparme por nada ni por nadie. A la familia la mandé al pueblo con mi madre. La noche anterior me acosté pronto y, por un día, no programé el despertador para que me sacara del sueño en el mejor momento. Me dije que dormiría hasta que me diera la real gana y, para evitar intromisiones ajenas que no serían bienvenidas, apagué el móvil y desconecté de la red el teléfono fijo. Cerré bien las puertas, me puse en los oídos unos tapones de goma amarilla que me servirían de contención ante el mundo y su eterna vigilia, y me tiré a roncar como un animal hasta que dios quisiera. Bueno, pues si estaba usted esperando en este punto que no lo consiguiera, sepa que su esperanza ha sido vana, como las verduras de las eras, pues dormí como un bendito, como un lirón, como una marmota, como un sanluís, como un desmemoriado. Me lo dormí todo todo yo.
  Me desperté a una hora que yo diría que eran las once y media o las doce, porque lo cierto es que había recogido todos los relojes y no tenía la menor intención de encender la radio para que no parase de decirme la hora que era y el tiempo que hacía, que yo sabía que el tiempo bueno bueno no iba a ser, que ya hace meses que el tiempo es malo o por exceso de calor, o por exceso de frío, o por exceso de viento, de nieve, de granizo, de humedad o de ciclogénesis explosiva de los cojones; vamos que no necesitaba poner la radio para saber que el tiempo era chungo y que, como era fin de semana, tocaba otra vez fútbol. No tenía ninguna intención de interesarme por el estado del pubis del delantero del equipo del líder, ni por el golpe en el glúteo del argentino de moda, ni por los gestos obscenos que un pelotari portugués le había hecho a un árbitro cuando le señaló una falta con el pito. No me pensaba estresar con el panorama de sábado de fútbol y tiempo inestable que el gobierno, que lo hay, había organizado a todo plan para que me pasara el sábado de los bemoles tirado en el sofá y bebiendo cerveza de un tonel de cinco litros y discutiendo con la parienta porque no voy a la compra, no hago la colada, no soy un cocinitas, no plancho camisas ni limpio el polvo. Si no echamos ni un polvo, para qué demonios voy a quitar nada de nada.
  De repente me di cuenta de que tenía todo el sábado para mí y de que no sabía qué hacer con él. Me sentí raro, como si no fuera yo, y empecé a agobiarme como un idiota porque sin nada que hacer, sin obligaciones, se ponía en duda hasta mi propia identidad: tuve que mirar la agenda para saber quién era y qué compromisos tenía para el domingo. Afortunadamente, no volvería a tener esa crisis. Me tomé un somnífero de caballo y me fui a la cama de nuevo. No he vuelto a dejarme ningún tiempo libre desde entonces y estoy estupendamente, no piensen.