sábado, 8 de febrero de 2014

Caritas



Cuántas veces habré oído de pequeño aquello de que con la comida, niño, no se juega y cuántas horas interminables no me habré pasado dándoles vueltas a las sopas de ajo o a unas lentejas que me parecían repugnantes.
-Pues castigado a no levantarte de la mesa hasta que te las comas y, ya sabes, que si no te las tragas ahora las tendrás otra vez para cenar.
¡Qué suplicio más grande ser un niño y no poder confeccionarte nunca tu propio menú de patatas fritas, macarrones y filetes a la plancha! Es que ni por el forro hubiera elegido yo entonces alimentos de cualquier tonalidad verde o parecida. El verde, más que el color de la esperanza, en la mesa lo era de la amargura y la sinrazón.
Claro que no hay mal que cien años dure, ni lentejas que no acaben en la basura cuando se pochan de tanto marearlas en la mesa, y uno se hace mayor quiera o no quiera, y acaba por tomar las riendas de su vida, de su casa y de su nevera, o al menos eso parece. A los tiempos en que el frigorífico se llena de todo lo que a uno le apetece más (los quesos, las cervezas, los embutidos, los dulces, las carnes rojas…) les suceden con igual celeridad los que vienen marcados por las recomendaciones del médico de cabecera, del cardiólogo o del dietista: para evitar la grasa abdominal, el exceso de colesterol, las varices y el sobrepeso te acaban recomendando una alimentación sana de verduras, frutos secos e infusiones que te hacen sentirte como un canario enjaulado. Un aburrimiento de alpiste y muy señor mío.
Pero qué sacrificios no hará uno por conservar la salud en unos análisis razonables, que al final acaba por comer sólo lechuga, tomate y zanahorias. De vez en cuando te permiten un exceso en forma de yogur desnatado o de magdalenas sin azúcar, eso sí, dejándote claro que te los comes por debilidad y no por auténtica necesidad. Tanta gente pasando hambre en el planeta, incluso en tu propio país, portal con portal, y tú sufriendo porque hace tiempo que solo ves el pan de trigo en los escaparates de las tahonas. Comer o no comer, ese es el problema del Hamlet moderno: o morir de gordo como un muñeco Michelín o morir de inanición por prescripción médica. No sé cuál de las dos opciones es más noble, pero sí que las dos me parecen igual de cómicas.
-Pues castigado sin medicación para el colesterol hasta que obedezca mis prescripciones- me dice con toda dignidad el médico de familia y me echa de la consulta con un folleto sobre las bondades de la fruta fresca.
Las dos primeras semanas sigo la dieta de los colores de la fruta, pasando de los colores más claros, como el albaricoque o la manzana, hasta los más oscuros de la ciruela o la mora, así de ordenado de lunes a domingo, pero acabo aburrido como el niño que fui. Se me ocurre un entretenimiento para marear aún más la comida durante el desayuno: partir la fruta en rodajas y formar con ellas cada día una cara distinta, usando los kiwis como ojos, el melón como nariz y los melocotones como boca. A cada cara confeccionada le saco una foto y después, antes de comérmela, le doy un sermón sobre las bondades de la fruta en ayunas y la necesidad de una vida reglada. Espero a llegar a la número cien para hacer una especial con dátiles, uvas pasas e higos secos, que sirva como homenaje a mi paciencia y mi disciplina, y después organizo una fiesta en casa para proyectar las cien fotos a mis amigos.
Todos se quedan de piedra. Y yo también, claro. Las primeras caras tenían todas un brillo especial en los ojos y una sonrisa tan amplia que invitaban a la gula y a la lujuria, pero, desde la número treinta, poco a poco, sin apenas variación, todas las caras estaban tristes y tenían un rictus de máscara de tragedia griega en la boca. Hasta parecía que les olía el aliento a las últimas. A lo mejor esto de vivir solo de fruta tampoco me hace feliz, me sugieren, y me tengo que empezar a plantear una alternativa a la dietética actual. Al menos, y eso es seguro, tendría otra cara, otra cara mejor.

1 comentario:

  1. Si sabré yo de caritas...Me ha encantado.Un beso.Bego

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