Cuando era pequeño, el mundo
tenía una magia que casi echo de menos. Llegadas estas fechas de diciembre,
todo se volvía pensar en los Reyes Magos de Oriente -en Papá Noel no, que
entonces no llegaban sus renos nórdicos hasta aquella España de Franco (llegaba
alguna sueca, eso sí, y se ponía ligera de ropa en la playa y algunas viejas
con bastones la corrían a paraguazos, pero esa es otra historia y no viene a
cuento)- y en enviarles una carta lo más precisa posible, con muchas, muchas
peticiones, aunque luego solo trajeran un juego de indios y vaqueros, o un
boing 747 sin pilas ni nada. Y estaba la inquietud de dónde depositar la carta:
a mi amigo Rafa se la llevaban sus padres a Correos; mi amigo Javi había tenido
la suerte de entregársela en mano a un paje real que había estado dos días en
unos almacenes textiles; a Carlos se la recogían en su propia casa unos
carteros reales que todos los años iban a su comunidad de vecinos; pero a mí la
única opción que me convencía era echarla en el buzón de la librería del casco
viejo, aunque estuviese muy lejos de casa y hubiera que hacer el viaje a
propósito.
-Caramba con el niño, no podría poner la carta más cerca de casa,
no…-decía mi padre abrigándose al cruzar las calles azotadas por el viento
gélido de todos los inviernos.
Yo no decía nada y arrostraba aquel rigor meteorológico con la seguridad
de que aquel buzón estaba conectado directamente con el cuartel general de los
Reyes Magos. De quien me fiaba mucho menos, era del pájaro pinzón, ese
asqueroso correveidile que estaba siempre espiándome para pillarme en las malas
acciones y contárselas a sus Majestades. Desde muy niño había entrado en mi
vida para poner un punto de desconfianza hacia la libertad de mis actos:
-Si te portas mal, si pegas a los compañeros de la escuela, si te cuelas
en el patio de los mayores, si te ríes de la señorita Adela, lo verá el pinzón
y los Reyes solo te traerán carbón, un gran saco de carbón negro y reluciente,
por haber sido tan malo.
Así que, si le tiraba de las trenzas a la vecina Luisita o le pegaba una
patada al gato de la seña Reyes, enseguida estaba yo girando como una peonza a
ver dónde estaba el chinche del pinzón para comprobar si había vislumbrado toda
o solo la mitad de la faena. El pajarito estaba en todos los sitios, todo lo
sabía y, lo que era peor, todo lo contaba donde no debía. Él tenía la culpa de
que nunca me trajeran la bicicleta o el balón de reglamento y de que me tuviera
que conformar con cuatro muñecajos y un fuerte de plástico.
Me hice mayor, claro, porque no me quedó más remedio, pero me las apañé
para que el nombre del pinzón quedase solo asociado a los hermanos que
descubrieron América con Colón -a eso también contribuyó aquella canción de infausto
recuerdo que decía que los hermanos pinzones eran unos marineros, mas esa es
otra historia y tampoco viene a cuento-. Y este año de 2013, con todos mis
recuerdos y traumas infantiles semienterrados por la basura de los años, va y
reaparece el dichoso pinzón: un día, sentado en la sala de espera del dentista,
le oigo un trino corto y punzante que me sobrecoge y me paraliza. Luego lo
vuelvo a oír en el autobús, en el despacho, en el cine y, poco a poco, su trino
invade toda la geografía de mi existencia, con sus breves notas y su presencia
inevitable. Años creyendo que el pinzón en realidad nunca voló sobre el nido de
mi cuco y ahí está, omnipresente en los móviles de cada quisque, chismorreando
en la vida de todos y cada uno de nosotros, espiando para el gran hermano
americano y sus empresas asociadas. Solo que ahora ya no le tengo miedo, ni
espero regalos de sus reyes chismosos; en todo caso me conformo, si es que
tiene que seguir reinando la monarquía que representa, con que no me quiten
nada más de lo nuestro, no tenga que salir a recuperar la tierra para quien la
trabaja y el pan de cada día para quien lo necesite. Se lo he dicho al pajarito
muy clarito, sin magia ninguna, deletreando cada símbolo en el teclado
concienzudamente, pero tengo la sensación de que este mensaje no tiene ninguna
intención de transmitirlo.